El Zorro

Frederick Forsyth

Fragmento

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1

Nadie los vio. Nadie los oyó. Como debía ser. Las oscuras figuras de los soldados de las fuerzas especiales, casi invisibles, se deslizaban a través de la noche cerrada en dirección a su objetivo, la casa.

El centro de casi todos los pueblos y las ciudades está siempre iluminado, incluso a altas horas de la noche, pero se encontraban en un barrio de las afueras de una provinciana localidad inglesa, donde el alumbrado público se había apagado a la una de la madrugada. Eran las dos, la hora más oscura. Un zorro solitario los observó pasar, pero el instinto le indicaba que no interfiriera con aquellos seres, cazadores como él. Ninguna luz procedente de las casas rasgaba la penumbra.

Se cruzaron solo con dos humanos, ambos peatones y ambos borrachos, que volvían de una larga juerga con sus amigos. Los soldados se fundieron con jardines y arbustos para desaparecer, negro sobre negro, hasta que los hombres se alejaron tambaleándose hacia sus casas.

Sabían con exactitud dónde estaban; habían pasado muchas horas estudiando con todo detalle las calles y el objetivo. Las fotografías habían sido tomadas desde coches en marcha y drones que sobrevolaban la zona. Habían memorizado hasta la última piedra y bordillo que aparecían en las imágenes, ampliadas y fijadas a la pared de la sala de reuniones de Stirling Lines, el cuartel general del SAS, el servicio especial aéreo británico, situado en las afueras de Hereford. Los hombres, calzados con botas blandas, no cometían errores.

Eran una docena, y entre ellos había dos norteamericanos, por insistencia del equipo estadounidense que se había instalado en la embajada de Londres. Había también dos miembros del SRR británico, el regimiento de reconocimiento especial, una unidad incluso más secreta que el SAS y el SBS, el servicio especial de la Marina. Las autoridades habían optado por recurrir al SAS, conocido simplemente como «el Regimiento».

Uno de los dos miembros del SRR era una mujer. Los estadounidenses suponían que se trataba de una cuestión de paridad de género. En realidad era por lo contrario. Las observaciones habían revelado que uno de los habitantes de la casa objetivo era de sexo femenino, e incluso los tipos duros de las fuerzas especiales británicas intentan actuar con un poco de caballerosidad. La presencia del SRR, conocidos en el grupo como «los ladrones de Su Majestad», era para que pusieran en práctica una de sus principales habilidades: el acceso encubierto.

La misión no consistía solo en entrar en la casa y reducir a sus ocupantes, sino también en asegurarse de no dejar testigos en el interior ni de que nadie escapara. Se aproximaron desde todas las direcciones, aparecieron a la vez alrededor de la valla, por la parte delantera, la trasera y los costados, atravesaron el jardín y cercaron el edificio sin que ningún vecino o habitante de la casa los viera u oyera algo.

Nadie percibió el ligero chirrido del cortador de vidrio con punta de diamante cuando describió un círculo perfecto en una ventana de la cocina, ni el leve crujido que emitió el disco cuando lo desprendieron con una ventosa. Una mano enguantada se coló por el agujero y descorrió el pestillo de la ventana. Una figura negra pasó del alféizar al fregadero, saltó al suelo sin hacer ruido y abrió la puerta trasera. El resto del comando entró con sigilo.

Aunque todos habían estudiado el plano del arquitecto, inscrito en el catastro cuando se construyó la casa, llevaban gafas de visión nocturna (NVG) por si el propietario había instalado obstáculos o incluso trampas. Comenzaron por la planta baja, pasando de una habitación a otra para confirmar que no hubiera centinelas, personas durmiendo, sistemas de detección de intrusos o alarmas silenciosas.

Pasados diez minutos, el jefe del comando, satisfecho con el registro, hizo una señal con la cabeza y guio a una columna de cinco por la estrecha escalera de lo que a todas luces era una casa unifamiliar normal y corriente de cuatro habitaciones. Los dos estadounidenses, cada vez más desconcertados, se quedaron abajo. Ellos no habrían entrado así en un nido de terroristas sumamente peligrosos. En su país, el asalto a una casa como esa habría requerido varios cargadores de munición. Saltaba a la vista que esos ingleses eran bastante raritos.

Los que estaban abajo oyeron exclamaciones de sorpresa procedentes de arriba. Las voces cesaron de inmediato. Después de diez minutos más de mascullar órdenes entre dientes, el jefe del comando emitió su primer informe. No utilizó internet ni un teléfono móvil, susceptibles de ser intervenidos, sino una señal de radio codificada como las de antes.

—Objetivo tomado —anunció en voz baja—. Cuatro ocupantes. Esperen al amanecer.

Quienes lo escucharon sabían qué ocurriría a continuación. Todo estaba planificado y ensayado.

Los dos estadounidenses, ambos de los Navy SEAL, dieron parte a la embajada en la orilla sur del Támesis, en Londres.

Había una razón muy sencilla para que el asalto del edificio se hubiera realizado de forma tan expeditiva. A pesar de una semana de vigilancia encubierta, aún cabía la posibilidad, teniendo en cuenta el daño infligido a las defensas del mundo occidental desde aquella casa de aspecto inofensivo situada a las afueras, de que dentro hubiera hombres armados. Tras la inocente fachada podían ocultarse terroristas, fanáticos o incluso mercenarios. Por eso se le explicó al Regimiento que no había otra alternativa que preparar una operación que contemplara «la peor de las situaciones posibles».

Sin embargo, una hora después el jefe del comando se comunicó de nuevo con sus superiores.

—No van a creerse lo que hemos encontrado aquí.

A primera hora de la mañana del 3 de abril de 2019, un teléfono sonó en una modesta habitación del Club de las Fuerzas Especiales, ubicado en una anónima casa adosada en Knightsbridge, un barrio exclusivo del West End londinense. La lámpara de la mesilla de noche no se encendió hasta el tercer timbrazo. Una vida entera de práctica hizo posible que el durmiente estuviera al instante despierto y plenamente operativo. Bajó los pies al suelo y echó un rápido vistazo a la pantalla iluminada antes de llevarse el aparato al oído. También miró el reloj que estaba junto a la lámpara. Eran las cuatro de la madrugada. ¿Es que esa mujer nunca dormía?

—Sí, primera ministra.

Era evidente que la persona del otro lado de la línea no había pegado ojo en toda la noche.

—Adrian, lamento despertarte a estas horas. ¿Podrías reunirte conmigo a las nueve? Tengo que recibir a los estadounidenses. Me temo que su actitud será bastante beligerante, así que agradecería tu asesoramiento y consejo. He quedado con ellos a las diez.

Siempre con aquella cortesía chapada a la antigua, aunque en realidad no estaba pidiéndole un favor, sino dándole una orden. Ella lo llamaba por su nombre de pila, en aras de la amistad. Él siempre se dirigía a ella por su título.

—Por supuesto, primera ministra.

No había nada más que añadir, así que cortaron la comunicación. Sir Adrian Weston se levantó y se dirigió al pequeño pero adecuado baño para ducharse y afeitarse. A las cuatro y media bajó las escaleras, pasó junto a los retratos enmarcados en negro de todos los agentes que entraron en la Europa ocupada por los nazis hací

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