Escrito en la piel del jaguar

Sara Jaramillo Klinkert

Fragmento

cap-1

 

Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo [...]. Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas transversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos. No diré las fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era imposible descifrar aquel texto. Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta?

JORGE LUIS BORGES,

La escritura del dios

Cuando vengas a nuestra tierra,

descansarás bajo la sombra de nuestro respeto.

Cuando vengas a nuestra tierra,

escucharás nuestra voz,

también, en los sonidos del anciano monte.

Si llegas a nuestra tierra con tu vida desnuda

seremos un poco más felices...

y buscaremos agua para esta sed de vida, interminable.

VITO APÜSHANA,

Woumain (Nuestra tierra)

cap-2

 

Amanece y es domingo. Quizá jueves. Da igual. De ahora en adelante los días empezarán a acumularse sin medida, lo cual no significa nada porque si algo tiene este lugar es que los días son insoportablemente parecidos unos a otros. Nadie conoce el orden de los meses del año. Nadie sabe el día exacto de su nacimiento. Nadie recuerda con precisión la última vez que cayó agua del cielo. De hecho, cuando Lila pregunte: «¿Hace cuánto que no llueve?», los nativos le responderán: «Desde el último rugido del jaguar». Así entenderá que, en un lugar donde el tiempo se mide con sucesos, la última vez de la lluvia puede ser el más extraordinario de todos, a no ser que vuele el manglar y un cardumen de peces blancos sea arrastrado por las olas. O que llueva al revés después de que el felino ruja tres veces a una distancia demasiado corta para emprender la huida y demasiado larga para descifrar el mensaje oculto en las rosetas de su pelaje. Tal vez sea domingo y no ocurra nada de eso. O jueves, qué más da. Por ahora, amanece en un día cualquiera y merodean una, dos, tres moscas. Son molestas y sin embargo serán la menor de las molestias de Lila, pero ella aún no lo sabe. Lila no es una flor, es una mujer con nombre de flor, pese a no tener pétalos ni espinas ni raíces. A veces huele a abril. A veces a perfume caro. Hoy no es una de esas veces. Lo único importante ahora es que la mujer con nombre de flor se acuerde adónde amaneció y cómo llegó hasta allá y cuál fue la razón que la obligó a refundirse en aquel lugar recóndito en donde el tiempo se mide con sucesos extraordinarios, porque existe una razón, aunque ella se empeñe en esconderla.

El zumbido de las moscas aumenta su intensidad. Cuatro moscas, cinco moscas, seis moscas. Anoche había sangre en la mano de Miguel. Ya está coagulada y, aun así, las moscas la sobrevuelan como si fuera un manjar. Tiene visos morados y verdosos que recuerdan a las auroras boreales, Lila las vio el otro día en la televisión. ¿Adónde está Lila y por qué hay sangre y auroras boreales? Sigue demasiado dormida para recordarlo. De anoche solo tiene algunos chispazos que aún no logran materializarse en recuerdos: una cama, cuatro piernas corriendo hacia un colchón desconocido, plagado de ácaros, polvo y mal de tierra; dos viajeros cansados y sudorosos intentando no rozarse entre sí para no generar más calor, para no provocar un incendio en aquella cabaña en medio de ninguna parte. Lila estaba cansada. Miguel estaba herido. Si estuvieran en la ciudad y fuera jueves, nada de lo anterior sería grave, pero la ciudad y el tiempo eran eso que habían dejado atrás hacía muchos kilómetros.

A la medianoche, quizá un poco antes o después, Lila sintió unas patitas rasguñando la madera, merodeando por el borde de la cama. Imposible saber si fueron parte de un sueño o no. Eso es lo malo de dormir por primera vez en un lugar al que nunca antes se ha ido. No se conocen los sonidos. No se sabe quién pisa el mismo suelo, quién surca el mismo aire, quién habita el techo de hojas entrelazadas, quién se mete en los sueños. Chicharras, gruñidos, zancudos, un vasto coro de aullidos retumbando en el bosque. Miguel se rascaba. Lila se rascaba. Tres veces el currucutú, el crujir de hojas secas.

Al fondo cantan los gallos. El día se impone con un brillo tan intenso que no parece de este mundo porque no es de este mundo. Sin paredes que impidan su avance, la luz natural enciende los rincones y las grietas, se filtra por los huecos del techo y dibuja trazos luminosos sobre la superficie de la madera. Las moscas. Son las malditas moscas las que sacan a Lila del sueño profundo y aún somnolienta piensa en las patitas rasguñando. Es posible que también le rozaran la cara. Se la toca suavemente con los dedos como asegurándose de que todo esté en el mismo lugar de siempre. Recuerda los aullidos y la piel se le llena de espinas.

Intenta despertar por completo. No puede. Su propio cuerpo no le obedece. La cabeza es de piedra, al igual que los pies y las manos. Consigue moverlas de nuevo en cámara lenta debido a la necesidad imperiosa de rascarse una roncha. Ya se acostumbrará al clima caliente en donde todo es lento: el despertar, los pensamientos, la vida en general. También se acostumbrará a las ronchas. La rapidez está sobrevalorada. Las ronchas están subvaloradas. Malaria. Fiebre amarilla. Dengue hemorrágico. Zika. Paludismo. Se hubiera hecho vacunar, piensa. Los hubiera no existen, vuelve a pensar. Llegará el día en que erradique la palabra afán de su vocabulario. Las enfermedades tropicales, en cambio, no las erradica nadie.

El ambiente es tan húmedo que da la sensación de poderse agarrar con ambas manos y escurrir como si fuera un trapo mojado. Húmedo el pelo. Húmedas las sábanas. Húmedo el techo de palma. Debería empezar a acostumbrarse. Si algo la espera de ahí en adelante es una humedad persistente y opresiva. Al amanecer, las gotas de agua condensada tienden a acumularse en la punta de las hojas. Redondas, transparentes, calladas. Será cuestión de meses para que la sed la obligue a contemplarlas con el mismo interés con el que contemplará al ángel sin alas o al último jaguar del bosque. Sed. Hoy amaneció con sed. La diferencia es que acaba de llegar a un lugar sin tiempo y sin lluvia. Además, tiene botellones de agua dentro del carro. Tener agua: eso es muy importante. Más importante que la sangre en la mano de Miguel. Más importante que la razón por la cual se fue a esconder allá. Más importante que los aullidos y las moscas. Más importante que saber si es

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos