No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido. Contar es casi siempre un regalo, incluso cuando lleva e inyecta veneno el cuento, también es un vínculo y otorgar confianza, y rara es la confianza que antes o después no se traiciona, raro el vínculo que no se enreda o anuda, y así acaba apretando y hay que tirar de navaja o filo para cortarlo. ¿Cuántas de las mías permanecen intactas, de las muchas confianzas brindadas por quien tanto ha creído en su instinto y no siempre le hizo caso y ha sido ingenuo demasiado tiempo? (Ya menos, ya menos, pero la disminución de eso es muy lenta.) Siguen intactas las que deposité en dos amigos que aún las conservan, frente a las puestas en otros diez que las perdieron o desbarataron; la escasa que di a mi padre y la pudorosa que di a mi madre, muy parecidas si no fueron la misma, la de ella además no duró mucho, ya no puede defraudarla o sólo póstumamente, si hiciera yo un día algún mal descubrimiento, y dejara de ocultarse algo oculto; no perdura la de mi hermana, ni la de ninguna novia ni ninguna amante ni ninguna esposa pasada, presente o imaginaria (suele ser la hermana la primera esposa, la esposa niña), parece obligado que en esas relaciones se acabe utilizando lo que se sabe o se ha visto en contra del amado o cónyuge —o de quien resultó ser sólo momentáneo calor y carne—, de quien hizo revelaciones y admitió un testigo para sus flaquezas y pesadumbres y se prestó a confidencias, o simplemente rememoró sobre la almohada abstraído en voz alta sin reparar en los riesgos, ni en el ojo arbitrario que siempre nos mira ni en el oído selectivo y sesgado que nos escucha (muchas veces no es nada grave, una utilización sólo doméstica, defensiva y acorralada, para cargarse de razón en un apuro dialéctico cuando se discute largo, un uso argumentativo).
La vulneración de la confianza también es eso: no sólo ser indiscreto y ocasionar daño o perdición con ello, no sólo recurrir a esa arma ilícita cuando los vientos cambian y se le pone la proa al que contó y dejó ver —ese que se arrepiente ahora y niega y confunde y enturbia ahora, y quisiera borrar y calla—, sino sacar ventaja del conocimiento obtenido por debilidad o descuido o generosidad del otro, sin respetar ni tener en cuenta la vía por la que llegó a saberse lo que se esgrime o tergiversa ahora —o basta con haberlo enunciado para que ya lo desfigure al recogerlo el aire—: si fueron las confesiones de una noche enamorada o un desesperado día, de un atardecer de culpa o un despertar desolado, o de la embriagada locuacidad de un insomnio: una noche o un día en que quien hablaba hablaba como si no hubiera futuro más allá de esa noche o día y fuera su lengua suelta a morir con ellos, ignorando que siempre hay más por venir, siempre queda, un poco más, un minuto, la lanza, un segundo, la fiebre, y otro segundo, el sueño —la lanza, la fiebre, mi dolor y la palabra, el sueño—, y también el interminable tiempo que ni siquiera vacila ni aminora el paso tras nuestro acabamiento, y sigue añadiendo y hablando, murmurando e indagando y contando aunque ya no oigamos y hayamos callado. Callar, callar, es la gran aspiración que nadie cumple ni aun después de muerto, y yo el que menos, que he contado a menudo y además por escrito en informes, y aún más miro y escucho, aunque casi nunca pregunte ya nada a cambio. No, yo no debería contar ni oír nada, porque nunca estará en mi mano que no se repita y se afee en mi contra, para perderme, o aún peor, que no se repita y se afee en contra de quienes yo bien quiero, para condenarlos.
Y luego está la desconfianza, tampoco ella me ha faltado en modo alguno.
Es significativo cómo la ley lo advierte, y es muy raro que nos prevenga, que se moleste: cuando alguien es detenido, al menos en las películas, se le permite guardar silencio, porque ‘cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en contra suya’, se le comunica en el acto. Hay en esa advertencia un ánimo extraño —o es indeciso y contradictorio— de no querer jugar sucio del todo. Es decir, se informa al reo de que las reglas van a ser sucias a partir de ahora, se le anuncia o recuerda que se va por él como sea y se aprovecharán sus posibles torpezas, inconsecuencias y errores —no es ya un sospechoso, sino un acusado cuya culpa va a intentar demostrarse, sus coartadas a destruirse, la imparcialidad ya no lo asiste, no entre hoy y el día en que comparezca a juicio—, todo esfuerzo irá encaminado a la consecución de pruebas para su condena, toda vigilancia y escucha e investigación y pesquisa a la captación de indicios que lo incriminen y refuercen la decisión tomada de detenerlo. Y sin embargo se le ofrece la oportunidad de callar, casi se lo urge a ello; en todo caso se le hace saber de ese derecho suyo que quizá ignoraba, y por lo tanto se le da a veces la idea: de no abrir la boca, de no negar siquiera lo que se le esté imputando, de no exponerse al peligro de defenderse solo; callar se aparece o es presentado como lo más prudente a todas luces y lo que puede salvarnos aun si nos sabemos y somos culpables, la única manera de que ese juego sucio anunciado quede sin efecto o apenas pueda ponerse en práctica, o al menos no con la involuntaria e ingenua colaboración del reo: ‘Tiene derecho a guardar silencio’, lo llaman la fórmula Miranda en América y no sé siquiera si su equivalente existe en nuestros países, a mí me la aplicaron una vez allí, hace mucho o no tanto, pero el policía me la recitó incompleta, imperfectamente, se le olvidó decir ‘ante un tribunal’ al soltarme rápido la famosa frase, ‘cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en contra suya’, hubo testigos de su omisión y no fue válida la detención por eso. Y al mismo y extraño espíritu responde ese otro derecho del procesado, a no declarar contra sí mismo, a no perjudicarse verbalmente con su relato o sus respuestas o contradicciones o balbuceos. A no dañarse narrativamente (ah, ese puede resultar un gran daño); y a mentir por tanto.
El juego es en realidad tan sucio e interesado que no hay sistema judicial que pueda presumir de justo con premisas semejantes, y quizá no haya justicia posible en ese caso, jamás, en ningún sitio, la justicia una fantasmagoría y un concepto falso. Porque lo que se dice al acusado viene a ser esto: ‘Si declaras algo que nos convenga o sea favorable a nuestros propósitos, te creeremos y te lo tomaremos en cuenta, y contra ti lo volveremos. Si por el contrario alegas algo en tu beneficio o defensa, algo para ti exculpatorio y para nosotros inconveniente, no te creeremos nada y serán palabras al viento, puesto que el derecho a mentir te asiste y damos por descontado que a él se acoge todo el mundo, esto es, todos los criminales. Si se te escapa una afirmación que te inculpe, o caes en contradicción flagrante o confiesas abiertamente, esas palabras tendrán su peso y obrarán en tu contra: las habremos oído, las registraremos, tomaremos nota, las daremos por pronunciadas, quedará de ellas constancia, las incorporaremos al expediente, y serán tu cargo. Cualquier frase que ayude a exonerarte, en cambio, será ligera y será desechada, haremos oídos sordos y caso omiso, no contará, será aire, humo, vaho, y en tu favor no obrará nada. Si te declaras culpable, lo juzgaremos cierto y lo tomaremos en serio; si inocente, tan sólo a broma y a beneficio de inventario’. Se da así por supuesto que tanto el inocente como el culpable se proclamarán lo primero, luego si hablan no habrá distinción entre ellos, quedarán igualados o nivelados. Y es entonces cuando se añade: ‘Puedes guardar silencio’, aunque tampoco vaya a distinguirlos eso, al inocente del culpable. (Callar, callar, la gran aspiración que nadie cumple ni aun después de muerto, y sin embargo se nos aconseja y se nos insta a ello en los momentos más graves: ‘Calla, calla y no digas nada, ni siquiera para salvarte. Guarda la lengua, escóndela, trágala aunque te ahogue, como si te la hubiera comido el gato. Calla, y entonces sálvate’.)
En el trato, en la vida sin sobresaltos, no se dan tales avisos y quizá no debiéramos olvidar nunca su ausencia o falta, o lo que es lo mismo, la siempre implícita y amenazante repetición recta o torcida de cuanto decimos y hablamos. La gente va y cuenta irremediablemente y lo cuenta todo pronto o más tarde, lo interesante y lo fútil, lo privado y lo público, lo íntimo y lo superfluo, lo que debería permanecer oculto y lo que ha de ser difundido, la pena y las alegrías y el resentimiento, los agravios y la adoración y los planes para la venganza, lo que nos enorgullece y lo que nos avergüenza, lo que parecía un secreto y lo que pedía serlo, lo consabido y lo inconfesable y lo horroroso y lo manifiesto, lo sustancial —el enamoramiento— y lo insignificante —el enamoramiento—. Sin pensárselo dos veces. La gente relata sin cesar y narra sin darse ni siquiera cuenta de lo que está haciendo, de los incontrolables mecanismos de insidia, equívoco y caos que pone en marcha y que pueden resultar funestos, habla sin parar de los otros y de sí misma, y también de los otros al hablar de sí misma y también de sí misma al hablar de los otros. Ese contar constante es percibido como una transacción a veces, aunque se disfrace con éxito de dádiva siempre (porque en toda ocasión tiene algo de eso), y sea más bien a menudo un soborno, o el saldo de alguna deuda, o una maldición que se lanza a un destinatario concreto o quizá al azar para que éste labre atolondradamente fortuna o desgracia, o la moneda que compra relaciones sociales y favores y confianza y hasta amistades, y por supuesto sexo. Y también un amor, cuando lo que cuenta el otro se nos hace imprescindible y pasa a ser nuestro aire. A algunos nos han pagado por eso, por contar y oír y ordenar y contar. Por retener y observar y seleccionar. Por sonsacar, aderezar, recordar. Por interpretar y traducir e instigar. Por tirar de la lengua y persuadir y tergiversar. (A mí me han pagado por contar lo que aún no era ni había sido, lo futuro y probable o tan sólo posible —la hipótesis—, es decir, por intuir e imaginar e inventar; y por convencer de ello.)
Luego la mayoría olvida cómo o a través de quién llegó a enterarse de lo que sabe, y hay personas que incluso creen haberlo alumbrado ellas, lo que sea, un relato, una idea, una opinión, un chisme, una anécdota, una falacia, un chiste, un juego de palabras, una máxima, un título, una historia, un aforismo, un lema, un discurso, una cita o un texto entero, de los que se apropian ufanamente, convencidas de ser sus progenitores, o acaso sí saben que están robando pero lo alejan de su pensamiento y así se lo esconden. Ocurre cada vez más en nuestro tiempo, como si hubiera en él prisa por que pasara todo al dominio público y ya no hubiera autorías, o, dicho con no tanto prosaísmo, por convertir todo en sólo rumor y refrán y leyenda que corran de boca en boca y de pluma en pluma y de pantalla en pantalla, todo incontrolado sin fijeza ni origen ni sujeción ni dueño, todo espoleado y desbocado y sin freno.
Yo trato en cambio de recordar muy bien siempre mis fuentes, quizá por mi deformación profesional pasada que también es presente porque no me abandona (había de adiestrar la memoria a distinguir lo cierto de lo figurado, lo acaecido de lo supuesto, lo dicho de lo entendido); y según cuáles sean procuro no hacer uso de mi información y mi conocimiento, o hasta me lo prohíbo, ahora que ya no me dedico a eso más que ocasionalmente, cuando es más fuerte que mi querer y no puedo evitarlo o cuando me lo piden amigos que no me pagan o no con dinero, sólo con su gratitud y una vaga sensación de endeudamiento. Mal pago éste, pues a veces sucede, y quizá no es tan raro, que intentan transferirme esa sensación para que sea yo quien la sufra, y si no me presto al trueque de los papeles y no la hago en efecto mía y no me comporto como si les debiera la vida, acaban por considerarme un cerdo desagradecido y por rehuirme: hay mucha gente que se arrepiente de haber solicitado favores, y de haber explicado en qué consistían, y de haberse explicado, por tanto, demasiado a sí misma.
