Lapvona

Ottessa Moshfegh

Fragmento

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Los bandoleros volvieron por Pascua. Esta vez asesinaron a dos hombres, tres mujeres y dos niños pequeños. Le robaron algunas herramientas de la fundición al herrero, pero ni oro ni plata, porque no había. Uno de los bandoleros resultó herido por la madre de los niños asesinados, que, blandiendo un hacha, le destrozó el pie izquierdo. Entonces los vecinos lo prendieron y lo llevaron a rastras hasta la plaza del pueblo, donde lo apalearon y lo pusieron en la picota. Los aldeanos le tiraron barro y excrementos de animales hasta el anochecer. Grigor, el abuelo de los niños muertos, estaba demasiado desconsolado para dormir, así que se levantó en mitad de la noche, fue a la plaza, le cortó una oreja al bandolero con una podadera y la arrojó junto a un limonero cargado de flores.

—¡Para que se la coman los pájaros! —le gritó entre sollozos al hombre ensangrentado mientras se escabullía.

Nadie podría decir qué actos específicos de horror había cometido aquel bandolero de la picota. El resto de los bandoleros se había escapado, llevándose con ellos seis gansos, cuatro cabras, seis piezas de queso y un tonel de miel, además de las herramientas del herrero.

No robaron ninguna oveja, ya que su pastor, Jude, vivía en una pradera a varios kilómetros del centro de la aldea y aquella noche tenía a los corderos en el redil, durmiendo profundamente como de costumbre. La pradera estaba al pie de una colina, en lo alto de la cual se asentaba la gran casa solariega en la que residía Villiam, el señor y gobernador de Lapvona. Los guardias estaban en sus puestos para defenderlo si algún individuo amenazante llegaba alguna vez a subir la colina. Entre los gritos que resonaban desde la aldea, a Jude le pareció oír aquella noche, desde donde yacía despierto junto al fuego, cómo se tensaban las cuerdas de tripa de los arcos de los guardias. Jude y su hijo, Marek, no vivían en la pradera bajo la casa solariega por casualidad. Villiam y Jude compartían parentesco de sangre, su bisabuelo. Jude consideraba a Villiam su primo, aunque los dos hombres no se hubiesen conocido nunca.

El lunes, Marek, de trece años, fue a pie hasta la aldea para ayudar a los hombres a cavar una zanja en la que enterrar a los muertos. Quería ser útil, pero se acobardó cuando dispusieron los cuerpos sobre la hierba espesa del cementerio y los hombres agarraron las palas. Las cabezas de los muertos estaban cubiertas solo por unas telas finas. Marek se imaginó que las caras seguían vivas. Veía las pestañas raspando el tejido cuando soplaba la suave brisa. Veía los contornos de los labios y pensaba que se estaban moviendo, que le hablaban, que le advertían que huyera. Los cuerpos de los niños parecían muñecos de madera, tiesos y adorables. Marek se santiguó y se retiró de nuevo hasta el camino. Los hombres de la aldea cavaron la zanja fácilmente sin él, de todas maneras. A nadie le importó que Marek hubiese venido y se hubiese ido. Era como un perro extraviado que deambulaba por la aldea de tanto en tanto, y todo el mundo sabía que era un bastardo.

Marek era un niño pequeño y había crecido contrahecho, con la columna torcida por la mitad, de forma que el lado derecho de la caja torácica le sobresalía del tronco, lo que hacía que la única manera de que pudiera poner el brazo en una postura cómoda era posándoselo, medio doblado, sobre la barriga. El brazo izquierdo le colgaba suelto de la articulación. Tenía las piernas arqueadas. La cabeza también era deforme, aunque llevaba ocultos debajo de un gorro de lana andrajoso el cráneo y el pelo de color rojo vivo, que no se había peinado o cortado nunca, ni una sola vez. Su padre —que tenía una cabellera castaña, larga, sin cortar— le reprendía diciendo que la vanidad era un pecado capital. No había espejos en su humilde casa de la pradera, y tampoco es que tuviesen ganancias como para poder permitirse uno. Jude era el soltero de más edad en Lapvona. Otros hombres tomaban como esposas a sus primas jóvenes si les hacía falta una —las mujeres solían morir en el parto— o intercambiaban unas cuantas ovejas o cerdos en una aldea del norte por una chica alta para casarse con ella.

Jude no había soportado nunca ver su reflejo, ni siquiera en el arroyo claro y helado que recorría el valle o en el lago donde iba a bañarse unas cuantas veces al año. También creía que Marek no debía verse a sí mismo. Se alegraba de tener un hijo y no una hija, cuya falta de belleza habría sido mucho más injuriosa. Marek era feo. Y frágil. No se parecía en nada a Jude, cuyos huesos y músculos eran como acantilados pulidos golpeados por el océano, suaves y luminosos, a pesar de que tuviera la piel mugrienta y cubierta de mierda de cordero la mayor parte del tiempo. Jude no dejaba traslucir nunca que la cara de Marek era de una desproporción indecorosa; el chiquillo tenía la frente alta y venosa, la nariz bulbosa y sesgada, las mejillas planas y pálidas, los labios finos, la barbilla como un cabo que daba paso a un cuello arrugado y suave, como si tuviera una cortina de piel sobre la garganta, fláccida en la nuez. «La belleza es la sombra del demonio», decía Jude.

 

 

De camino a su casa desde el cementerio, Marek pasó por la picota, en la que el bandolero herido gemía y lloraba en una lengua que nadie conocía. Marek se paró a hacer una plegaria por su alma.

—Dios, perdónalo —dijo en voz alta, aunque el bandolero siguió llorando.

Marek se acercó más. No había nadie por allí. Quizá el hedor a excrementos bajo el sol cálido de la primavera había alejado a la gente. O quizá estaban todos ocupados, encargándose del entierro de los muertos. Marek miró al bandolero a los ojos. Eran verdes, como los suyos. Pero eran ojos crueles, pensó. Si se acercaba más, pensó, vería en ellos al demonio. Cuando se aproximó, el bandolero volvió a gritar, como si fuese Marek, de entre todas las personas, quien pudiese salvarlo. Incluso aunque el chico fuera lo bastante fuerte como para levantar los cepos y ayudar al bandolero a escapar hacia el interior del bosque, no lo haría. Dios estaba observándolo.

—Que Dios te perdone —le dijo Marek al bandolero.

Se acercó todavía más, luego se dignó a posar la mano en el brazo del bandolero. Marek notó que tenía el pie roto, cojo; le sobresalía un hueso a través de la carne, la piel estaba arrugada y amarilla. La respiración era rápida y áspera. Las moscas pululaban, haciendo caso omiso de los sinsentidos que el bandolero repetía a gritos. Marek cerró los ojos y rezó hasta que el bandolero dejó de lamentarse. Los abrió a tiempo para que le escupiese en la cara. No se inmutó, ya que así habría demostrado su repugnancia, y Dios lo juzgaría. En vez de eso, se agachó y le besó la cabeza al bandolero, luego se lamió los labios para saborear la sal del sudor del hombre y los aceites rancios cuajados de su pelo rojizo. El

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