Club de lectura para corazones despistados

Mónica Gutiérrez

Fragmento

Capítulo 1
1

Poco antes de cerrar su casa en Trevillés y dejar a los vecinos del pueblo sin su única biblioteca, Bárbara descubrió, en la selva jurásica que una vez fue el jardín de la vivienda, unos restos de cerámica sospechosos de cierta antigüedad. Ni la biblioteca ni la cerámica pesaron en su conciencia cuando se mudó a Barcelona para cuidar de sus nietos y ser feliz, dos actividades que algunos de sus amigos creyeron incompatibles. Optimista y con un envidiable don para escapar de cualquier nostalgia, cumplió sus dos propósitos en la inquieta ciudad mediterránea durante años, incluso cuando los niños dejaron de serlo y se convirtieron en adultos más o menos aceptables. No fue hasta que su nieta más joven, el único retoño de su tercer hijo, se sentó a merendar con ella en su piso barcelonés cuando le vino a la memoria la casa de Trevillés con su biblioteca privada y su cerámica semienterrada entre la maleza indómita.

Bárbara era bajita, regordeta y, en contra del pronóstico de sus amigos, tremendamente feliz, algo que se notaba en el brillo travieso de sus ojos grises y en los hoyuelos que se le formaban en las mejillas cada vez que sonreía. Su nieta Abril, excepto en el color de los ojos, no se le parecía en nada y eso la fastidiaba un poquito. No porque a la señora le obsesionara la genética en recesión de sus descendientes, sino porque le molestaba que los lagrimones que resbalaban por la barbilla de la chica y caían en su taza de té de jazmín, dándole un toque salado y aguando el delicado equilibrio floral, contradijesen la alegría primaveral que implicaba el nombre de la chica. Se preguntó en qué estarían pensando sus padres para llamar Abril a aquella criatura frágil y triste que intentaba merendar en su sofá de color amapola.

—¿Por qué lloras, muchacha? —preguntó Bárbara, como Wendy a Peter Pan la primera vez que se encontraron en la novela de James Matthew Barrie.

—Ya te lo he explicado.

—No he entendido ni media palabra.

—Ay, abuela...

—Límpiate las lágrimas, termina el té y vuelve a empezar —dijo, pues pensó que tales instrucciones servían para cualquier circunstancia de la vida.

Su nieta, obediente, utilizó tres pañuelos de papel, dio un último sorbo a la taza humeante y se lanzó a narrarle su larga serie de catastróficas desdichas. Desde hacía una década, Abril trabajaba en Ollivander & Fuchs, una de las empresas de publicidad más prestigiosas de Europa. Había ido subiendo de categoría, de sueldo y de responsabilidades hasta alcanzar unos niveles de estrés solo comparables a los de un astronauta a punto de pisar Marte por vez primera. Nunca se quejaba. Bárbara pensó que quizá se debía a esa mezcla de ansiedad, cansancio y nerviosismo lo que había llevado a su nieta hasta el punto de aguar el té de jazmín, pero la historia era más complicada. Era cosa de los seres humanos complicar todas las historias, quizá solo así lograban convertirlas en literatura.

Su nieta había recibido el honor y el beneplácito de sus jefes para enviar la nueva campaña terminada a uno de sus clientes más importantes. Finalizarla a tiempo había significado para Abril y su equipo dormir apenas cuatro horas al día durante casi un mes y mudarse a la oficina durante casi todas las horas de vigilia. Redactó su correo electrónico triunfal para el cliente, adjuntó el codiciado archivo, puso en copia a todo su equipo y a los socios de Ollivander & Fuchs, que se llevarían el mérito y los millones, y lo envió. Con tan mala fortuna que su cerebro exhausto confundió el nombre de la corporación multinacional con el de su competencia, que figuraba en su libreta de direcciones electrónicas ya que también había solicitado los servicios de los publicistas. Así fue como toda una estrategia de publicidad diseñada y planificada por ciento diez profesionales como la más original y novedosa del año, probablemente candidata a los premios Cannes Lions, en lugar de ir a parar a la bandeja de entrada del CEO de Chips Inc. fue a parar a la del CEO de Choaps S. L. Y ese fue el principio del fin de la carrera publicitaria de Abril Bravo.

—Una catástrofe —sollozó—. Como si hubiese mandado la estrategia de todo un año de Coca-Cola a Pepsi.

—Resumiendo —dijo la anciana en cuanto estuvo segura de que su nieta había terminado con sus desventuras y sus comparaciones—, te has quedado sin trabajo, sin piso y sin aliento.

—Y me he mudado a casa de mi padre.

—No me parece tan terrible.

—Porque no has estado atenta a la parte en la que te he dicho que la empresa va a denunciarme.

—Qué extraño.

—¿Qué me denuncien?

—Que no haya estado atenta. Me lo has repetido cinco veces.

—Abuela, no te lo tomes a broma. No sé qué voy a hacer.

—Pareces olvidar que tu padre es un excelente abogado. No se lo pondrá fácil a esos Chips y Chops.

—Ollivander & Fuchs.

—¿Quiénes?

—La empresa que me denunciará y que se encargará de que nadie en Europa me emplee en ninguna otra firma de publicidad.

—¿Por qué todos tienen esos nombres tan ridículos? No me extraña que te equivocases al enviar el correo.

—Si lo dices para consolarme...

—Lo digo porque es cierto, Abril. —Se sentó en el filo del sofá y tomó las manos jóvenes y temblorosas entre las suyas—. Equivocarse no es tan terrible. Caemos, nos levantamos, lloramos un poquito por las consecuencias, aprendemos de nuestros errores si somos listas y seguimos adelante.

—Depende de los miles de euros que cueste el error.

—¿Te has disculpado?

—Varias veces y con todos los implicados. No ha servido de nada.

—Ha servido para tu tranquilidad de conciencia. ¿Qué vas a hacer ahora?

—No lo sé, no puedo pensar. Mi cerebro se ha congelado. Solo lloro y duermo. Dejé mi piso de alquiler, me mudé con mi padre, apagué el móvil y lo enterré en la maceta grande de la terraza del comedor.

—¿Qué maldad es esa?

—Odio los geranios, huelen a algo siniestro descomponiéndose. Como mi carrera profesional.

—Me parece que necesitas un descanso —dijo Bárbara con el consuelo de que por lo menos no lo había enterrado bajo las violetas—. Y un móvil nuevo.

—¿Para qué?

—En Trevillés hay una excelente cobertura.

—Soy demasiado vieja para convertirme en uno de esos personajes novelescos que después de un desastre empiezan de nuevo en otro lugar.

Por primera vez, Bárbara miró a su nieta con admiración. Después de todo, quizá hubiese un atisbo de agallas dentro de aquel gatito lloroso, lo suficiente para haberse hecho un hueco en la industria publicitaria partiendo de cero y sin contactos. Tal vez se pareciese más a su padre de lo que había supuesto.

—Tienes veinte años, no eres vieja.

—Tengo treinta y tres, abuela —se quejó.

—Lo que sea, no es r

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