El largo sueño de Laura Cohen

Mercedes de Vega

Fragmento

1. Montreal

1

Montreal, 4 de noviembre de 2001

Busco a Jacob Lambert. Si lees este anuncio, Jacob, ponte en contacto a cualquier hora con la doctora Cohen, de la Arlington Avenue, o en el 514-933-4442. A quien conozca a este hombre, de 37 años, rubio, pelo rizado, barba, ojos azules, de 1,80 m de estatura, y pueda proporcionar datos de su paradero, se ruega cualquier información.

Había leído el anuncio una y otra vez. Tenía el diario sobre la mesa de la cocina, abierto por la página cuarenta y cuatro, a primera hora de la mañana. Pensaba en el código deontológico que estaba violando, en las consecuencias que podría suponer para mi carrera interferir en la vida de un paciente con esa llamada a los cuatro vientos convertida en tinta y en papel, que verían los ojos de quienes abriesen La Presse por la sección de compraventa de automóviles usados. El lugar menos idóneo para buscar a una persona, pero sin duda unas páginas que él leería, o alguien que lo conociese de entre la gente de ese oficio.

¿Qué insensatez estaba cometiendo? Buscar a un paciente que apenas conocía, quizá desesperada por hallar lo que había perdido para siempre. ¡Qué loco empeño me había propuesto! Como si la muerte de mi marido me incitara a bucear en un lugar desconocido y oscuro dentro de mí, con el rostro de Jacob Lambert.

Entonces pensé que quedaba una esperanza, no solo para ayudar a mi paciente a reinterpretar sus duras experiencias del pasado, sino también para que terminara de contarme a lo que realmente había venido a mi consulta. ¿Qué buscaba yo en realidad con ese anuncio? Algo más que impedir un posible suicidio, que igual solo era un juego que él me había planteado de forma primitiva y melodramática. Pero ese hombre era portador de un enigma que debía descubrir. Y para ello me estaba saltando el mayor precepto de un terapeuta. O eso creía con la taza de café en la mano y la mirada perdida entre aquellas palabras de mi anuncio, pensadas para causar el mayor efecto en mi paciente. Si es que las leía.

Lo cierto es que había sido capaz de llamar el jueves a la agencia Clark para encargar un destacado por tres días. Esperaría un plazo prudencial para recibir una respuesta. Si no conseguía localizar de esta forma a monsieur Lambert, podría ponerlo en conocimiento de la policía. Nada tan fácil como entrar en la web del Service de Police de la Ville de Montréal y dejar un aviso de desaparición. Escribir cuatro líneas y esperar a que el departamento de investigación se pusiera en contacto para acribillarme a preguntas desde la comisaría del quartier. Podrían también presentarse en mi consulta. Tendría que responder a todas las cuestiones que un médico no puede contestar, salvo por requerimiento de un juez. Y desde ese instante se iniciaría la búsqueda oficial de Jacob Lambert. En unos días aparecería la foto de mi paciente (en caso de que siguiese en paradero desconocido) entre los cientos de fotografías de las personas buscadas en la provincia de Quebec, como el anuncio de un hombre de su edad que había visto en la web del departamento de policía, en la pantalla de mi ordenador.

Pero ver un anuncio con el rostro de Jacob Lambert era lo que menos deseaba en aquel momento. Su aspecto era el de un hombre que puede meterse en problemas. Siempre tenías la sensación con él, por su cabeza agachada, la mirada esquiva y esa voz insegura y tímida, de que huía de algo, y no solo de sí mismo. Pensé que se trataba de un hombre en constante huida, de esos individuos que caminan en la noche por el lado oculto de la luna.

Desde que había desaparecido de mi consulta, todas las mañanas, con la taza de café en la mano y el pijama puesto, le quitaba el periódico a mi fiel asistenta Marie, según ella lo recogía del porche y me lo entregaba, a las siete de la mañana, para bucear en las páginas de sucesos cualquier indicio que me ayudara a encontrarlo: un accidente, un suicidio, un anuncio de reparación de furgonetas, alguien con su apellido… A continuación, encendía el ordenador y buscaba en internet, en las páginas de noticias, el resumen de sucesos y accidentes; también de suicidios. Pero no hallaba su nombre en ningún lugar, ni en las necrológicas. Mi insistencia parecía abocada al fracaso.

Pensé que era el guardián de un secreto por las cosas terribles que me había confiado y, con suerte, él leería el anuncio y en cualquier momento llamaría al timbre para reanudar la última e inconclusa sesión de la que había huido desquiciado, como debía de haber huido de todos los episodios importantes de su vida, para ocultar las verdaderas intenciones que lo habían animado a irrumpir en mi consulta. Su visita, once días después del accidente de mi marido, no había sido ninguna casualidad. Y pensaba averiguarlo.

Aun así, debí llevarlo de la mano por esa exploración interior que lo ayudara a encontrar un refugio protector para su trauma; cuidar de él y de su equilibrio emocional perdido, para decirle que todo iría bien y que sus peores sospechas no se iban a cumplir; y que mi misión con él no era la intervención activa y directa, sino la de ser un faro que alumbrara la espesa noche de su mente.

En el transcurso de la primera sesión y, con cierta rapidez, aludió, como quien esquiva un tren, a su oficio de reparar y hacer funcionar viejas furgonetas. Y aunque era confuso lo que explicaba de ese trabajo, y no entraba en detalles, sí mencionó que siempre andaba buscando piezas y recambios por los cementerios de vehículos de Quebec. Había recorrido el país para hacerse con el motor de una Ford del año 55. Dijo haber llegado hasta Port Essington con la sola idea de adquirir una bomba inyectora. Y me negó estar establecido de forma permanente en ninguna parte. Solo le interesaban las antiguas Volkswagen de importación, y me hizo creer que con ello obtenía los escasos recursos con los que malvivía.

—Son mecanismos precisos —me aclaró— que puedo modificar y ajustar una y mil veces, y siempre funcionan si sabes cómo hacerlo. Soy bueno poniendo en marcha esos viejos cacharros. A veces, me explotan cerca, pero sé muy bien lo que hacer con ellos.

Con esas palabras lo dijo, mirándose las uñas aceitosas y el tatuaje de serpiente que se hundía entre las venas de su muñeca derecha, como si ese dibujo fuera la historia de su vida escrita en su cuerpo.

El asunto de ese trabajo no debía de ser una invención. Al final de cada sesión se sacaba del bolsillo trasero del pantalón los dólares arrugados y viejos que me dejaba sobre la mesa de la consulta. Jacob tenía los dedos de un hombre que trabaja con las manos, probablemente en un taller, con grasa de automóvil incrustada en la piel y que por mucho que se restriegue con jabón queda siempre una sombra oscura y grasienta.

Estaba convencida de que empezaba a recorrer un camino errado y peligroso. Lo sentía como el latido de un corazón. Era consciente de estar violando el secreto profesional que todo psiquiatra debe a

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