En la casa de la infancia no hay libros.
Patines hay, bicicletas, cajas de cartón con gusanos de seda, pero no libros.
Cuando le digo esto a mi madre, se enfurece.
Por supuesto había libros, dice.
No sé. En todo caso, no hay una biblioteca de ejemplares ingleses como la que tuvo Borges.
También de otra cosa estoy segura: una mujer difícil y hermosa ocupa el centro y la circunferencia de esa casa. Tiene los ojos grandes, los labios pintados de rojo. Se llama Isabel, pero le dicen Chiche, que significa juguete, pequeño dije, objeto con que se entretienen los niños.
En una escena interminable, la miro maquillarse en el baño.
Un hechizo de ver esa mujer. A las veces, hambre y golosía.
Adentro puro, enigma puro.
Mi fascinación la divierte. De vez en cuando, mira hacia abajo y me ve. Solo de vez en cuando.
Mi madre: la ocupación más ferviente y más dañina de mi vida.
Nunca amaré a nadie como a ella.
Nunca sabré por qué mi vida no es mi vida sino un contrapunto de la suya, por qué nada de lo que hago le alcanza.
Preguntas que no formulo, no entonces.
Solo intento adivinar lo siguiente vivo de las cosas.
Mi madre ante el espejo, igualita a Joan Fontaine.
Será coqueta hasta el final. Nunca le faltará el rouge en los labios, ni siquiera cuando su historia clínica compute veintitrés fracturas, cuando depure su estética de la enfermedad.
Mi madre afirma que había libros en la casa de la infancia.
Quién sabe.
¡Mirá qué suavita estoy!
Hay invitados a cenar y yo me embadurné el cuerpo con tu crema francesa.
Había una vez un antes, se perdió.
¿Alguien olvida una cosa así?
¿O la esconde en el regazo para siempre?
En ese antes hay marcas, gruesas como cicatrices, dispuestas a ser leídas, una y otra vez.
El rayo tiene una sola función: quemar.
Quema ilustrado, feroz.
La palabra tupadre.
La expresión No contestes.
Cuestas del mundo.
Vi vago el adelante de la noche.
Un libro no tiene ni pies ni cabeza, escribió Hélène Cixous.
No hay una puerta de entrada.
Se escribe por todas partes, se entra por mil ventanas.
Un libro es, al principio, algo redondo.
Después se ajusta.
En cierto momento se corta la esfera, se aplana, se la transforma en rectángulo o paralelepípedo.
Se da al planeta forma de tumba.
Se le pone un gabán de madera.
Al libro le basta con esperar la resurrección.
La casa de la infancia no figura en los mapas.
Muy cerca: acequias, terremotos, nieve, un río de piedras que se desborda en verano y se calcina en invierno. Árboles del paraíso y una calle cortada, donde no pasan autos: los chicos andan en bici, juegan a la mancha, al tinenti, al poliladron, las escondidas.
Incluso yo, cuando no estoy haciendo deberes, o escribiendo la palabra “necesidad”, primero con “c”, después con “s”, en mi cuaderno de castigo.
Hay también la cantidad de pájaros felices, posados en las ramas.
Enorme y fría la casa de la infancia: mi madre prende estufas de kerosén que apestan.
(El comedor, dice, es una tumba; cuando me muera, pónganme calefacción en el cajón).
Tenías asma. No respirabas bien, nunca todavía no aliviada.
Una aridez progresiva, un clima de invencible soledad.
Te venían unos rugidos de pronto, te ponías de nervios, yo te miraba, quería comprobarte con qué ojos.
Te preguntaba adentro: ¿Comiste, lobo?
Como si fuera a sublevarme.
Qué esperanza.
Enseguida obedecía. Como antes y después, como la hija modelo y lisiada que era, como la nena más dulce del mundo, obedecía.
No sé hacer otra cosa.
Nunca supe.
Y al final, quedeme no sabiendo.
Con lo huérfano, allí abierto.
La palabra bigudíes. La expresión humor de perros.
Se escribe en soledad.
También, agregó Proust, se llora en soledad, se lee en soledad, se ejerce la voluptuosidad, a salvo de las miradas.
Hasta doblar las sábanas (algo tan nimio como eso), precisó Virginia Woolf, puede echar todo a perder, ahuyentar la escucha silenciosa de la que surge toda escritura.
El oído se afina en el encierro; lo que pedimos al texto también.
Un día empiezan a aburrirnos los libros que entretienen (ya lo advirtió Baudelaire, divertirse aburre) y nos volvemos adictos a la escritura indócil, la que acentúa su rareza, se concentra en la historia de nadie, los problemas de nadie, el significado del mundo y la eternidad.
Quien escribe calla.
Quien lee no rompe el silencio.
El resto es vicio.
Disposición a enfrentar lo que somos; lo que, tal vez, podríamos ser.
Ella escribió:
Querida hija, mi gran ilusión realizada,
mi única posesión enteramente mía.
Mi padre, en cambio, me llevaba al zoológico, me protegía del hombre de la bolsa, organizaba rifas, partidos de fútbol, murgas de carnaval con los chicos del barrio. También lideraba la banda de primos en Rosario cuando, a la medianoche de Fin de Año, asaltábamos la cocina de la abuela Tarsila y salíamos a la calle con ollas y cucharones, en medio de los cohetes, las luces de Bengala, las cañitas voladoras.
Amor que amé.
Cerro de la Gloria.
Su eterno recitado del poema de Garrick, actor de la Inglaterra.
Y, además, me cuenta cuentos antes de dormir.
