La senda del drago

José Luis Sampedro

Fragmento

cap-2

 

Se desmorona la noche. Empieza la tiniebla a diluirse. Asoman promesas de luz. En esos instantes, aún anteriores al día, el espacio no envuelve ni rumbos ni paisajes, dejando así adivinables los adentros del mundo, el reverso de lo cotidiano, la realidad más honda. Como vagos jirones de niebla flotan invisibles revelaciones. Todas para mí, pues sólo yo estoy aquí, viviéndome en este mundo en suspenso. La hora indecisa, la agonía de la noche en la espera del día, barre como hojas secas todos los ruidos urbanos. Me envuelve el susurro del viento, el empuje de la pleamar, las radiaciones acribillando el aire, la música de las esferas.

Respiro hondo un húmedo frescor vigorizante. Me penetra; mi cuerpo lo recibe entregándose. He dejado en la hondura del navío, en la cuarta cubierta donde vivo y trabajo, una luz de neón a todas horas, y emerjo aquí como el náufrago que recobra la vida a bocanadas. Renazco cada día, subiendo al alba, para vivir este intervalo augural, entre dos tiempos, el ayer y el hoy. En esa divisoria vislumbro mejor lo esencial, siempre escondido bajo lo urgente. Recibo a la luz naciente, que llega lenta, imponiéndose al fin en las alturas, irisando las movedizas nubes. Ya no me extraña ver, sobre mi cabeza, cordajes colgantes de un truncado mástil cruzado por una verga rota: ya me han dado la explicación de este viejo residuo, de impensable coexistencia con la rítmica trepidación de la poderosa maquinaria en marcha bajo las planchas metálicas que piso.

Lo que abajo me corroe, y a ratos me atosiga, se hace aquí insignificante, entre la infinidad celeste y el abismo marino. Entre esos dos polos y en la cesura del tiempo soy serenidad expectante. Algo cunde en las noches: no sé qué, no sé dónde, pero se deja sentir. Por primera vez, desde que la muerte de mi patrón me arrojó a la orfandad, me atrevo a reconocer mi soledad gracias a esta salvación.

El aire húmedo acaricia mi frente con ráfagas salobres, pues navegamos proa al viento. Navegamos, sí, pues conmigo viajan millones de personas. Avanzamos por el océano de la Historia a bordo de esta gigantesca embarcación, mayor aún que un continente. Todo un estilo de vida con su conjunto de tradiciones, su profusión de costumbres y su laberinto de objetivos, deseos, perspectivas… Un hormiguero humano, en fin, flotando tiempo adelante en este navío. El OCCIDENTE: ése es su nombre. Legible en la popa, en grandes letras de oro, algo deterioradas.

Viajando ¿hacia dónde? ¿Cuál es nuestro destino?

Se lo pregunté más de una vez al doctor Ropraz, en su estudio ginebrino de Les Brindilles o en nuestros paseos hacia el lago, en aquellas charlas que me dedicaba en su cariñoso empeño de instruirme. Pero era uno de los pocos temas en que no lograba darme más que azarosas conjeturas. Desde que él me falta ya no intento contestarme. He perdido interés en casi todo y, además, mi edad madura ya sólo me deja un horizonte reducido. Por eso me dejo llevar por la nave, sin más cuidado serio que el de mantenerme en pie con mi digna humildad. Por eso estos amaneceres, antes de acudir a mi trabajo en la Organización, son inyecciones de serenidad, de radiaciones benéficas.

Llego ya al principio de la curva del casco que conduce al que llaman el «mirador de popa». Allí me entretengo un rato. Mirando abajo me atrae la blancura fosforescente de la estela del navío, sobre la que al alba empiezan a revolotear aves marinas, a la caza de desperdicios arrojados desde el buque.

