El hombre que lo vio todo

Deborah Levy

Fragmento

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1

Abbey Road, Londres, septiembre de 1988

Estaba pensando en cómo Jennifer Moreau me había pedido que nunca describiera su belleza, ni a ella ni a nadie. Cuando le pregunté el porqué me silenció del siguiente modo, me dijo: «Porque solo tienes palabras viejas para describirme». Es lo que me rondaba por la cabeza cuando bajé al paso de cebra, con sus franjas blancas y negras, donde deben parar todos los vehículos para permitir que los peatones crucen la calzada. Un coche venía hacia mí, pero no se detuvo. Tuve que saltar hacia atrás y caí sobre la cadera, aunque me apoyé en las manos para protegerme del golpe. El coche se caló y un hombre bajó la ventanilla. Tenía sesenta y pico años, pelo plateado, ojos oscuros, labios finos. Me preguntó si estaba bien. Al no contestarle, se apeó del coche.

—Lo siento —dijo—. Has bajado al cruce y he aminorado, dispuesto a parar, pero luego has cambiado de opinión y has vuelto al bordillo. —Le temblaban los párpados en el rabillo del ojo—. Y entonces, de buenas a primeras, te has lanzado al paso de cebra.

Sonreí ante la detallada reconstrucción de la historia, una versión descaradamente favorable para él. Echó un vistazo de reojo al coche para comprobar si había sufrido daños. El espejo retrovisor exterior se había roto. Separó los labios finos y suspiró apenado, mientras musitaba algo acerca de que había encargado el espejo a Milán.

Yo me había pasado la noche escribiendo una clase sobre la psicología de los tiranos y había empezado por la costumbre de Stalin de flirtear con las mujeres arrojándoles migas de pan desde la otra punta de la mesa. Las notas, unas cinco páginas, se habían salido de la bolsa de cuero junto con (qué vergüenza) una caja de condones. Empecé a recoger. En la calzada había un objeto pequeño, plano y rectangular. Me di cuenta de que el conductor me miraba los nudillos cuando le entregué el objeto, que estaba caliente y parecía vibrar en mi mano. Como no era mío, supuse que le pertenecía. Me goteaba sangre entre los dedos. Tenía las palmas arañadas y un corte en un nudillo de la mano izquierda. Me lo chupé mientras el hombre me observaba, claramente angustiado.

—¿Te acerco a algún sitio?

—Estoy bien.

Se ofreció a llevarme a una farmacia para que, según dijo, me «limpiaran la herida». Cuando negué con la cabeza, alargó una mano y me tocó el pelo, un gesto extrañamente reconfortante. Me preguntó cómo me llamaba.

—Saul Adler. Mire, es solo un rasguño. Tengo la piel fina. Siempre sangro mucho, no pasa nada.

Se sujetaba contra el pecho el brazo izquierdo de un modo peculiar, meciéndolo con el derecho. Recogí los condones y los metí en el bolsillo de la chaqueta. Se levantó viento. Las hojas que habían barrido y reunido en pequeños montones bajo los árboles revoloteaban por la calle. El conductor me contó que habían desviado el tráfico porque ese día había convocada una manifestación en Londres y se había preguntado si habrían cortado Abbey Road. El desvío no estaba bien señalizado. No entendía por qué se había confundido, porque pasaba a menudo por allí para ver el críquet en el Lord’s, allí al lado. Mientras hablaba observaba el objeto rectangular que tenía en la mano.

El objeto estaba hablando. Dentro había una voz, una voz de hombre, y estaba diciendo algo insultante y airado. Los dos hicimos como que no lo oíamos.

Que te den por culo te odio no vuelvas a casa.

—¿Cuántos años tienes, Soorl? ¿Me dices dónde vives?

Creo que le había asustado bastante estar a punto de atropellarme.

Cuando le dije que tenía veintiocho años no me creyó y volvió a preguntarme la edad. Era tan pijo que pronunciaba mi nombre como si tuviera una piedra entre el paladar y el labio inferior. Llevaba el pelo plateado peinado hacia atrás con algún producto que lo hacía brillar.

Yo, a mi vez, le pregunté su nombre.

—Wolfgang —respondió rápido, como si no quisiera que lo recordase.

—Como Mozart —dije, y entonces, como un niño que le muestra a su padre dónde se ha hecho daño al caerse del columpio, señalé el corte del nudillo y seguí insistiendo en que me encontraba bien.

Su tono preocupado comenzaba a darme ganas de llorar. Quería que se marchara y me dejara en paz. Quizá las lágrimas tuvieran que ver con la muerte reciente de mi padre, aunque mi padre no era tan elegante ni amable como Wolf­gang, con su pelo plateado y brillante. Para que se marchara de una vez, le expliqué que mi novia estaba al caer, de modo que no hacía falta que se quedara conmigo. De hecho, mi novia iba a fotografiarme cruzando el paso de cebra como en la fotografía del disco de los Beatles.

—¿Qué disco, Soorl?

—Se llama Abbey Road. Todo el mundo lo sabe. ¿Dónde has estado metido, Wolfgang?

Se rio, pero parecía triste. Quizá se debiera a las palabras insultantes que se habían pronunciado desde el interior del objeto vibrante que tenía en la mano.

—¿Y cuántos años tiene tu novia?

—Veintitrés. De hecho, Abbey Road fue el último disco que los Beatles grabaron juntos en los estudios EMI, que están ahí mismo.

Señalé hacia una gran casa blanca en la acera de enfrente.

—Claro, ya lo sabía —replicó con tristeza—. Es casi tan famoso como Buckingham Palace. —Regresó al coche murmurando—: Cuídate, Soorl. Qué suerte tener una novia tan joven. Por cierto, ¿a qué te dedicas?

Tantos comentarios y preguntas comenzaban a irritarme, además de su modo de suspirar, como si cargara con el peso del mundo sobre los hombros de su abrigo de cachemir beige. Decidí no revelarle que era historiador y estaba especializado en la Europa del Este comunista.

Fue un alivio escuchar el gruñido animal del motor acelerando mientras yo regresaba a la acera.

Teniendo en cuenta que casi me había atropellado, quizá era él quien debería ir con más cuidado. Me despedí, pero no me devolvió el saludo. En cuanto a mi joven novia, solo le llevaba cinco años a Jennifer, así que ¿a qué venía ese comentario? ¿Y por qué le interesaba la edad de mi novia? O a qué me dedicaba yo.

En fin. Estaba consultando las notas que tenía en la mano (que todavía sangraba), y en las que había escrito que el padre de Stalin era un alcohólico que maltrataba a su familia. La madre de Stalin había inscrito a su hijo Joseph en un seminario ortodoxo griego para protegerlo de la ira del padre después de que este hubiera intentado estrangularla. Me costaba leer mi letra, pero había subrayado algo relativo a que Stalin castigaría a la gente no solo por sus pecados conscientes sino también por los inconscientes, como los delitos de pensamiento contra el partido.

Empezó a dolerme la cadera izquierda.

«Cuídate, Soorl». Gracias por el consejo, Wolfgang.

Volví a consultar las notas, que ahora estaban manchadas con la sangre del nudillo. Joseph Stalin (lo había escrito ya entrada la noche) siempre disfrutaba castigando. Maltrataba incluso a su hijo, con tal crueldad que este intentó pegarse un tiro. Su mujer también se disparó, pero con mayor éxito que el hijo, quien, a diferencia de la madre, sobrevivió para seguir siendo maltratado una y otra vez por el padre. Mi difunto padre no era precisamente un matón. Delegó la tarea en mi hermano, Matt

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