No madres

María Fernández-Miranda

Fragmento

cap

A mis padres, por estar siempre de mi lado.

A José, porque somos un equipo.

Hay que amasar el pan con rencor, con tristeza, con recuerdos, con el corazón hecho pedazos […] Hay que amasar el pan con pánico a no poder hacerlo nunca más, a que se queme, a que salga crudo, a que no le guste a nadie […] Escribir. Amasar el pan. No hay diferencia.

LEILA GUERRIERO,

extracto de la columna «Escribir»,

publicada en El País, 8 de junio de 2016

En algún momento de 2011, el año en que me casé, mi madre me dijo: «Voy a rezarle a san Antonio para que tengas un bebé». Le respondí, riendo: «Anda, mamá, ¡mejor pídele que publique un libro, que me haría más ilusión!». Le he dado muchísimas vueltas a ese recuerdo. Ha martilleado mi cabeza, sin ir más lejos, durante las siete veces en las que me he visto a mí misma tumbada en una camilla, camino del quirófano, para que un médico pinchase mis ovarios con el objetivo de extraer óvulos que más tarde se fecundarían (o no) en un laboratorio. Lo cierto es que lo que con tanta frivolidad le contesté a mi madre ese día de 2011 no era una pose. Era lo que realmente sentía, y por aquel entonces hacía tiempo que había dejado de ser una quinceañera: estaba a punto de cumplir los 36, o sea que el maldito reloj biológico tenía que estar ya funcionando a pleno rendimiento, aunque yo no lo escuchara. Si la maternidad no era el gran objetivo de mi vida ni siquiera a aquellas alturas, ¿por qué después me sometí voluntariamente a la tortura de pasar por siete fecundaciones in vitro?

Creo que hay varias respuestas a esa pregunta. En primer lugar está mi propia responsabilidad en este embrollo; ese afán mío por lograr todo lo que me propongo, aunque para ello me tenga que dejar la salud por el camino. Pero también está la influencia del entorno. Las personas (sobre todo mujeres, y ojalá no tuviera que subrayar que ellas son las peores a la hora de meter el dedo en la llaga) que te preguntan abiertamente por qué no has sido madre aún, o las que te insinúan que tú todavía no estás completa, o las que te advierten que no sabes lo que te estás perdiendo, o las que te miran compasivas y te dejan caer que tranquila, ya llegará… ¡cuando te relajes! También están la televisión y las revistas, que muestran con cierta periodicidad a la famosa de turno embarazada después de los 40, porque las técnicas de reproducción asistida han avanzado tanto que hoy cualquiera puede en el momento que quiera (lo que jamás cuentan es que muchas de las que son madres a partir de esa edad han tenido que tomar la difícil decisión de recurrir al óvulo de una donante). Y finalmente está el lenguaje: a la mujer que tiene descendencia se la llama madre; a la que no está emparejada, soltera; a la que ha perdido a su pareja, viuda. Las que no tenemos hijos carecemos de un nombre propio, así que en vez de definirnos como lo que somos debemos hacerlo desde lo que no somos: no madres. Nos vemos abocadas a catalogarnos desde la negación porque representamos una anormalidad en un momento en el que la mayoría de las madres de mi generación (las nacidas entre mediados de los setenta y principios de los ochenta) se venden a sí mismas como auténticas heroínas por la frenética carrera en la que se encuentran inmersas para llegar a todo. Fijémonos en este detalle tan tonto y al mismo tiempo tan ofensivo: a pesar de que no tengo hijos, a principios de mayo suelo recibir puntualmente, en la redacción en la que trabajo, diversos detalles (una planta, un libro, unas flores…) de varias relaciones públicas que me felicitan por el día de la Madre, dando por hecho que si soy mujer también seré madre. ¿Desde cuándo se trata de dos términos indisolubles?

Pues resulta que, junto a tantas supermadres, también hay mujeres (cada vez más) que no quieren tener hijos, y hay mujeres que no pueden tener hijos. Yo he pertenecido a ambos bandos. Como declaró una vez la cantante Luz Casal, «cuando pude, no quise, y cuando quise, ya no pude». Y en este proceso de aceptación sólo me ha ayudado una cosa: escuchar a las que se encuentran en mi mismo barco, a las que por distintas razones no han podido o no han querido tener descendencia. Lo que pasa es que me ha costado encontrarlas, porque casi todas están calladas, sepultadas bajo la avalancha de blogs, libros y tuits que machaconamente debaten sobre pañales y biberones, como si nunca antes en la historia de la humanidad hubiesen existido las mujeres que dan a luz. Y yo me pregunto: ¿acaso no ha llegado la hora de que nosotras también expresemos cómo nos sentimos?

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Pienso que cuando ocurre una tragedia se presenta una oportunidad. Puedes lanzarte a la nada y dejar que el vacío que inunda tu corazón y tus pulmones limite tu capacidad para pensar o incluso para respirar. O puedes intentar buscar significado a las cosas.

SHERYL SANDBERG,

publicado en su perfil de Facebook el 3 de junio de 2015, un mes después del fallecimiento de su marido

cap-2

Tratamiento 1:
la candidata ideal

Recuerdo exactamente lo que le pregunté a la doctora:

—¿Es duro pasar por una fecundación in vitro?

Recuerdo exactamente lo que ella me respondió:

—Físicamente, no. Psicológicamente, sí.

Luego nos explicó a mi marido y a mí que lo más importante era que no perdiéramos lo que ya teníamos (nuestra relación) mientras luchábamos por algo que de momento no se nos había concedido (un hijo). Captamos su mensaje: el peor demonio al que nos enfrentábamos era la obsesión. Me gustó su discurso. Le anuncié con despreocupación que se encontraba ante la candidata ideal:

—A mí, en realidad, esto me trae sin cuidado. Nunca me han gustado los niños. Probaremos un par de veces, por no quedarnos el resto de la vida pensando que ni siquiera lo intentamos, y si no sale, se acabó. ¡Capítulo cerrado y a disfrutar de la vida!

Así fue como comencé a inyectarme hormonas todas las noches, a las nueve y media en punto, en el cuarto de baño de mi casa. Siempre seguía el mismo ritual: extendía una toalla blanca sobre la encimera del lavabo y luego iba colocando ordenadamente los medicamentos pagados a precio de oro y el surtido de jeringuillas. Al principio era J. quien me clavaba la aguja en la barriga, pero luego empecé a arreglármelas yo sola. Me hacía sentir orgullosa el hecho de no tener que pedir ayuda, aunque debo reconocer que era bastante chapucera, porque cuando la aguja no me entraba a la primera, lo cual sucedía bastante a menudo, iba cambiando de

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