Más allá es la inmensidad azul —o verde, o plomo, según las horas y el celaje—, y en la lejanía el horizonte curvo y en lo alto las nubes. Pero no es una vastedad vacía, sino surcada también por otros buques, grandes o pequeños, pues la Humanidad no se reduce al navío OCCIDENTE, aunque sus pasajeros parezcan tenérselo creído. En contra de esa presunción vuelvo a contemplar, con mis propios ojos, la variedad y el interés de la flotilla que acompaña al OCCIDENTE Historia adelante. Veo a varias distancias de nosotros algunos grandes barcos, también de nuestro porte, y entre ellos otros de menor tonelaje e incluso una red de embarcaciones menores que se mueven de unos a otros y conectan también con el nuestro. Todo un movible laberinto flotante nos acompaña, trenzando el tapiz de la Humanidad en marcha.

Me distrae de mi contemplación la llegada de una de las frecuentes rondas nocturnas de vigilancia, cuyas sospechas sobre mí logro desvanecer con mi carnet de funcionario. Ya no me asombro tanto de esa obsesión por la seguridad, reflejo del miedo permanente, impropio de este navío tan poderosamente armado, así es que sigo adelante. Pero al acercarme a mi banco preferido, situado en el centro del mirador, y habitualmente vacío a estas horas, me encuentro con un viajero allí sentado. Al pronto sólo veo a alguien con un sombrero encasquetado y envuelto en un buen abrigo. Demasiado, me parece, pues no hace tanto frío: Yo ya no soy joven y voy a cuerpo.

El banco ofrece asiento para los dos, pero no me atrevo, suponiendo que, a aquella hora, el desconocido desea la misma soledad que yo. Decepcionado, finjo otro interés y, dándole la espalda, me apoyo en la borda. De pronto oigo al hombre interpelarme desde el banco. Su voz, algo cascada, pero agradable y viva, me pregunta en un inglés bien aprendido si deseo sentarme.

Le doy las gracias y me instalo en el banco. Me ha parecido reconocer el acento en su habla, y a él le ha ocurrido lo mismo conmigo porque me pregunta en nuestra lengua:

—¿Eres español?

Acepto con naturalidad el tuteo, ostensible al pasar al castellano. Lo reclaman casi su abrigo y su sombrero, ahora de visible calidad, frente a mi ligero atuendo. Su leve acento andaluz, junto a su señorial distinción, me hacen sentirme aprendiz de torerillo sorprendido en plena noche por el amo del cortijo adonde ha acudido a capear alguna res. Pero resulta un amo tan benévolo, tan satisfecho de haber tropezado con un paisano, que me conquista sin reservas.

Empezamos a hablar cuando aparecen guardias de la misma ronda que antes me había interrogado, pero no pierden con nosotros mucho tiempo. Les basta con escuchar el nombre de mi acompañante para que nos dejen en paz. A mí también me sorprende el nombre oído, evocando recuerdos de mi infancia:

—¿No será usted de los Osunas famosos?

—¿Los de tantos negocios, quieres decir? Bueno, soy Manuel Ruiz de Osuna, pero los famosos son mis hermanos. Yo soy el más pequeño y, además… Bueno, algo diferente. Hay quienes me creen un poco chiflado, como son algunos de Vejer. Los vientos de allí, según dicen… Pero tanto como famosos…

—¡Digo! ¡Pues no he oído hablar poco de ustedes desde que yo era chaval! Me acuerdo de las aleluyas: «Galletas como las Osuna, no hay ninguna» y «De Osuna hasta en la luna, valen una fortuna». ¡Cuando mi madre me daba una yo me relamía!

—Hoy la publicidad se ha transformado mucho. —Ríe el hombre—. Y tú, ¿cómo te llamas?

—Martín Vega. Para usted, Martinillo.

—¡Hombre, gracias! Pero ¿por qué para mí?

—Porque me conoce de antiguo. ¿Es que por casualidad no iba usted a veces con su señora a pasar unos días al cortijo El Campanar? De eso hará unos cuarenta años.

—¡Pues sí que iba! Pero no por casualidad, sino porque mi

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos