El largo sueño de Laura Cohen

Fragmento

1. Montreal

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Montreal, 4 de noviembre de 2001

Busco a Jacob Lambert. Si lees este anuncio, Jacob, ponte en contacto a cualquier hora con la doctora Cohen, de la Arlington Avenue, o en el 514-933-4442. A quien conozca a este hombre, de 37 años, rubio, pelo rizado, barba, ojos azules, de 1,80 m de estatura, y pueda proporcionar datos de su paradero, se ruega cualquier información.

Había leído el anuncio una y otra vez. Tenía el diario sobre la mesa de la cocina, abierto por la página cuarenta y cuatro, a primera hora de la mañana. Pensaba en el código deontológico que estaba violando, en las consecuencias que podría suponer para mi carrera interferir en la vida de un paciente con esa llamada a los cuatro vientos convertida en tinta y en papel, que verían los ojos de quienes abriesen La Presse por la sección de compraventa de automóviles usados. El lugar menos idóneo para buscar a una persona, pero sin duda unas páginas que él leería, o alguien que lo conociese de entre la gente de ese oficio.

¿Qué insensatez estaba cometiendo? Buscar a un paciente que apenas conocía, quizá desesperada por hallar lo que había perdido para siempre. ¡Qué loco empeño me había propuesto! Como si la muerte de mi marido me incitara a bucear en un lugar desconocido y oscuro dentro de mí, con el rostro de Jacob Lambert.

Entonces pensé que quedaba una esperanza, no solo para ayudar a mi paciente a reinterpretar sus duras experiencias del pasado, sino también para que terminara de contarme a lo que realmente había venido a mi consulta. ¿Qué buscaba yo en realidad con ese anuncio? Algo más que impedir un posible suicidio, que igual solo era un juego que él me había planteado de forma primitiva y melodramática. Pero ese hombre era portador de un enigma que debía descubrir. Y para ello me estaba saltando el mayor precepto de un terapeuta. O eso creía con la taza de café en la mano y la mirada perdida entre aquellas palabras de mi anuncio, pensadas para causar el mayor efecto en mi paciente. Si es que las leía.

Lo cierto es que había sido capaz de llamar el jueves a la agencia Clark para encargar un destacado por tres días. Esperaría un plazo prudencial para recibir una respuesta. Si no conseguía localizar de esta forma a monsieur Lambert, podría ponerlo en conocimiento de la policía. Nada tan fácil como entrar en la web del Service de Police de la Ville de Montréal y dejar un aviso de desaparición. Escribir cuatro líneas y esperar a que el departamento de investigación se pusiera en contacto para acribillarme a preguntas desde la comisaría del quartier. Podrían también presentarse en mi consulta. Tendría que responder a todas las cuestiones que un médico no puede contestar, salvo por requerimiento de un juez. Y desde ese instante se iniciaría la búsqueda oficial de Jacob Lambert. En unos días aparecería la foto de mi paciente (en caso de que siguiese en paradero desconocido) entre los cientos de fotografías de las personas buscadas en la provincia de Quebec, como el anuncio de un hombre de su edad que había visto en la web del departamento de policía, en la pantalla de mi ordenador.

Pero ver un anuncio con el rostro de Jacob Lambert era lo que menos deseaba en aquel momento. Su aspecto era el de un hombre que puede meterse en problemas. Siempre tenías la sensación con él, por su cabeza agachada, la mirada esquiva y esa voz insegura y tímida, de que huía de algo, y no solo de sí mismo. Pensé que se trataba de un hombre en constante huida, de esos individuos que caminan en la noche por el lado oculto de la luna.

Desde que había desaparecido de mi consulta, todas las mañanas, con la taza de café en la mano y el pijama puesto, le quitaba el periódico a mi fiel asistenta Marie, según ella lo recogía del porche y me lo entregaba, a las siete de la mañana, para bucear en las páginas de sucesos cualquier indicio que me ayudara a encontrarlo: un accidente, un suicidio, un anuncio de reparación de furgonetas, alguien con su apellido… A continuación, encendía el ordenador y buscaba en internet, en las páginas de noticias, el resumen de sucesos y accidentes; también de suicidios. Pero no hallaba su nombre en ningún lugar, ni en las necrológicas. Mi insistencia parecía abocada al fracaso.

Pensé que era el guardián de un secreto por las cosas terribles que me había confiado y, con suerte, él leería el anuncio y en cualquier momento llamaría al timbre para reanudar la última e inconclusa sesión de la que había huido desquiciado, como debía de haber huido de todos los episodios importantes de su vida, para ocultar las verdaderas intenciones que lo habían animado a irrumpir en mi consulta. Su visita, once días después del accidente de mi marido, no había sido ninguna casualidad. Y pensaba averiguarlo.

Aun así, debí llevarlo de la mano por esa exploración interior que lo ayudara a encontrar un refugio protector para su trauma; cuidar de él y de su equilibrio emocional perdido, para decirle que todo iría bien y que sus peores sospechas no se iban a cumplir; y que mi misión con él no era la intervención activa y directa, sino la de ser un faro que alumbrara la espesa noche de su mente.

En el transcurso de la primera sesión y, con cierta rapidez, aludió, como quien esquiva un tren, a su oficio de reparar y hacer funcionar viejas furgonetas. Y aunque era confuso lo que explicaba de ese trabajo, y no entraba en detalles, sí mencionó que siempre andaba buscando piezas y recambios por los cementerios de vehículos de Quebec. Había recorrido el país para hacerse con el motor de una Ford del año 55. Dijo haber llegado hasta Port Essington con la sola idea de adquirir una bomba inyectora. Y me negó estar establecido de forma permanente en ninguna parte. Solo le interesaban las antiguas Volkswagen de importación, y me hizo creer que con ello obtenía los escasos recursos con los que malvivía.

—Son mecanismos precisos —me aclaró— que puedo modificar y ajustar una y mil veces, y siempre funcionan si sabes cómo hacerlo. Soy bueno poniendo en marcha esos viejos cacharros. A veces, me explotan cerca, pero sé muy bien lo que hacer con ellos.

Con esas palabras lo dijo, mirándose las uñas aceitosas y el tatuaje de serpiente que se hundía entre las venas de su muñeca derecha, como si ese dibujo fuera la historia de su vida escrita en su cuerpo.

El asunto de ese trabajo no debía de ser una invención. Al final de cada sesión se sacaba del bolsillo trasero del pantalón los dólares arrugados y viejos que me dejaba sobre la mesa de la consulta. Jacob tenía los dedos de un hombre que trabaja con las manos, probablemente en un taller, con grasa de automóvil incrustada en la piel y que por mucho que se restriegue con jabón queda siempre una sombra oscura y grasienta.

Estaba convencida de que empezaba a recorrer un camino errado y peligroso. Lo sentía como el latido de un corazón. Era consciente de estar violando el secreto profesional que todo psiquiatra debe a su paciente. Con ello quebrantaba la confianza futura de Jacob Lambert y de todos los nombres que llenaban mi agenda desde que abrí la consulta, dos años después de llegar a Montreal para hacer un posgrado de Psiquiatría y tomar distancias con España.

Por entonces, antes de llegar a Canadá, trabajaba en el Hospital de la Princesa, en Madrid, en urgencias psiquiátricas, y como todo en la vida tiene un momento de agotamiento, el mío rebasaba con creces mi tolerancia, tras cinco años de ejercicio de mi profesión que se había estancado más de lo deseable. Demasiado tiempo en la intervención inmediata había minado mi moral completamente. Necesitaba reiniciarme y borrar de la memoria los cientos de caras de angustia, ansiedad y agitación, muchas de ellas de adolescentes durante los fines de semana, desesperando por una inyección de benzodiacepina o un antipsicótico; por no hablar del abuso de sustancias, la intoxicación por estimulantes, los suicidios frustrados o el ver la cara de la muerte en personas que a lo mejor no cumplirían los veinticinco años. Sumando a ello el delirium y los desoladores trastornos mentales de la vejez, abarrotando las salas de urgencia, sin considerar a los familiares angustiados a los que también se les prestaba atención. En fin. Es mejor no seguir.

He de admitir que nunca entró en mis planes abrir una consulta privada. Realmente no había ningún plan, ni nada que se le pareciese, ni en Madrid ni en otra parte del mundo. Solo el de mantener el rumbo que me había trazado de niña de procurar algún tipo de reparación al sufrimiento humano. Y como jugando a los dados hice girar la bola del mundo y me dejé caer en la Universidad McGill con la discreta alegría de tener un océano de por medio entre lo que era y lo que, a lo mejor, sería alguna vez. Alguien capaz de ayudar a alguien.

Y ahora me volvía a hacer una pregunta parecida. ¿Realmente quería ayudar a Jacob Lambert o había otros motivos latentes y ocultos tras mi búsqueda tenaz?

Sí, por supuesto que había otros motivos. Estaba segura de que algo importante unía a Jacob Lambert con mi marido, y yo no era capaz de descifrarlo. Esa sospecha me impidió dormir la noche anterior a que saliera el anuncio y me levanté aturdida y de mal humor, con la luz de la mañana filtrándose a través del blanco estor de la ventana de mi dormitorio, advirtiéndome de un nuevo amanecer sin Alexander. Llevaba viuda cuarenta y cinco días.

Las urracas del jardín graznaban como si les estuvieran disparando. Me desperecé inquieta y las malas sensaciones llegaron a mi cerebro nada más tomar conciencia de que ya no dormía. Y no debía pensar en Alexander, porque la memoria se había convertido en mi peor enemigo. Pero me levanté de un salto, me eché la bata por encima, bajé por las escaleras rozando el pasamanos como una ciega que acaricia un territorio desconocido y corrí hacia la puerta de la calle como si de pronto me acordara de algo vital, olvidado en los laberintos de un sueño que todavía resonaba en mi cabeza para decirme que él ya no estaba en el baño, afeitándose, con la radio encendida, y se hacía tarde para salir hacia nuestra casa del lago. Se habrían formado los horribles atascos que le ponen de tan mal humor. Pero solo había ausencia. Nadie por los contornos de mi casa que sujetara las paredes de mi duelo.

Los domingos libraba Marie. Salía por la ciudad con su cámara de fotos colgada del cuello. Desde la muerte de Alexander lo hacía con un ahínco desolador; nunca pensó que siendo mayor que él fuera a sobrevivirlo. Así que me hallaba en mi casa solitaria, un día desapacible de otoño. El viento movía las ramas de los árboles, con hojas aún tan naranjas y amarillas como el ocaso, y acababa de amanecer cuando abrí la puerta de la calle y bajé los dos escalones del porche para recoger el periódico enroscado en su bolsa de plástico, junto al rosal amarillo con las flores ya marchitas.