Hace cierto tiempo una amiga no me pidió nada, sino que me obligó a escucharla, y, con menos aspaviento que sincero susto, me hizo partícipe de su recién inaugurado adulterio, siendo yo más amigo de su marido que de ella, o más antiguo. Flaco servicio el suyo, pasé meses atormentado por mi saber —que ella me ampliaba y renovaba teatral y egoístamente, cada vez más presa de narcisismo—, con la certidumbre de que ante mi amigo yo debía guardar silencio: no ya por juzgarme sin derecho a enterarlo de lo que acaso él —cómo saberlo— habría preferido seguir ignorando; no ya por no querer asumir la responsabilidad de desencadenar acciones o decisiones ajenas con mis palabras, sino también por ser muy consciente del modo en que me había llegado aquel incómodo relato. Yo no puedo disponer libremente de lo que no he averiguado por casualidad ni por mis medios, me decía, ni en el cumplimiento de un encargo o ruego. Si hubiera sorprendido a la mujer de mi amigo embarcando en un vuelo rumbo a Buenos Aires con el amante, acaso podría plantearme revelar de manera neutra esa visión involuntaria mía, ese dato interpretable pero nunca incontrovertible (para empezar, sin constancia de la relación con el hombre, le habría tocado a mi amigo y no a mí ocuparse de la sospecha), si bien me habría sentido probablemente un delator y un intruso y no creo que me hubiera atrevido en ningún caso. Pero la posibilidad habría cabido, eso me decía. Teniendo conocimiento, en cambio, de lo que sabía por ella, me estaba del todo vedado volverlo en su contra o divulgarlo sin su consentimiento, ni aun en la creencia de obrar así en favor del amigo, y esa creencia me tentaba mucho en los momentos de mayor desasosiego, por ejemplo cuando estaba con ambos o cenábamos los cuatro juntos (mi mujer el cuarto comensal, no el amante) y ella cruzaba conmigo una mirada de entendimiento y temor complacido (y yo contenía el aliento), o él se refería despreocupadamente a algún conocido caso del conocido amante de alguien cuyo cónyuge sin embargo ignoraba el caso. (Y yo contenía el aliento.) Y así permanecí callado durante bastantes meses, oyendo y casi asistiendo a lo que me interesaba poco y me desagradaba mucho, y todo seguramente, pensaba en mis instantes más nublados, para ser denunciado un día, cuando se descubra lo desagradable o por fin se cuente o aun se restriegue y exhiba, como connivente o cómplice, o consabedor si se quiere, por aquella a quien guardo el secreto y cuya autoridad exclusiva sobre la materia he reconocido y respetado siempre, sin decirle nada a nadie. Su autoridad y su autoría, ambas cosas, aunque en esa materia suya anden involucradas otras dos personas al menos, una sabiéndolo y la otra sin la menor idea, o quizá mi amigo no esté aún involucrado a pesar de todo y sólo pasaría a estarlo si yo le contara. Puede que sea yo en cambio el que ya está involucrado por mi saber, y por haber oído e interpretado —pensaba—, así me lo sugieren mi larga experiencia y mi larga lista de responsabilidades, de las que compruebo a diario, cada día que pasa y me las difumina y aleja y hace que me parezcan a ratos tan sólo leídas o vistas en la pantalla o fantaseadas, que no es tan fácil desprenderse, ni tan siquiera olvidarse. O que no es posible en modo alguno.
No, yo no debería contar nunca nada, ni oír tampoco nunca nada.
Lo hice durante algún tiempo, escuchar y fijarme e interpretar y contar, lo hice como trabajo remunerado ese tiempo pero venía haciéndolo desde siempre y aún sigo, pasiva e involuntariamente, sin esfuerzo y sin recompensa, ya es seguro que no puedo evitarlo o que es mi manera de estar en el mundo, me acompañará hasta la muerte, descansaré de ello entonces. Más de una vez se me dijo que era un don que tenía y así me lo mostró Peter Wheeler, que fue quien me alertó al explicármelo y describírmelo, las cosas no acaban de existir hasta que se las nombra, eso todo el mundo lo sabe o lo intuye. Ese don yo lo veo en cambio como maldición a veces, y eso que ahora suelo ceñirme a las tres primeras actividades, que son calladas e interiores y de la conciencia y no tienen por qué afectar a nadie más que a uno mismo, y sólo cuento cuando no hay más remedio o se me pide insistentemente. Porque en mi época profesional de Londres, o digamos retribuida, aprendí que lo que tan sólo ocurre no nos afecta apenas o no más que lo que no ocurre, sino su relato (también el de lo que no ocurre), que es indefectiblemente impreciso, traicionero, aproximativo y en el fondo nulo, y sin embargo casi lo único que cuenta, lo decisivo, lo que nos trastorna el ánimo y nos desvía y envenena los pasos, y seguramente hace girar la perezosa y débil rueda del mundo.
No es gratuito, no es un capricho que en el espionaje, o en las conspiraciones, o en lo delictivo, el saber de cuantos participan en una misión o en una maquinación o en un golpe —en lo clandestino, en lo solapado—, sea difuso, parcial, fragmentario, oblicuo, que cada uno esté al tanto de su cometido pero no del conjunto ni del propósito último. Hemos visto en las películas eso, cómo el partisano que prevé no salir vivo de la siguiente emboscada, o del atentado que prepara, le dice a su novia en la despedida: ‘Es mejor que no sepas nada, y así, cuando te interroguen, dirás la verdad al decir que no sabes, la verdad es fácil y tiene más fuerza y es más creíble, la verdad persuade’. (Y es cierto que la mentira exige capacidad de fabulación y de improvisación, e inventiva, y memoria férrea, y arquitecturas complejas, la practican todos pero son pocos los facultados.) O cómo el cerebro que planeó el gran robo, el que lo concibe y dirige, alecciona a su peón o a un esbirro: ‘Si sólo conoces tu parte, aunque te cacen o falles la cosa seguirá adelante’. (Y es verdad que uno puede permitirse siempre que algún eslabón se suelte o se produzca algún fallo, el definitivo fracaso no se alcanza rápido ni es tan sencillo, toda empresa o acción se resiste y da coletazos antes de cesar y venirse abajo.) O cómo el jefe de los Servicios Secretos susurra al agente de quien sospecha y ya no se fía: ‘Es tu ignorancia lo que más va a protegerte, no preguntes más, no preguntes, será tu salvación y tu salvoconducto’. (Y la mejor manera de evitar traiciones es que nada se preste a ellas, o que consistan en filfa, su contenido sin valor ni peso, cáscara, chascos para el que las paga.) O cómo el que encarga un crimen, o el que amenaza con uno, o el que se destapa miserias exponiéndose a un chantaje, o el que compra a escondidas —el cuello del abrigo alzado y la cara siempre en sombras, nunca enciendas un pitillo—, le advierten al asesino a sueldo o al amenazado o al chantajista posible o a la conmutable mujer ya olvidada en el deseo y que aun así nos da vergüenza: ‘Ya lo sabes, a partir de ahora no me has visto nunca, no sabes quién soy, no me conoces, yo no he hablado contigo ni te he dicho nada, para ti no tengo rostro ni voz ni aliento ni nombre, ni siquiera nuca o espalda. No han tenido lugar esta conversación ni este encuentro, lo que ocurre aquí ante tus ojos no ha sucedido, no está pasando, ni estas palabras las has oído porque no las he pronunciado. Y aunque las oigas ahora, yo no las digo’.
(Callar, y borrar, suprimir, cancelar, y haber callado ya antes: es la gran aspiración imposible del mundo y por eso se quedan tan cortos los sucedáneos, y resulta pueril retirar lo dicho y retractarse tan vacuo; y por eso es tan irritante —porque es lo único que puede inyectar la duda y ser eficaz a veces, inverosímilmente— la negación a ultranza, negar que se dijera lo formulado y oído y negar que se hiciera lo cometido y sufrido, es desesperante que se pueda cumplir sin fisuras y a rajatabla lo que anuncian esas palabras de antes, posibles en boca de tantos y tan distintos, del inductor y del amenazante, de quien presiente el chantaje y del que paga sus placeres o logros furtivamente, y también en boca de un amor o un amigo, y entonces nos alcanza con ellas la desesperación de ser negados.)
Todas esas frases que hemos visto pronunciar en el cine las he dicho yo o me las han soltado o se las he oído a otros a lo largo de mi existencia, esto es, en la vida, que guarda mucha más relación con las películas y la literatura de lo que se reconoce normalmente y se cree. No es que lo uno imite a lo otro o lo otro a lo uno, como se afirma, sino que nuestras infinitas figuraciones pertenecen también a la vida y contribuyen a ensancharla y a complicarla, y a hacerla más turbia y a la vez más aceptable, aunque no más explicable (o sí, de muy tarde en tarde). Es muy delgada la línea que separa los hechos de las figuraciones, y aun los deseos de sus cumplimientos, y lo ficticio de lo acaecido, porque en realidad las figuraciones ya son hechos, y los deseos su cumplimiento, y lo ficticio acaece, aunque nada de esto sea así para el sentido común ni para las leyes, que por ejemplo establecen una abismal diferencia entre la intención y el delito, o entre su comisión y su tentativa. Pero la conciencia no tiene presentes las leyes, ni el sentido común le interesa ni atañe, sólo a cada conciencia su sentido propio, y esa línea tan delgada se difumina a menudo según mi experiencia, y ya no separa nada cuando desaparece, así que he aprendido a temer cuanto pasa por el pensamiento e incluso lo que el pensamiento aún ignora, porque he visto casi siempre que todo estaba ya ahí, en algún sitio, antes de llegar a él, o de atravesarlo. He aprendido a temer, por tanto, no sólo lo que se concibe, la idea, sino lo que la antecede o le es previo. Y así yo soy mi propio dolor y mi fiebre.
Mi don o mi maldición no es nada del otro mundo, lo cual quiere decir también que no es nada sobrenatural, preternatural, antinatural ni contra natura, ni tampoco tiene que ver con facultades extraordinarias ni con la adivinación siquiera, aunque algo parecido a esto último acabó por esperar mi transitorio jefe, o el hombre que me contrató durante un periodo que se hizo largo, más o menos el de mi separación de Luisa, cuando me volví a Inglaterra por no seguir cerca de mi mujer mientras ella se me alejaba. La gente se comporta de manera idiota con notable frecuencia, con su tendencia a creer en la repetición de lo que la complace: si algo bueno se da una vez, entonces debe acontecer de nuevo, o debe propiciarse al menos. Y bastó con que en una oportunidad yo acertara al interpretar una relación que para el señor Tupra era de consecuencia (momentánea), para que Mr Tupra —como de hecho lo llamaba siempre hasta que me instó a que pasara a Bertram y más tarde a Bertie, bien poco me apetecía— quisiera alquilar mis servicios, primero de vez en cuando y en seguida a tiempo completo, con funciones teóricas tan vagas como variadas, entre ellas la de enlace o intérprete ocasional en sus incursiones españolas e hispanoamericanas. Pero en realidad, más bien —en la práctica—, le interesé y me tomó como intérprete de vidas, según su expresión solemne y sus desmesuradas expectativas. Sería mejor dejarlo en traductor o intérprete de las personas: de sus conductas y reacciones, de sus inclinaciones y caracteres y sus capacidades de aguante; de su maleabilidad y su sumisión, de sus voluntades desmayadas o firmes, sus inconstancias, sus límites, sus inocencias, su falta de escrúpulos y su resistencia; de sus posibles grados de lealtad o vileza y sus calculables precios y sus venenos y sus tentaciones; y también de sus deducibles historias, no pasadas sino venideras, las que aún no habían ocurrido y podían por tanto impedirse. O bien podían fraguarse.
