Cuando fuimos inmortales

Gabriela Llanos

Fragmento

inmortales-3

1

Un hombre en una silla de ruedas

Because maybe

You’re gonna be the one that saves me

And after all

You’re my wonderwall

 

OASIS, «Wonderwall», 1995

El hombre en la silla de ruedas la recibió de espaldas, mirando por una ventana gigantesca que daba al jardín. Su imagen producía inquietud; acojonaba, más bien. Su silueta a contraluz desprendía un aura indefinible, un extraño halo entre sagrado y maldito. Lola lo observaba desde el umbral de la puerta sin atreverse a dar el primer paso. La chaqueta negra le quedaba enorme, parecía el torso de un niño con ropa heredada, un triste saco de huesos sobre una modernísima máquina llena de botoncitos. Lo que más le impactaba era su cabeza: una melena blanca y cardada con pretensión roquera y resultado chapuza, un look que le recordó a las abuelas de su barrio cuando entraban en la floristería postureando tras haber conseguido, litros de laca mediante, la santa asunción de sus cuatro cabellos al cielo.

El hombre presionó un botón del mando de su apoyabrazos. A ella el sonido le resultó familiar, parecido al de los insoportables trenes eléctricos que atontaban en la infancia a sus hermanos pequeños. La silla de ruedas giró ciento ochenta grados, como la del jurado en ascuas de ese concurso de televisión con audiciones a ciegas, y estuvieron frente a frente por primera vez, separados por un escritorio de madera de unas dimensiones que no favorecían a ninguno de los dos. Le molestó no poder mirarlo a los ojos —¿por qué llevaría gafas oscuras?— y tener que conformarse con el repaso de su cuello de gallina, sus pómulos salidos, el hoyuelo del mentón reducido a una línea recta sobre la piel transparente de un cadáver.

—No te pareces a mí.

Aquel hombre proyectó su voz grave, áspera y nasal, hacia cada esquina de esa biblioteca con techos inalcanzables. Lola entendió que así oficializaba el tono con el que transcurriría el encuentro, su primer encuentro, entre padre e hija: sin emociones, sin promesas, sin culpas.

—Tú tampoco te pareces a ti —respondió ella, y se dejó caer en un pretencioso sillón que había supuesto más mullido.

Se estaba precipitando. Lola enterraba demasiado pronto su débil intención de guardar las formas para adelantar un montón de casillas en el farragoso terreno de ir de frente. ¡Qué narices!, se dijo para infundirse ánimos, ¿por qué tendría que andarse por las ramas? Ella no tenía la culpa de que así, de repente —¡hala, bonita!, primer premio de lotería envenenado—, la identidad de su padre biológico le hubiera aterrizado en la cabeza. Sin haberla buscado, le colaron la respuesta a una pregunta que ella nunca se atrevió a formular, y ahora una enorme losa le machacaba a diario sus miserables certezas.

—Llevas razón. —Empezó a jugar con el reposabrazos de su silla de ruedas como si fuera una batería invisible—. La identidad queda congelada en los años en que somos jóvenes.

Lola tuvo que morderse la lengua para no revelarle que se había enganchado a YouTube por su culpa durante el último mes. ¡Por poco se deja los ojos en la pantalla del ordenador! Le hizo gracia recordarse a sí misma stalkeándole a lo bestia, olvidándose de comer, de ducharse, de dormir. Estuvo a nada de que le entrase la risa floja por su patetismo, así que desvió la mirada a la pared contraria al ventanal. ¿Cuántos CD tendría aquel hombre? Fingió concentrarse en la estantería de mil baldas repleta de discos encajados. ¡Qué zumbada había que estar! Chuparse millones de entrevistas y videoclips con su careto de atormentado, siempre con la camiseta de manga corta negra encima de otra larga blanca. Y, por supuesto, sus actuaciones en directo con los pringados del público fastidiando las canciones al dar palmas verbeneras. Se había enganchado especialmente a los programas de cotilleo cuando lo ponían verde por repartir hostias como panes entre los paparazis que lo perseguían en busca de alguna foto en la que le comiera la boca a la modelo de turno. Sin olvidar sus salidas de tono, sus comentarios mordaces evidentemente preparados en las ruedas de prensa ni sus presentaciones de discos en pleno clímax de la cogorza con las zapatillas encima de la mesa. Ella había llegado al colmo de repetir en bucle el saludo de su último concierto en el Vicente Calderón: «¡Hey, Madrid! ¿Te enrollas conmigo esta noche?», y ver una y otra vez cómo la marea humana explotaba en un sincronizado chillido antes de que el vídeo se fundiera a negro y Peter Russ, la estrella del pop de los años noventa en España, se convirtiese en el hombrecillo enjuto de la silla de ruedas que había resultado ser su padre.

—Tú naciste el 28 de agosto de 1997 —el hombre suavizó el tono áspero de su recibimiento—, y acabas de cumplir veintitrés hace quince días.

Lola se revolvió en el asiento, que no podía ser más incómodo, y se acarició el codo tras golpearse y sentir un calambre. Maldijo estar atrapada en ese tieso sillón orejero rosa chicle. Bajó la vista a la alfombra roja, más bien burdeos, que se había tragado la mitad de sus Converse como si fuera arena movediza.

—La exactitud en mi fecha de cumpleaños te suma un minipunto —le vaciló ella nerviosa—. Y, si la cosa va de juventud, supongo que ahora soy mi prototipo premium.

Observó con detenimiento cómo encajaba él su chascarrillo. ¿Lo consideraría muy cool o una auténtica gilipollez?, se preguntó analizando si ese gesto que hizo, como si le picaran los dientes, sería un tímido asomo de sonrisa. «¡Menuda chorrada!», se reprendió, y volvió a cambiar de postura. No iba a darle demasiadas vueltas, no tenía tiempo ni ganas de currarse su mejor versión para impresionar al hombre enjuto e inválido que era su padre. «¡A otra cosa, mariposa!», se animó, y se despegó el flequillo de la frente con un soplido porque, ¡vaya puntería!, el único rayo de sol que entraba por el ventanal le caía directo a los ojos y hacía que el jardín luciese como una penosa fotografía quemada. El sudor empezaba a surcarle la nuca, y esa sensación le daba repelús. Estaba incómoda en esa casa inmensa de Londres, encerrada en una biblioteca de sillones imposibles con respaldos abotonados, cortinas de borlas recogidas en el techo y flores, muchas flores, más que un domingo en una iglesia pija con doblete de bodas.

¡Y pensar que ella misma había crecido en una burbuja de algodón de azúcar! Se habría apostado el cuello a que no existía otro lugar en el planeta que, en cuanto a mantelería fina, cubiertos de plata y adornos con relieves dorados, superase el chalet familiar de Monteclaro. La casa de los Acosta, que también fue la suya, era uno de esos hogares que promocionaban junto al jamón y los turrones en los anuncios de Navidad. «¡Si es que donde hay categoría, hay categoría!», repetía su padre, el otro; bueno, el de siempre, el único que ella había conocido hasta ese momento, el alto, el bronceado, el atlético, ¿el «adoptivo», debería decir de ahora en adelante?

Aunque —era justo reconocerlo— ella lo sabía desde los diez años, la e

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