Levanté la vista según recogía el diario cuando vi pasar el lujoso automóvil de los Madden. Vi a los dos niños decirme adiós con la mano, sentados detrás de sus padres, con los cinturones de seguridad colocados. Esas caritas inocentes me sonreían con la tonta ilusión de las vidas que comienzan para verlas desvanecerse según el automóvil giraba para tomar la rue Sherbrooke hacia el centro de la ciudad. La esperanza de una familia se había esfumado tan rápido como ese todoterreno desaparecía entre las casas de ladrillo rojizo y la bruma del otoño. Tuve la sensación de que esa vida ya no era mi vida. Ni la vida de nadie. Y que esa mañana era otra mañana en un país que también comenzaba a parecerme tan extraño como inexplicable me resultaba recordar que el cuerpo de Alexander Cohen se encontraba bajo la tierra de un cementerio de Mont-Royal.

Me preparé otra taza de café, entré en mi despacho con el periódico en la mano y lo tiré sobre el sofá para abrir el ordenador y volver a leer las entrevistas de monsieur Lambert, y repasar las sesiones y todas las anotaciones que había escrito sobre él.

En ese momento sonó el teléfono. Era la línea privada de casa. En el visor aparecía el nombre de Fanny. Decidí no cogerlo. Dejó de sonar. A continuación, oí mi móvil en el dormitorio. Supe que Fanny no me dejaría en paz un domingo. Debía cogerlo, no fuera a preocuparse y decidiera visitarme y estropear mi día de soledad, sin nadie que llamara a mi puerta para sentarse en el diván granate —frente al cuadro de Sorolla que Alexander me había regalado con infantil ilusión el día que inauguré la consulta— para bombardearme con traumas, ansiedades o síndromes.

La tensión del anuncio, el teléfono sonando y el ordenador ya encendido no me impedían rememorar la mañana en que apareció mi marido por la puerta del despacho dos horas antes de que llegase mi primer paciente. Lo acompañaban dos operarios con batines blancos de una conocida galería de arte en la que se realizan subastas, cerca del parque La Fontaine, en el barrio Le Plateau-Mont-Royal. La cara de Alexander era risueña y aniñada, con el cigarrillo colgado de la comisura de los labios y ese pliegue profundo en la frente despejada y ancha de un hombre que parecía saberlo todo de la vida. Los dos operarios sujetaban con delicadeza un cuadro de gran tamaño. Venía envuelto cuidadosamente en plástico de burbujas del que se deshicieron con destreza. La franca sonrisa de mi marido irrumpía en mi memoria como un puñal envenenado. Le oí decir, mientras los operarios colocaban el marco sobre las escarpias en la pared, que la imagen de esa playa y de esos niños jugando en la arena pacificaría el espíritu de mis pacientes. Yo me reí. Él añadió: «No te preocupes tanto. Todo irá bien…, tranquila. No pienses que todo va a salir mal».

Su voz era lo único que necesitaba oír para llenarme de fortalezas y olvidar los fantasmas que sobre él se cernían. Pero esa voz ya no estaba. Era un eco vacío en mi cabeza. Solo perduraban esos niños, la playa y el sol, y la vida pintada sobre el lienzo. Un cuadro en el que mi marido se había gastado una fortuna que venía a sumarse a una colección de pintura española que había comenzado, sin duda para impresionarme, cuando se propuso conquistar a una joven psiquiatra, recién llegada a Montreal de un país tan lejano y exótico para él como era España, y por la que había perdido la cabeza hasta el punto de pedirle matrimonio a los ocho meses de conocerla. Los excesos también formaban parte de su carácter y de la emoción por la vida. Gastar dinero a manos llenas con tal de hacerme sonreír. Quizá porque a mis cuarenta y dos años Alexander me superaba en veintitrés, y era el vivo retrato de Epicuro, complaciente y generoso con sus pacientes y con las personas que amaba. O ese era el idílico retrato que me había formado de él y que Jacob Lambert vino a resquebrajar completamente.

Tenía que cambiar de pensamientos. No deseaba llorar, y menos ante el cuadro de Sorolla; se me hincharían los párpados y las ojeras volverían a ensombrecer mis ojos, ahora empequeñecidos y amargados por el luto. Me sentía obligada a estar presentable y serena para mis pacientes, como si nada hubiese ocurrido, como si no tuviese vida, ni entrañas, ni ausencias; solo oídos, mente y serenidad para escuchar los problemas de otros. Como escuché los de Jacob Lambert, que quiso contarme un relato que no le permitieron terminar.

2. Simposio

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Simposio

Debía aparcar los recuerdos y atender el teléfono. Había dejado de sonar y volvía a hacerlo con un ímpetu hostil. Fanny no iba a abandonar su empeño. Salí del despacho con la bata abierta y los pies descalzos y avancé por el pasillo, irritada. Entré en mi dormitorio. El móvil seguía sonando, vibraba sobre la moqueta, tirado junto a la cama. Cuando llegué a él, aún se movía.

Bonjour, ma chérie… ¿Te encuentras bien? —dijo una voz ronca y profunda, de empedernida exfumadora.

Se oían vehículos cercanos y ruido callejero.

—Claro. Perfectamente —dije—. Acabo de despertarme, eso es todo. El zolpidem funciona, te lo aseguro; tumba a una vaca.

No era cierto; no tomaba ningún inductor del sueño. Desde la muerte de Alexander y de las sesiones con monsieur Lambert solo encontraba negras pesadillas en el sueño. Mi mente era una tormenta de preguntas que me obsesionaban: ¿por qué? ¿Por qué? Incapaz de controlar mi voluntad y la obsesión del porqué. Pero debía tranquilizar a Fanny.

—Oh…, Señor, respiro aliviada —contestó—. Es domingo. He salido de misa y es un día precioso. Ray amaneció de excelente humor, sin dolor alguno. ¡Alabado sea Dios! Hay que aprovecharlo. Te invitamos a almorzar.

—Gracias. Pero dejad de preocuparos… Me siento bien, estoy perfectamente y necesito descansar. Mañana tengo un día de locos.

—¡Qué bien has hecho en reanudar tu agenda! El trabajo nos salva de los sinsabores de la vida, ma chérie. Pero no admito un no por respuesta. Ya sabes lo que te queremos… Nos encanta tu compañía… No debes estar sola un domingo. Dios descansó el domingo y nos lo entregó para compartirlo con las personas que amamos, por mucho que Ray santifique su sabbat. ¡Te lo prohíbo! Los domingos son para estar en familia…, y más en tu situación. No admito ninguna excusa, ¿me has oído…? Venga, ma chérie, haz caso de esta vieja que te adora y ha vivido demasiado… Pasamos a por ti en un par de horas.

—No, Fanny, no; lo siento. Necesito repasar un historial y he de concentrarme.

—¿Hay algo que te preocupe, ma chérie? Puedes hablarlo con Ray. Venga, anímate y se lo comentas en el almuerzo. Pero si necesitas algo privado… Ya sabes que él te recibe a cualquier hora. Te adora. Somos tus amigos. Confía en nosotros. ¿Quieres que lo llame y que él hable contigo? A las siete de la mañana pasaba por delante de mis narices mientras yo salía de la ducha, empapada, ¡a una velocidad…! Un día tendrá un accidente con esa maldita silla que se acaba de comprar. Se cree un chaval, el muy imprudente.

—Gracias, Fanny, pero no hace falta, es algo sencillo. Nada que le tenga que consultar. Cuídale y no dejes que corra.

—Muy graciosa te noto; me alegro. Pero está bien, como quieras. Eres una testaruda. Ah… no le comentes nada de la silla. Odiaría que alguien lo supiese; ya sabes lo presumido que es.

—Mañana os llamo.

—Me va a regañar en cuanto llegue y le diga que me has convencido.

—Me voy a la ducha. Dale a Ray un beso de mi parte. Tengo que colgar. Au revoir.

Por fin me la quitaba de encima. Me resonaba en el oído el elegante acento quebequés de Fanny como una campanada de la iglesia de la que acababa de salir. Quizá porque era francesa por línea paterna poseía ese acento cantarín; un rasgo de su historia familiar de la que presumía en sus conversaciones, elevando la voz y afrancesando el vocabulario, sobre todo con desconocidos. Adscrita en cuerpo y alma al espíritu de la Revolución francesa, como si el París de la guillotina estuviera bordado con hilos en oro sobre los blancos pantalones de seda que llevaba el día que la conocí. Tan alta y huesuda y con aires de duquesa.

A Fanny y a mi marido los había conocido a comienzos de la primavera del año 1993. La nieve no se había retirado todavía de las calles cuando otra nevada las sepultó de nuevo. Parecía que nunca iba a terminar mi primer invierno en Montreal.

No recuerdo por qué me inscribí en ese simposio de psiquiatría. Quizá necesitaba ocupar el tiempo libre. El programa y su denominación me parecieron apropiados para salvar cuanto antes el frío corrosivo de la ciudad, algo así como «Psiquiatría, violencia y realidad virtual». Esto último fue lo que más me atrajo: la conexión de la virtualidad con los mecanismos neuronales, aunque no específicamente sobre el comportamiento violento. Llevaba en la ciudad unos meses y apenas conocía a nadie fuera de las aulas y del campus de McGill, cuya vida se desarrollaba en el interior de cálidas instalaciones en perpetuo movimiento. Los estudiantes circulaban de un lado para otro como ratones, de aulas de conferencias a laboratorios, bibliotecas y laberínticos pasadizos con enlaces al metro y a la ciudad. Una existencia de topo. Prácticamente pasé a vivir en los subterráneos que perforan Montreal como si fuera un queso. El calor en los lugares cerrados era sofocante, y en la calle el vaho del aliento se congelaba en su corto camino hacia el exterior.

No me podía acostumbrar a ese tipo de frío, que más que frío es una pedrada al hipotálamo. Se te eriza el pelo, te hormiguean los dedos, el flujo de la sangre se reduce. Esta se te enfría en las extremidades para concentrar todo su calor en el cuerpo y evitar que los órganos se congelen y se rompan. Así que hacía lo mismo que todo el mundo: ponerme el gorro más cálido que se puede comprar, orejeras, unos buenos après skis y un abrigo térmico para salir de casa, al súper o al metro; no más de cuatro manzanas, porque si hay ventisca no lo puedes soportar.

Salvé el invierno del 93 a veinte grados bajo cero, en manga corta, en las cafeterías subterráneas apurando cafés y bagels con crème brûlée, y todos mis estudios en la mochila cuando salía de la universidad. Intentaba recorrer los treinta y dos kilómetros de pasadizos, galerías comerciales, cines y hoteles. Había que leer con atención los carteles indicativos para no perderse dentro de ese meandro que es la ville souterraine, que pasó a ser mi madriguera durante mis primeros meses de un frío inhumano. Todas mis acciones iban encaminadas a sobrevivir al invierno. Había tormentas de nieve que duraban el día entero y ver el termómetro a cero grados era una especie de alegría que no se produjo durante más de tres meses.

Lo que menos hice durante mi estancia como médico investigador en el programa de posgrado fue pensar en Madrid y en las terrazas soleadas de cualquier bar durante el invierno. La intensa actividad de McGill tampoco me ofrecía espacio para aburrirme demasiado. El simposio al que asistí duró tres días de coloquios y mesas redondas celebradas en las salas del hotel Delta CentreVille, de la rue University, en el Barrio Internacional. Se congregaban psiquiatras norteamericanos y canadienses y lo organizaba el Instituto Philippe-Pinel y la Facultad de Medicina de la Universidad de Montreal. Creí buena idea asomarse a otras instituciones académicas distintas a McGill y me lancé a la aventura.

El último día de simposio, tras el acto de cierre y de pelearme conmigo por superar la timidez inicial, me decidí a subir al cóctel de clausura que se ofrecía en el restaurante giratorio del hotel, en la planta 34, con elegantes suelos de granito y plantas artificiales colgando de paredes de espejos, simulando un jardín tropical. Estaba muerta de hambre. Pensaba en los canapés. Me animaba la idea de una copa de vino y entré decidida con la mochila al hombro y mis carpetas, apuntes y libros. A la entrada, según me tomaba la credencial una azafata, me topé con grandes carteles sobre trípodes anunciando los nombres de los brillantes intervinientes en el programa, junto a sus fotografías, alrededor del anagrama de un famoso laboratorio farmacéutico.

Una vez dentro, una marea de gente en pequeños círculos charlaba entre los camareros que intentaban hacerse un hueco con deseables bandejas en la mano. De espaldas a las cristaleras, una cantante susurraba armoniosas canciones, apoyada con melancolía en la cola de un piano, así que me acerqué tímidamente al bufet y me puse en un platito unos canapés hasta toparme con un camarero y una copa de champán. Con el botín me acomodé en la esquina de un sofá, en un lugar discreto, junto a los ventanales, alejada del barullo, de las risas y las conversaciones, mientras la plataforma del restaurante giraba recorriendo el cielo de Montreal trescientos sesenta grados. La ciudad cambiaba de perfil imperceptiblemente.

Contemplando el paisaje urbano intentaba trazar en mi cabeza el mapa de la ciudad cuando advertí que una pareja se sentaba en el sofá de enfrente, ambos mayores y elegantes. Por su complicidad y la conversación que mantenían me dio la sensación de que eran algo más que colegas. La fotografía de él la había visto sobre los trípodes de entrada. Intentaba recordar su nombre, pero llegué tarde a la mesa redonda en la que él participaba esa misma tarde y solo le vi bajar del estrado cuando yo tomaba asiento para tomar notas de la siguiente intervención. Me di cuenta de que el hombre me observaba con discreción mientras conversaba con su acompañante. Se echaba el pelo canoso hacia atrás de una forma atractiva. Ambos superaban la cincuentena.

Tuve la impresión de que se conocían bastante bien. De ella me fijé en el broche de oro con forma de flor de lis que irradiaba un brillo luminoso sobre la solapa de un impecable traje de chaqueta blanco. Apenas movía el rostro al hablar y sus gestos eran lentos y armoniosos. Me pareció sofisticada, e interesantes sus zapatos altos y escotados cuando cruzaba las piernas. Sus labios rojos llamaban la atención en violento contraste con el color de su pelo. Un platino brillante, peinado hacia un lado y corto por la nuca. Había en el cuerpo de esa mujer extraña un añejo erotismo capaz de suscitar la pasión de un determinado tipo de hombre. No tenía aspecto de médico, sino de cantante o actriz de café concierto. Aunque por lo que me llegaba de su conversación, podría estar relacionada con la actividad sanitaria. Quizá tuviera un cargo en un laboratorio o en la universidad y, desde luego, se los veía a los dos bastante unidos y cómplices de una charla sugerente. Era posible que fuesen amantes.

Respecto a él y a su camisa azul oscura, con el cuello y los puños de color marfil y gemelos de oro, parecía ir En busca del tiempo perdido. Se había quitado la chaqueta y la corbata, y desabrochado el botón del cuello de la camisa. Llamaba la atención su bronceado tropical y estaba segura de que era el tipo de hombre capaz de evitar que una mujer lo esperase en casa para cenar.

En definitiva, lo que observé en aquel momento es que él tenía ganas de ligar conmigo y ella de tomarse otra copa. De pronto, la mujer se levantó y se dirigió a saludar al organizador del simposio que venía hacia nosotros —más bien hacia ellos—, le interceptó el paso, le tomó por el codo con absoluta familiaridad y se dieron la vuelta caminando juntos hacia la mesa de las bebidas, hablando de algo que parecía importante.

Me vi sola con el desconocido y abrí la cremallera de la mochila de nailon con el anagrama de McGill. Inspeccioné el folleto del simposio para averiguar su nombre y el título de su intervención. Presentía que me iba a dar conversación; debía estar preparada y no dejarme sorprender por lo inevitable.

Alexander Cohen, PhD en Neuropsiquiatría

Médico investigador en el Instituto Philippe-Pinel de Montreal

Ponencia:

«Regulación emocional a través del uso de la realidad virtual

en pacientes con esquizofrenia: un ensayo clínico a través de la

terapia de alucinaciones auditivas resistentes a la terapia habitual».

Alcé la vista y lo vi encogerse de hombros como resignado a ser abandonado por su atractiva compañera. Se levantó, dio dos pasos al frente y me dijo su nombre. Me presenté, le hice un lugar en mi sofá y se sentó a mi lado con una sonrisa amansada como si me conociera de toda la vida.

—A juzgar por su edad y por la mochila que lleva es usted médico psiquiatra y estudia en McGill, ¿me equivoco? ¿Un posgrado?

—Así es.

—McGill, McGill, qué recuerdos… —evocó—. Hice allí la carrera y la especialidad. Adoro ese campus, sus viejas mansiones reconvertidas en facultades. Soberbia elección. Si tuviese una máquina del tiempo me sentaría de nuevo en sus bancos. ¿De qué es el posgrado?

Ignoro la respuesta completa que le di, como si mi memoria deseara olvidar lo inolvidable para pronunciar las palabras: «psiquiatría transcultural», «neurociencia», «genética del comportamiento» y otras cuantas que debieron de sonar ostentosas y muy académicas. Todavía estaba situándome en un país con el que había soñado en mis prácticas universitarias como el lugar del mundo donde la educación era capaz de conseguir cualquier logro humano. Y ese hombre que tenía delante, por lo que había leído en el folleto, representaba la encarnación de todos ellos.

Por lo que le respondí, él se sintió desconcertado.

—Interesante… Llevo pensando desde que me ha dado su nombre de qué lugar del mundo es usted. Algo me dice que no es francófona.

Le contesté que era española y digna sucesora de todos los triunfos y derrotas de mis congéneres a lo largo de dos milenios.

—España… —afirmó.

—Lugar encantador —dije.

—De gente encantadora.

—Bueno, no todos.

Añadí tontamente que mi abuela paterna era francesa, como si con ello quisiera ofrecer una explicación de mi buen francés. Odié escucharme a continuación que había estudiado en el Liceo Francés de Madrid, y que, bueno… aquí estaba, en el Nuevo Mundo para volver al Viejo Mundo con más experiencia.

—¿De qué lugar de Francia es su abuela?

—De Monségur. Un pueblo que recuerdo con cariño.

Otra vez volvía a hablar de mi vida con un desconocido. Los nervios me traicionaban en una secuencia que me parecía interminable.

—Un buen lugar, Aquitania —dijo, como si él conociera la redondez de la Tierra.

—¿Ha estado allí? —pregunté.

—Solo de paso.

—¿Conoce Madrid?

Y sin que terminara de negarlo, le aseguré:

—Lo conocerá, créame.

Al decir aquello, sin haberlo procesado con mi lógica habitual, tuve una premonición. Y yo no soy de presentimientos ni de experiencias místicas, pero supe en ese instante que me iba a casar con ese perfecto desconocido. Regresaba su compañera. Tomó asiento en un puf de terciopelo que acercó con el pie hasta situarlo junto a nosotros. Él hizo un gesto de levantarse, pero ella lo paró con la palma abierta de la mano.

—Tiene usted un aire un poco desdichado, ma chérie —dijo ella, dirigiéndose a mí, nada más poner sus posaderas en el puf.

Me encogí de hombros y su amigo nos presentó a ambas con una enigmática sonrisa. Le explicó de qué parte del planeta Tierra era yo y lo que hacía en Montreal.

—La doctora del Valle, además de española, tiene sangre francesa —añadió.

Magnifique! Gran combinación. Entonces nos llevaremos aún mejor —dijo Fanny Lévesque con un exagerado acento quebequés—. Por mis venas corren ríos de sangre azul, emanada directamente de las guillotinas de París.

—Lamento defraudarla —contesté—. Pero no tengo ni un linfocito de sangre francesa, que yo sepa. Mi abuela nació en Monségur, pero sus padres eran de Úbeda.

—No importa, ma chérie, mejor así. —Esa mujer tenía respuestas adecuadas para todo—. Entonces tendremos más cosas que contarnos. No he oído hablar de Úbeda. ¿En qué lugar de la piel de togo? —Lo de «piel de toro» lo dijo en un español horrible.

Le hice un breve apunte de Andalucía y del orgullo que suponía que esa ciudad fuese Patrimonio Cultural de la Humanidad.

—¡Oh!, lo apuntaré en mi cuadernillo de viajes —dijo, haciendo un gesto con sus dedos blancos y finos como si lo anotase virtualmente para tirarlo a continuación a la basura.

Esa mujer no dejaba de pasarme revista, desde mis zapatos planos a mi cabello cortado por mí misma. Tomé conciencia de poseer un aspecto del que nunca me había preocupado en aras de la comodidad. Ella apenas intervenía en la conversación que acaparaba Alexander Cohen, y me observaba con atención, como si no entendiera en absoluto por qué su amigo se había fijado en mí. Él hablaba sobre temas superficiales, sin entrar en conversaciones académicas y, sobre todo, conferenciaba sobre la antigua fortaleza de McGill y sus años en el Hospital Royal Victoria.

Mencionaron ciertos nombres de catedráticos y profesores de los que no había oído hablar en mi vida. Y tras preguntarme por mi supervisor, dijeron conocer muy bien al doctor Des Rosiergs. Supe entonces que Fanny era enfermera, pero no una enfermera cualquiera. Y se jactó de que con solo levantar el auricular del teléfono, el profesor Des Rosiergs me calificaría con matrícula cum laude sin que él moviera un solo cabello de su añejo peluquín. Sonrió maliciosamente. Entonces se puso de pie y me pidió un cigarro. Le dije que no fumaba e hizo un gesto de aprobación. Se subió la manga de la chaqueta para mirar la hora en su Cartier de oro y comentó:

—Ray estará esperándome en la puerta. He de irme.

—Su marido, el doctor Raymond Lewinsky —me aclaró él.

—Entonces, hasta mañana —le dijo ella a su acompañante. Y a mí—: Un placer conocerte. Au revoir, ma chérie, y sonríe un poco más.