Lo había conocido en casa del profesor Peter Wheeler, de Oxford, un hispanista y lusitanista eminente ya jubilado, el hombre que más sabe en la tierra sobre el Príncipe Henrique el Navegante y uno de los que más sobre Cervantes, hoy Sir Peter Wheeler y primer ganador del Premio Nebrija de Salamanca, destinado a las mayores lumbreras de su especialidad o campo y —algo sorprendente en el mundo universitario, tacaño o depauperado según los casos— dotado con una cantidad de dinero no desdeñable, lo cual hizo que los exprimidos ojos de sus avarientos o menesterosos colegas internacionales se posaran en él por penúltima vez con envidia. Yo iba desde Londres a verlo de tanto en tanto (una hora de tren a la ida, otra a la vuelta), tras haberlo conocido y tratado un poco muchos años antes, cuando —todavía soltero; y ahora estaba separado, solo siempre en Inglaterra— había ocupado el puesto de Lector de Español en la Universidad oxoniense durante dos cursos. Wheeler y yo nos habíamos caído bien desde el principio, quizá como deferencia a quien nos presentó en su día, el profesor Toby Rylands, de Literatura Inglesa, gran amigo suyo desde la juventud y con quien compartía no pocos rasgos, además de la edad y la condición, por tanto, de jubilado a regañadientes. Así como a Rylands lo frecuenté bastante, a Wheeler no lo vi hasta el final de aquella estancia mía, pues por entonces él enseñaba como emérito en Texas durante nuestros periodos lectivos, y en vacaciones yo solía regresar a Madrid o viajar, no coincidíamos. Pero a la muerte de Rylands, ya después de mi marcha, Wheeler y yo prolongamos esa deferencia que, por serlo hacia un recuerdo o fantasma indefenso a partir de entonces, supongo que habrá de durar indefinidamente: nos escribíamos o llamábamos de tarde en tarde y, si yo iba a Londres unos días, procuraba hacerme algún hueco para visitarlo, solo o con Luisa. (Wheeler también como relevo o sucesor de Rylands, o como su herencia: es escandaloso cómo suplimos a las figuras perdidas de nuestra vida, cómo nos esforzamos por cubrir las vacantes, cómo nunca nos resignamos a que se reduzca el elenco sin el cual nos soportamos mal y apenas nos sostenemos, y cómo a la vez nos prestamos todos a ocupar vicariamente los lugares vacíos que se nos van asignando, porque comprendemos y participamos de ese mecanismo o movimiento sustitutorio universal continuo, que al ser de todos es el nuestro, y así aceptamos ser remedos, y vivir cada vez más rodeados de ellos.)
A mí él me divertía y enseñaba mucho con su malicia inteligente y por tanto nunca abusiva, y con su asombrosa perspicacia suave, tan poco ostentosa que a menudo había que presuponerla o descifrarla en observaciones e interrogaciones suyas en apariencia inocuas, retóricas o intrascendentes, o bien casi jeroglíficas si estaba ya uno alertado: había que escucharlo ‘entre vocablos’, como a veces hay que leerlo entre líneas en sus escritos, si bien esa manera indirecta predominante no le impedía tampoco, si se aburría de sobreentendidos o de pronto los juzgaba un lastre, ser tan franco y aun despiadado —con terceros o con la vida o consigo, con sus interlocutores no solía— como nunca he visto a ningún otro o si acaso sólo a Rylands; y quizá a mí mismo, pero en la estela y como pupilo de ambos. Y yo a él —no me atrevía a pensar otra cosa— probablemente lo distraía, y aun lo halagaba con mi buena predisposición y mi fácil contento y mi risa celebratoria que jamás se ha hecho rogar ante las personas que estimo o admiro, y Wheeler me merece ambos afectos. (Yo para él como relevo o sucesor de nadie, o de alguien por mí no conocido y tal vez de su pasado antiguo, un reemplazo el mío largo tiempo aplazado o quién sabía si ya descartado, el de alguna figura remota a cuyo eco o mera sombra o reflejo él ya hubiera renunciado.)
Así que durante mi tiempo en Londres, al servicio de la BBC Radio hasta que me sacó de allí Mr Tupra, me acercaba a verlo a su casa de Oxford junto al río Cherwell como la de Rylands, de quien había sido también vecino, por mi propia iniciativa o en alguna ocasión por la suya, cuando por el motivo que fuese quería testigos de sus intervenciones o disimuladas escenificaciones, o tenía invitados a los que deseaba ofrecer un mínimo de variedad —por ejemplo un latino ya ajeno ahora al ámbito universitario tan visto— o sobre los cuales iba a apetecerle comentar luego conmigo, otro día a solas. Tuve esta impresión dos o tres veces: era como si Wheeler, bien cumplidos los ochenta años, se preparase conversaciones que podrían entretenerlo o estimularlo en el futuro cercano, o para él aún previsible. Y si preveía que iba a divertirlo hablar más adelante de Tupra conmigo, o contarme indiscreciones de él, sus vicios y penumbras y comicidades, era conveniente que yo hubiera conocido antes a Tupra, o por lo menos pudiera ponerle voz y cara y que me hubiera formado una idea, por superficial que fuese, para él confirmármela o desmentírmela más tarde, o incluso discutírmela con innecesario empeño, sólo así tendría nuestra charla gracia. Él exigía sus contrapuntos, cuando peroraba.
Me pregunto si el enigmático y desmenuzado tiempo de la vejez consistirá en eso, en andar —quienes en él desembocan, y le pertenecen— tan paradójicamente sobrados de ese tiempo menguante como para dedicar no poco a la confección o composición de escogidos momentos; o, como si dijéramos, para conducir sus numerosos tiempos vacíos o muertos hacia unas cuantas escenas prefiguradas y deliberados diálogos, su parte ya memorizada antes: como si el tiempo de los ancianos —a la vez corto y pausado, reducido y abundante, el tiempo del anciano astuto— se cuidaran éstos de planearlo y encauzarlo y dirigirlo lo más posible, y no lo aceptaran ya más —suficiente, basta: no más dolor ni más fiebre; ni palabra ni lanza ni siquiera sueño— como consecuencia del azar y lo inesperado y ajeno, sino que trataran de convertirlo en obra de su maquinación y su dramaturgia y el cálculo. O, lo que viene a ser lo mismo, como si se cuidaran de anticiparlo y configurarlo y elaborar su contenido al máximo; y así quisieran dictarlo, el único modo seguro de aprovechar de veras el que todavía les resta, que parece marchar muy lento pero tan sólo se les va escurriendo como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa. Y la nieve siempre para.