El Rey Narigón es de una inventiva frondosa. Cuando al hermoso Rey le crece la nariz por culpa de la Bruja Rompevientos y se asoma al balcón (¿como Perón?), los súbditos le tiran tomates, zanahorias, cebollas y nabos, que la Reina junta para hacer el puchero de la noche. En otro episodio, el joven médico, que quiere curarlo para casarse con la princesa, escala el Aconcagua, le arranca la pluma de la cola a un águila, galopa hasta el Paraná, se hunde en el río, le pincha la panza a un cocodrilo que duerme en el agua y consigue que salga de su boca la poción mágica en una botellita de Seven-Up.
También me lleva al hipódromo, donde tiene un caballo, Yugo, y a visitar a Juan Gómez, su cliente más rico, que tiene un Cadillac amarillo y es dueño del primer canal de televisión de la ciudad.
Curioso, a veces también me lleva al cine.
Dice:
Las doce de la noche y todavía por la calle, ¿no te da vergüenza?
Vemos El hombre del brazo de oro y El millonario, donde Marilyn Monroe, su actriz favorita, canta My Heart Belongs to Daddy.
Un libro es una perplejidad de la claridad, anotó Edmond Jabès.
Escribir sería, en tal sentido, enfrentarse a un rostro que no amanece. O, lo que es igual: esforzarse por agotar el decir para llegar más rápido al silencio.
Saber o no saber. Saber y no saber.
Sobre esa paradoja y sus desvíos, se pregunta Juan Gelman:
“¿Se le ve algo al poema? Nada. Tiende una / mano para aferrar / las olitas del tiempo que pasan / por la voz de un jilguero. ¿Qué / agarró? Nada. La / ave se fue a lo no soñado / en un cuarto que gira sin / recordación ni espérames. / Hay muchos nombres en la lluvia. / ¿Qué sabe el poema? Nada”.
De noche, en la cama, escucho a mi madre ir y venir por el pasillo.
Del comedor helado a la puerta de mi habitación, kilómetros.
Al fondo, el jardín: un cuadrado verde con una parra y pensamientos multicolores.
Conocía esos caminares largos, sin detenencia alguna.
La escucho ahogarse, parar un segundo y recomenzar.
Una vez me despierta de madrugada.
Me pone el tapado sobre el pijama y me lleva a buscar a mi padre al club donde juega al póker con sus amigos.
Tendría, qué, seis años.
A los gritos, desencajada, conmigo de la mano, se abre paso entre las mesas, el humo, el vaho a alcohol.
No sé cómo nos dejan entrar.
Uno que está apostando en la mesa de mi padre la frena en seco: Señora, ningún caballero que se precie abandona una mesa de juego.
No veo aquí a ningún caballero, dice mi madre.
Si no hubiera otro episodio en mi infancia, con este alcanzaría.
Están ahí la realidad como huella, la deducción pura, y el supuesto reino de mi omnipotencia.
¿Es la tristeza noticia?
No que no.
Más bien parece música galopando.
Llanura que se llena de un suceder, novedad quieta.
Con ese material escribo.
Matorral del alma.
También con ese material vivo, entreverando, desvalijando mundos.
Pongo en primer plano la intriga, le sumo el ángulo paranoico, le resto el error de entender. El resultado es un cuento gótico, a medio camino entre el cementerio y el monólogo interior.
Una pasión que incluye todos sus desvíos, sus trastornos, su distorsión.
¿De dónde sacás esas cosas?, preguntaría mi madre.
Mirá bien las fotografías, ¿querés?
(Ella siempre se remite a las pruebas).
Hay una nena ahí.
Una nena bien comida, bañada, peinada que es un primor.
Su mamá la cuida, la protege contra las paperas, la varicela, la rubeola, el sarampión.
Le pone un delantal blanco para ir a la escuela.
La ayuda a soplar las velitas.
La nena tiene un vestido de plumetí, con botones de nácar y una cinta de gros rosada, haciendo juego con el moño del pelo.
Madre de mí: nada me convence.
Yo insisto en lo vivido (un suponer); le ajusto su relación con el lenguaje.
La rabia me salva de la vida.
Dormía, por consiguiente, en lo habitual del miedo.
Como si no fuese una niña.
¿Estaba yo en los días? ¿En armarme de un repente?
¿En las anchuras de mi sueño calculaba un posible?
a ciertos besos
a la subida del invierno
mejor no entrar
se ve demasiado
o demasiado poco
¿usted sabe quién soy?
sí una idea una prisión arbolada
un gran lobo negro
¿qué clase de lobo?
mi pequeño sol de aquel lugar
esas nieblas
Eso escribí en Arte y Fuga.
Ninguna sosegación nunca. Ningún avisparse.
La vez de hablar no era llegada.
Comenzaron sobresaltos, me tragué el pavor, del todo siempre atenta a tus desplantes, tus ímpetus voraces.
Mejor dicho: se cerró una niña, se le crispó el rostro de dolor.
Quién sabe qué podía esperarse de un objeto en llamas.
La palabra cuja, la expresión Me vas a sacar canas verdes.
Por mi vida, Madre, tenías hambre, estalladamente tu obsesión sin nombre, las iras que ocultabas.
Y también artimañas: desfigurás los hechos; te sumergís, bufando, en los encierros.
A mí me dejaste sola en lo escriturado de la vida.
Como una autora intransigente frente a su propia infancia amada y desastrosamente rota.
Quien va de caza pierde lo que no halla.
Se vuelve rica de tanta pérdida.
La escritura es un