La vi de espaldas despidiéndose con la mano mientras se dirigía al guardarropa a por su abrigo, tan alta y altiva como si aplastase con sus finos tacones hormigas indeseables entre los pliegues de la moqueta.

—Ella es así. Maravillosa, pero algo difícil —me aclaró él, resignado—. Es la esposa del hombre que más me ha ayudado en la vida.

Me sentía animada ante la perspectiva de perder de vista a esa mujer y de que, por supuesto, no fuera la suya. Él añadió sonriente que nosotros debíamos hacer lo mismo. Y me invitó a cenar cangrejo de tierno caparazón en el restaurante que mejor lo prepara de la ciudad.

—Acaban de llegar los primeros de la temporada —dijo, sintiéndose feliz y entusiasmado bajo una costra rugosa de serenidad y complacencia.

Yo no había probado ese tipo de cangrejo y él me lanzó una acartonada sonrisa de hombre maduro dispuesto a enseñarte los secretos salvajes de la ciudad. Recogió su chaqueta del respaldo del sofá y salimos juntos del restaurante del hotel Delta, que recorría el cielo de Montreal en una noche blanquecina, a cinco grados bajo cero, sobre un mundo que de pronto cobraba un nuevo sentido, e intuía lo que podía significar.

3. Ángeles de la guarda

3

Ángeles de la guarda

Quizá debí hablarle a Fanny en algún momento de monsieur Lambert.

Una pista, una inquietud, una señal que me permitiese abrir esa cuestión preocupante. Raymond, el marido de Fanny, desaprobaría sin duda la historia de ese anuncio. Era probable que colocase en cuarentena mi profesionalidad como terapeuta. Nunca le había hablado de este paciente. Y él seguía siendo mi supervisor, aunque hiciese más de un año que no le consultara un caso. Pero yo sabía perfectamente que debía confiar a Raymond cualquier proceso que me preocupara. Ese era el pacto entre dos colegas y además amigos. Tan amigos.

En las últimas semanas yo había experimentado hacia la pareja un claro alejamiento. Había algo que me impulsaba al silencio y a la escucha. Me mantenía distanciada de ellos desde la muerte de Alexander, y los preceptivos días de la shivá.[1] Raymond parecía dejarme tranquila y no me presionaba. «Una mujer joven y equilibrada, que acaba de perder a su marido de una forma tan traumática, debe continuar su proceso de duelo en la intimidad.» Así se me había manifestado, colocándose el sombrero para salir de mi casa. Pero Fanny no estaba de acuerdo y me presionaba. Preocupándose por mi salud física y mental desde el mismo instante en que se conoció la trágica noticia. Me trataba de forma condescendiente, como a una mujer desvalida que acaba de perderlo todo, huérfana y abandonada a su destino. Creo que en el fondo sentía compasión por mí. Y estaba segura de que me comparaba con las mujeres que descendieron de los barcos cargados de inmigrantes que llegaron a la isla de Ellis.

En cierto sentido era algo así, porque desde mi llegada a Montreal esa pareja y Alexander Cohen lo habían sido todo en mi solitaria vida de extranjera; o más bien, habían sido lo único: familia, maestros, amigos y consejeros; también generosos benefactores que habían impulsado mis logros profesionales. Los tres eran expertos en todas las artes del éxito, y conocían mejor que nadie cómo triunfar en esta ciudad.

Con el tiempo, los Lewinsky se habían convertido en mis ángeles de la guarda, ¿por qué no decirlo? Hacían tan buena pareja. Compenetrados, adorables, atentos siempre el uno con el otro, y la delicadeza sincera y profunda de quienes comparten el cielo y el infierno. Reconocía que era una unión curiosa, en la que la diferencia de trece años se ahondaba cada vez más. Raymond era un judío de origen húngaro y ella una católica convencida. Fanny no había abandonado su catolicismo, del que presumía como buena descendiente de franceses, incluso tras haber contraído matrimonio —cuarenta y dos años atrás— con uno de los judíos más poderosos de Montreal. Y renovaba sus votos cada semana en la eucaristía dominical, a la que acudía todos los domingos, en la basílica de Notre-Dame, a dos manzanas al norte de su condominio, desde donde probablemente me había telefoneado esa mañana.

Si Jacob Lambert se hubiese presentado en mi consulta un año atrás, sin duda, le habría confesado a Raymond la incertidumbre que mi nuevo paciente había generado en mí. Siempre le había confiado hasta el más íntimo de mis secretos. Era el mejor neuropsiquiatra del país, mi orientador, mi confidente, mi amigo. Casi no atendía a ningún paciente, únicamente casos que despertaban en su ánimo el interés perdido.

A sus ochenta años el viejo Lewinsky poseía la vitalidad de un hombre siempre a punto de descifrar un enigma. Su mirada azul y despierta de niño anciano era capaz de desnudar al mismísimo ángel caído, sin ninguna piedad. Era el mejor neuropsiquiatra y terapeuta conductual que había conocido, y sus tentáculos también abrazaban la psicología, hasta asfixiarla. Y aunque Raymond discrepase profundamente de esta y del psicoanálisis, y su filosofía de la vida se compenetrara a la perfección con los mensajes químicos y eléctricos de las neuronas como la sucesión de los días y las noches, su forma de escarbar en el inconsciente nunca dejó de asombrarme. A pesar de que él no quisiera reconocerlo, su pensamiento era más freudiano que el del mismísimo Freud, al que llamaba el Gran Houdini de la mente, creador de una pseudociencia que había conquistado el alma perdida del hombre moderno.

Nada ortodoxo y siempre con una experta y atenta disertación, su mordaz inteligencia asustaba. Excelente orador y hombre hiperactivo. Su mente privilegiada era capaz de acordarse de cualquier detalle de su vida como si lo estuviese viendo en una bola de cristal. Recordaba todo lo que leía con una precisión asombrosa. Su conocimiento textual de cualquier materia psiquiátrica y su trayectoria profesional eran reconocidos en toda Norteamérica. Y por supuesto, también, su estrafalaria tarifa para vaciar los bolsillos de sus afortunados pacientes. Aunque ya casi retirado, solo aceptaba, como solía decir, «aquellos casos que me caen simpáticos y me dejan desayunar tranquilo».

Entonces, a Raymond y a mi marido creí deberles cada uno de mis logros, mi carrera profesional, el éxito, una nueva vida; hasta el aire que respiraba sentía que le pertenecía a ese anciano que casi no podía tenerse en pie. Toda yo había sido remodelada desde que llegué a esta ciudad. Entre los tres habían conseguido hacer de una psiquiatra sin rumbo una doctora de éxito con una consulta en el mejor barrio de Montreal, sin un hueco libre. De la mejor sociedad norteamericana que se ve en la televisión y uno piensa que es pura ficción para amansar el pensamiento crítico. Pero no era ficción una vida a la que yo no dudé ni por un segundo en tomar como mía. Una vida que comenzó a fisurarse el 20 de septiembre del año 2001 como se rasga la superficie de un lago cuando el hielo es vencido por el peso de los cuerpos.

Siempre presentí que los Lewinsky se hallaban en mi vida por algún motivo. Y creí que ese motivo había sido, desde el día en que los conocí, la muerte de Alexander Cohen. Como si el destino hubiera sabido que ese jueves me arrebataría para siempre a mi marido y hubiese colocado los dos ancianos a mi lado eternamente para no dejarme olvidar nunca quién era la nueva Laura Cohen y el hombre con el que se había casado.

«Pero ¿quién soy yo? —me preguntaba—. ¿Una ilusión? Quizá un espejismo que está desvaneciéndose en mi interior. ¿O solo una viuda muerta de miedo, una psiquiatra alarmada por las revelaciones de un paciente que se le ha largado? Sin más.»

Tiré el móvil al suelo hasta ver cómo se abría en pedazos y saltaba la batería por el aire. Porque en mi cabeza comenzó a sonar la odiosa canción de The Cars que tanto me recordaba a él. Porque era todo él, carne de mil abrazos en la oscuridad de la pista de una discoteca, ocho años atrás, en un tugurio del barrio latino, que llegaba como una ametralladora a mis oídos.

Me tiré en la cama y maldije mi suerte, con la letra de esa canción en la memoria royendo las paredes de mi cerebro, diciéndome: «¿Quién te dirá que las cosas no son tan malas? No puedes seguir pensando que todo va mal. ¿Quién te recogerá cuando caigas? Sabes que no puedes seguir pensando que todo va mal».

Desde que salí de Madrid, en enero de 1991, la suerte me había sonreído. Pero, tumbada en mi confortable la cama, vencida por la incertidumbre, el caso Lambert había llamado a mi puerta como una inyección de adrenalina en el centro del corazón. Y ese hombre había hurgado y retorcido con un destornillador los recuerdos que me perseguían como yo ahora lo perseguía a él.

4. Inesperado paciente

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Inesperado paciente

Conocí a Jacob Lambert el 1 de octubre del año 2001. Era lunes. Marie le abrió la puerta y mantuvieron una corta conversación, de la cual ignoro su contenido. Le hizo pasar a la sala de espera: una sencilla habitación con sillones y una mesita, a la izquierda del vestíbulo. Nosotras no dejábamos entrar a ningún desconocido, ni a mis pacientes si no estaban citados. Yo había suspendido mi actividad profesional tras el accidente de mi marido. Trataba de normalizar mi vida. Esa tarde me encontraba tranquila y dispuesta y estudiaba algunos expedientes. El abogado de Raymond se encargaba de todos los aspectos legales de la muerte de Alexander con su siempre solícita actitud de colaboración y apoyo en todos mis asuntos.

En mi despacho reflexionaba con la serenidad que me había faltado hasta entonces, y pensaba en el mejor momento para continuar con las sesiones, si todavía disfrutaba de la confianza de mis pacientes. Marie había telefoneado a cada uno de ellos para suspender las citas, cuando pasó lo que pasó, hasta nuevo aviso, por motivos personales. Todos los periódicos y las televisiones relataron el suceso del accidente y fuimos recibiendo pésames, día tras día. Marie los había apuntado todos en una hoja que estaba sobre mi mesa, como un recordatorio del interés que la muerte de mi marido había suscitado en Montreal.

Leía las condolencias y repasaba los nombres: Peggy Prissant, Tomas Pynock, Jean Claude Pagé, Moses Bellow, Marie Revai, Leonard Levy, Françoise Feraud… Una larga lista de personas preocupadas por mí y por el futuro de nuestra relación paciente-terapeuta escrita con la letra pulcra y redonda de Marie.

—Hay un hombre que necesita de usted —susurró, entornando la puerta, con su bata blanca sobre la ropa, toda misteriosa, como si la persona que esperaba la pudiese oír—. Parece inofensivo y muy desesperado. Madame, no le vendría mal hablar con alguien y distraerse.

—¿Quién es?

—Ninguno de sus pacientes. Dice llevar poco tiempo en la ciudad. Tiene una cara muy

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