Tuve sin duda esa sensación en lo referente a Tupra, de que Wheeler quería que lo conociera o lo viera, porque podía haberse limitado a convocarme por teléfono y decirme: ‘Van a venir algunos amigos y conocidos a una cena fría, de aquí a dos sábados; vente tú también, estás muy solo ahí en Londres’. Él no sabía si yo estaba poco o muy solo o en exceso acompañado, pero solía atribuir a los demás su propia situación, sus carencias y aun sus dejaciones, un ardid, si se adelantaba era difícil que nadie se las señalara a él o las volviera en su contra, habría parecido falta de originalidad por parte del interlocutor, e infantilismo. Pero aunque más o menos dijo eso, se quedó remoloneando un segundo al teléfono cuando yo ya había accedido de grado y había tomado nota de la fecha y hora, y añadió con vacilación fingida (pero sin disimular que la fingía): ‘Bueno, ya verás, vendrá este individuo, Bertram Tupra, un antiguo discípulo de Toby’. (‘Fellow’ fue la palabra empleada, menos despectiva quizá que ‘individuo’: hablábamos en inglés o español indistintamente, o a veces cada uno en su lengua.) Y antes de que yo pudiera hacerme eco alguno del inverosímil nombre, él se anticipó a deletrear el apellido y a conceder: ‘Sí, ya sé, suena a nombre inventado y bien pudiera serlo, más probable que lo falso fuera Bertram y no Tupra, semejante apellido tiene que ser auténtico, ruso o checo de origen, no sé, o finlandés acaso, o tal vez eso sea sólo porque suena un poco como “tundra”, ¿no?... En cualquier caso, resulta manifiesto que no es inglés sino demasiado francamente extranjero y quién sabe si armenio o turco, así que el hombre debió de juzgar prudente compensarlo con un primer nombre digno de nuestros teatros, ya sabes, Cyril, Basil, Reginald, Eustace, Bertram, están en todas las comedias rancias. Quizá se lo cambió por eso, no habría podido circular por aquí sin levantar suspicacias llamándose, qué sé yo, Vladimir Tupra, o Vaslav Tupra, o Pirkka Tupra, imagínate qué desgracia hasta hace pocos años, no habría hecho carrera más que en el ballet o en el circo, supongo, desde luego imposible en lo suyo...’ Wheeler rió brevemente con escarnio, como si por un instante se le hubiera representado Tupra, cuya imagen él conocía, disfrazado con prietas calzas y picudo o rajado escote, brincando por un escenario con robustísimos muslos y pantorrillas venosas a punto de reventarle; o con malla y encogida capita fosforescente de trapecista. Y aún hizo una pausa antes de arrancar de nuevo, como si esperara una apoyatura mía o dudara si explicar o no qué era ‘lo suyo’. No dije nada y entonces él permaneció en la duda, noté que no atendía del todo a lo que fue añadiendo, me pareció que hacía tiempo hasta decidirse e improvisaba: ‘Me pregunto si no se inspiraría en ese librero legendario cerca de Covent Garden, Bertram Rota, conoces la tienda, creo que su nombre completo era Cyril Bertram Rota, hasta ahora no había caído en la cuenta de lo excéntrico de su apellido, para tener un local en Long Acre o por ahí, seguramente español de origen, ¿no? ¿Conoces a algún Rota en España, aparte del venal tribunal eclesiástico? Claro que Bertram sí podría ser su verdadero nombre, me refiero a Tupra, y que fuera a su padre, si fue éste quien inmigró desde la tundra o la estepa, a quien se le ocurriera britanizar al hijo en su nacimiento para paliar el efecto bárbaro, casi acusatorio de Tupra, en España tendría que haber renunciado, ¿no?, habría sido objeto de bromas crueles con la palabra “estupro”. Pero estas cosas tontas funcionan, mira el caso de Rota, no había caído hasta ahora, tras tantos años de minar mi fortuna comprándole por catálogo sus costosos libros; he de preguntarle a su hijo Anthony, creo que todavía vive...’ Wheeler se detuvo otra vez, según hablaba iba sopesando, quería y no quería contarme o anunciarme o consultarme algo. ‘Y además’, continuó en seguida, ‘Bertram le permitirá, a Tupra, ser llamado Bertie en confianza, lo cual lo hará sentirse salido directamente de una obra de Wodehouse cuando esté entre amigos o con su novia, ella también vendrá, por cierto, una nueva novia que tiene y que ha insistido en presentarnos, a buen seguro lo enorgullecerá más su físico que su muy esperable sabiduría...’ Hizo una última pausa, pero yo no estaba comunicativo o no tenía qué intercalar, así que recurrió a una digresión más para concluir con garbo, me resultó más intrigante que las anteriores: ‘Desde luego él habla inglés como un nativo, sur de Londres semieducado, diría. Y bien pensado, quizá él sea más inglés que yo, al fin y al cabo nací en Nueva Zelanda y no vine aquí hasta los dieciséis años, y con el apellido también cambiado, claro que por motivos distintos, nada que ver con la eufonía patriótica ni con las estepas. Pero bueno, todo esto ya lo sabes y no viene a cuento, te estoy entreteniendo demasiado rato. Cuento contigo, así pues, para ese sábado’. Y se despidió con su mejor tono de afecto, que hacía imperceptible su nunca descartable guasa: ‘Aguardaré tu llegada con la mayor impaciencia. Estás muy solo ahí en Londres. No te me rajes’. Esta última frase me la dijo en mi lengua.
Así era y es Sir Peter Wheeler, ese falso anciano, quiero decir que tras su venerable y amansado aspecto se esconden con frecuencia maquinaciones enérgicas, casi acrobáticas, y tras sus abstraídas divagaciones una mente observadora, analítica, anticipadora, interpretativa; y que sin cesar juzga. Por espacio de varios minutos interminables había dirigido mi atención hacia aquel Bertram Tupra, en quien me vería obligado a fijarme durante la cena fría, ese había sido sin duda el principal propósito, que en él me fijara. Pero a la postre no había explicado por qué, ni en realidad había soltado una sola palabra descriptiva ni informativa acerca del individuo en cuestión o fellow, sólo que había sido discípulo de Toby Rylands y que tenía una nueva novia, el resto disquisiciones y conjeturas ociosas sobre su absurdo nombre. Ni siquiera se había decidido, tras sus vacilaciones no expresas, a especificar qué era ‘lo suyo’, aquello en lo que nunca habría prosperado de haberse llamado Pavel o Mikka o Jukka. Y al final incluso me había desviado el interés posible, aludiendo por vez primera ante mí a sus raíces neozelandesas, a su nada temprana incorporación a Inglaterra y a su apellido cambiado o apócrifo, pero impidiéndome, al mismo tiempo, preguntarle nada al respecto, al añadir en seguida ‘Pero todo esto ya lo sabes y no viene a cuento’, cuando lo cierto era que todo eso yo lo había ignorado hasta aquel instante.
‘Otro paralelismo más con Toby, entonces’, pensé tras haber colgado, ‘de quien se rumoreaba que era sudafricano de origen, como se rumoreaban tantas otras leyendas; una razón más para que se hicieran amigos cuando eran jóvenes, británicos forasteros o de ciudadanía tan sólo, ingleses postizos ambos.’ Rylands nunca me había aclarado ninguno de aquellos rumores ni yo lo había sondeado apenas respecto a ellos, le gustaba poco rememorar su pasado en voz alta, eso se decía y así fue conmigo; y no me pareció respetuoso indagar por mi cuenta después de su muerte, era como contravenir sus deseos cuando él ya no podía mantenerlos ni revocarlos (‘Extraño no seguir deseando los deseos’, cité de memoria para mis adentros, ‘extraño tener que desprenderse aun del propio nombre’). Dudé si marcar el número de Wheeler inmediatamente, para que me ampliara aquellos datos nuevos acerca del suyo, de su pasado, y me explicara por qué demonios había discurseado sobre Tupra tanto rato, hasta llegar a impacientarme. Porque justo antes de su llamada yo había estado probando con el número de Madrid que aún estaba a mi nombre pero no era ya más el mío sino el de Luisa y los niños, y comunicaba con tanta insistencia que quería volver a intentarlo cuanto antes, aunque sólo fuera para calibrar la duración del no lograrlo. Por eso no llamé a Wheeler en el acto, nada más colgarle, tenía prisa por seguir marcando aquel número mío perdido o del que había de desprenderme, y al que antes yo contestaba cuando estaba en casa, con frecuencia. Ahora no lo contestaba nunca porque ya no estaba en casa ni podía regresar a dormir en ella, y estaba en otro país, y aunque no muy solo como me creía Wheeler, a veces sí un poco, o acaso es que toleraba mal no estar siempre acompañado y no estar siempre aturdido y entonces me pesaba el tiempo o yo obstaculizaba su paso, quizá por eso no me fue difícil escuchar a Wheeler con atención primero, en su casa, y aceptar luego la proposición de Tupra, que si algo me brindaba era compañía incesante, aunque en ocasiones sólo auditiva y visiva, y también raciones de aturdimiento.
Ese teléfono de Luisa en Madrid seguía comunicando, no había avería según me dijeron en Averías, y ambos nos negábamos a llevar portátiles, un instrumento de acecho. Tal vez estaba enganchada a Internet, le había encarecido que contratara una segunda línea para no bloquear el teléfono pero no acababa de hacerlo aunque yo le hubiera ofrecido costeársela, sólo usaba la red de tarde en tarde, era cierto, luego resultaba improbable que fuera eso, tanto tiempo comunicando en noche de jueves, era uno de los días en principio acordados para que yo hablara con el niño y la niña antes de que se acostaran, se estaba haciendo demasiado tarde, una hora más en España, allí las diez pasadas y aquí las nueve pasadas, habrían cenado los tres con la televisión puesta o con algún vídeo, no era fácil que el niño y la niña coincidieran en sus preferencias, demasiada edad los separaba, por suerte el niño era paciente y protector con ella y a menudo cedía, yo empezaba a temer por él, era protector hasta con su madre y no sabía si hasta conmigo mismo, ahora que me veía lejos y desterrado, huérfano según su criterio o su entendimiento, sufren mucho en la vida quienes hacen de escudo, y los vigilantes, con su oído y su ojo siempre despiertos. Se habrían acostado ya aunque aún tendrían la luz encendida durante unos minutos, los que les concedíamos Luisa y yo de propina o prórroga para que también leyeran algo —un tebeo, unas líneas, un cuento— mientras los cazaba el sueño, es desdichado conocer las costumbres exactas de una casa de la que de pronto se falta y a la que no se vuelve más que de visita y con aviso previo y como un pariente cercano y de tarde en tarde, uno queda fijado en la tela de araña del escenario y el ritmo que construyó y lo albergaban y que parecían imposibles sin su contribución y sin su existencia, largo prisionero de lo presenciado y llevado a cabo tantas veces, y es incapaz de imaginar que se vayan produciendo cambios, aunque tenga conciencia de que no los impide nada y bien puede haberlos y aun procurárselos, y aprenda a sospecharlos abstractamente, cuáles podrían ser esos cambios que se darán en su ausencia y a sus espaldas, uno deja de asistir, ya no es partícipe ni siquiera testigo, y es como si hubiera sido expulsado del tiempo que avanza, convertido para uno ese tiempo en pintura helada o en memoria helada, desde la adversa distancia.
Y cree uno estúpidamente que se le guardarán raras ausencias, no en lo esencial pero sí en lo simbólico, como si no fuera infinitamente más fácil arrasar con los símbolos que con los hechos pasados y acaecidos, y éstos se suprimen o borran sin excesivo esfuerzo, basta con estar resuelto y sujetar las remembranzas. No cree uno que Luisa no vaya a tener un nuevo amor o un amante dentro de poco tiempo, no cree uno que no lo esté ya esperando sin saber que lo espera, o incluso buscándolo con el cuello erguido y la mirada alerta sin saber que busca, ni que no le haga ilusión pasiva la aparición previsible de quien aún carece de rostro y nombre y por tanto los encierra todos, los posibles y los imposibles, los soportables y los nauseabundos. Y sin embargo sí cree uno incongruentemente que a ese amor nuevo o amante no lo llevará Luisa con los niños a casa, ni a nuestra cama que ya es sólo suya, y que lo verá casi a escondidas como si el respeto hacia mi recuerdo aún reciente se lo impusiera o se lo implorara —un susurro, una fiebre, un rasguño—, como si ella fuera una viuda y yo fuera un muerto merecedor de duelo al que no se puede sustituir tan pronto, todavía no, amor mío, espera, espera, no es aún tu hora y no me la arruines, dame tiempo y dáselo a él, a este muerto, su tiempo que ya no avanza, dáselo para difuminarse, deja que se convierta en fantasma antes de ocupar tú su sitio y ahuyentar su carne, déjalo convertirse en nada y aguarda a que no quede olor en las sábanas ni en mi cuerpo, deja que lo que fue no haya sido. Cree uno que Luisa no admitirá así como así a ese hombre a nuestras costumbres y a nuestro retrato, que no permitirá que sea él de repente quien la ayude a preparar la cena —deja, ya haré yo las tortillas— y quien se siente junto a ella y los niños a ver un vídeo —nadie en contra de Tom y Jerry—, ni que sea él quien se asome de puntillas luego —estás rendida, ya voy yo, no te muevas— a apagar las luces de los dos cuartos, tras comprobar que mis niños se han dormido con un Tintín en las manos que se deslizó sin sobresalto hasta el suelo o con un muñeco sobre la almohada al que asfixiará el diminuto abrazo de los sueños simples.
Pero uno debe hacerse a la idea de que no hay ningún duelo ni tal respeto por nuestro recuerdo ni por lo que decidimos ahora erigir en símbolos tardíamente, entre otras razones porque Luisa no es viuda ni nos hemos muerto ni yo me he muerto, sino que no estuvimos lo bastante atentos y nada nos es debido, y sobre todo porque el tiempo de ella que envuelve y arrebata a los niños es ya muy otro que el nuestro, el suyo avanza sin incorporarnos y yo no sé bien qué hacer con el mío, que avanza igualmente sin incorporarme o al que aún no he sabido subirme, quizá ya nunca me ponga al día y siga sólo siempre la estela de ese tiempo mío. Pronto habrá un individuo a su lado encargándose de las tortillas y haciendo méritos cotidianos ante ella y ante los niños, disimulará su fastidio durante meses por no disponer para él solo de ella y a cualquier hora, se hará el paciente y el comprensivo y el solidario, y con medias palabras y preguntas solícitas y sonrisas de lástima retrospectiva cavará mi tumba aún más hondo, en la que ya estoy sepultado. Eso es lo previsible, pero quién sabe... Tal vez sea un sujeto desenfadado y risueño que la saque de juerga todas las noches y no quiera ni oír hablar de los niños ni pisar nuestra casa más allá de la entrada, ya vestido de farra y tamborileando en el quicio con mucho apremio; que la obligue a alejarse de ellos y a descuidarlos y la exponga a riesgos y la arrastre a excesos alegres semejantes a los que yo me permito aquí, no pocas veces... O también puede ser un tipo despótico y envenenado, que la sojuzgue y la aísle y le deslice poco a poco sus exigencias y sus prohibiciones, disfrazadas de enamoramiento y flaqueza y celos y de lisonja y ruegos, un hombre torcido que acaso una noche de lluvia y encierro cierre sus manos grandes sobre su cuello mientras los niños —mis niños— miran desde una esquina aplastándose contra la pared como si quisieran que cediera ésta y desapareciera, y con ella la mala visión, y el impedido llanto que ansía brotar pero no alcanza, el mal sueño, y el ruido prolongado y raro que su madre hace al morirse. Pero no, esto no ha de ocurrir, esto no ocurre, no tendré esa suerte y no tendré esa desgracia (suerte en el imaginario y en la realidad desgracia)... Quién sabe quién nos sustituye, sólo sabemos que se nos sustituye siempre, en todas las ocasiones y en todas las circunstancias y en cualquier desempeño, en el amor, la amistad, en el empleo y en la influencia, en la dominación, y en el odio que también acaba por cansarse de nosotros; en las casas en que habitamos y en las ciudades que nos consienten, en los teléfonos que nos persuaden o nos escuchan pacientes con la risa al oído o con un murmullo de asentimiento, en el juego y en el negocio, en las tiendas y en los despachos, en el paisaje infantil que creíamos sólo nuestro y en las agotadas calles de tanto ver marchitarse, en los restaurantes y en los paseos y en nuestras butacas y en nuestras sábanas, hasta que no queda olor en ellas ni ningún vestigio y se rasgan para hacer tiras o paños, y en nuestros besos se nos sustituye y se cierran al besar los ojos, en los recuerdos y en los pensamientos y en las ensoñaciones y en todas partes, sólo soy como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, y la nieve siempre para...
Miro por la ventana de mi apartamento amueblado ingenuamente por alguna mujer inglesa a la que nunca he visto, mientras cuelgo y descuelgo y marco y de nuevo cuelgo, miro la noche perezosa de Londres a través de la Square o plaza que se va despoblando de los seres activos y de los decididos pasos para que la vayan tomando durante un rato —un interregno— los inactivos con su paso errático que los conduce ahora hasta las papeleras y cubos en los que hunden sus cenicientos brazos rebuscando tesoros invisibles para nosotros o el fortuito salario de su jornada sobrevivida, cuando aún no es noche cerrada pero desde luego tampoco es día, o cuando todavía es hoy para los que regresan a casa o se visten de farra para abandonarla, pero ya es ayer para quienes van y vienen sin orientarse nunca. Alzo la vista para buscar y seguir mirando el mundo orientado y vivo al que me figuro que aún pertenezco, que se va guareciendo de la ceniza crepuscular del aire en sus interiores iluminados, para alejarme y no asimilarme al desorientado mundo de esos fantasmas que se sumergen hasta confundirse con los desperdicios; alzo la vista por encima del tráfico que ya se apacigua y de los mendigos sombra y de los rezagados —cinco o seis pisadas a la carrera y el salto al autobús de dos pisos sin puertas que casi arranca, los tacones de las mujeres rascan, corren serio peligro—; miro por encima y a través de los árboles y de la estatua hasta el otro extremo, donde están el e
