Allá por 1961, cuando las mujeres lucían vestidos camiseros, asistían a clubs de jardinería y transportaban a legiones de niños en automóviles desprovistos de cinturón de seguridad sin pensárselo dos veces, cuando nadie sabía siquiera los movimientos sociales que traería consigo la década de los sesenta, y menos aún que sus integrantes dedicarían los sesenta años siguientes a relatarlos, cuando las grandes guerras ya quedaban atrás y las clandestinas acababan de iniciarse y el mundo empezaba a pensar de otra manera y a creer que todo era posible, la treintañera madre de Madeline Zott se levantaba cada día al rayar el alba con una sola certeza: su vida había terminado.
Pese a todo, cada mañana se abría paso hasta el laboratorio para prepararle la fiambrera a su hija.
«Carburante para el cerebro», escribió en un papelito antes de encajarlo dentro de la fiambrera de la niña. Luego se detuvo un instante, con el lápiz suspendido en el aire, como reflexionando. «Participa en los deportes durante el recreo, pero no dejes que los niños ganen porque sí», anotó en otro papel. «No son imaginaciones tuyas: la mayoría de la gente es horrible». Colocó las dos últimas notas en lo alto.
En la primera infancia la mayoría de los niños aún no han aprendido a leer, si acaso alguna palabra aislada como «mamá» o «casa». Madeline, sin embargo, leía desde los tres años, y ahora, cumplidos los cinco, ya había despachado casi toda la obra de Dickens.
Madeline era esa clase de niña; una niña capaz de tararear un concierto de Bach, pero incapaz de atarse los cordones de los zapatos; una niña que podía explicarte la rotación de la tierra y sin embargo tenía dificultades para jugar al tres en raya. Ahí estaba el problema, porque si bien a los niños superdotados para la música siempre se los celebra, a los lectores precoces, no. Y por la sencilla razón de que si destacan es gracias a una habilidad que los demás terminan desarrollando más adelante. Su precocidad no se considera especial, sino molesta sin más.
Madeline era consciente de su diferencia. De ahí que cada mañana, después de que su madre saliera de casa dejándola al cuidado de su vecina, Harriet, y mientras ésta estaba atareada en sus cosas, se preocupaba de sacar aquellas notas de la fiambrera y, tras haberlas leído, las ponía a buen recaudo junto con las demás, que guardaba dentro de una caja de zapatos escondida en el fondo de su armario. Después, en el colegio, fingía ser como los demás niños; es decir, prácticamente analfabeta. Para Madeline lo más importante del mundo era encajar. Había aprendido la irrefutable lección gracias a su madre, que nunca había encajado y así le había ido en la vida.
En Commons, una población del sur de California donde solía hacer calor, pero no en exceso, donde el cielo solía estar despejado pero no en exceso, y el aire era limpio, por la sencilla razón de que en aquellos tiempos el aire siempre era limpio, Madeline, acostada en la cama con los ojos cerrados, esperaba. Sabía que el tierno beso en la frente no tardaría en llegar, que luego la arroparían con mimo y murmurarían «carpe diem» a su oído. Un minuto después oiría el motor del coche al arrancar y el crujido de los neumáticos sobre la grava, mientras el Plymouth reculaba por el caminillo de entrada al garaje, seguido del chirrido de la caja de cambios al meter la primera. Luego su madre, que no salía de su decaimiento, se encaminaría hacia el estudio de televisión, donde se pondría el delantal y saldría a un plató.
El programa se llamaba Cena a las seis, y Elizabeth Zott era su estrella indiscutible.
Elizabeth Zott, en otro tiempo investigadora química, era una mujer con una tez impecable y el porte inconfundible de una persona que ni era ni sería nunca mediocre.
Como todas las grandes estrellas de la pantalla, Elizabeth había sido descubierta. En su caso, sin embargo, ese descubrimiento no se produjo porque alguien se fijara en ella en un bar, como suele suceder, o mientras estaba sentada en un banco, ni porque mediara una presentación oportuna. No, el descubrimiento de Elizabeth se debió a un robo; un robo de comida para ser exactos.
Ocurrió de la manera más tonta: a una niña llamada Amanda Pine, cuyo voraz apetito a juicio de algunos psicólogos rozaría lo patológico, le había dado por comerse el contenido de la fiambrera que Madeline llevaba al colegio para el almuerzo. Y es que su almuerzo era especial. Mientras los demás niños mascaban sándwiches untados con mantequilla de cacahuete y gelatina, Madeline, al abrir su fiambrera, podía encontrarse ante una contundente porción de sobras de lasaña con guarnición de calabacines rehogados en mantequilla, un exótico kiwi cortado en cuartos y cinco tomatitos cherry tipo pera, encajonados entre un salero minúsculo con sal de Morton, dos galletas con pepitas de chocolate todavía calientes y un termo rojo con estampado de cuadros escoceses lleno de leche bien fría.
A ese contenido se debía que todos ansiaran el almuerzo de Madeline, Madeline incluida. Pero la niña se lo cedía a Amanda, no sólo porque la amistad exige de ciertos sacrificios, sino también porque Amanda era la única compañera de todo el colegio que no se burlaba de la niña extraña que Madeline ya era consciente de ser.
Elizabeth no empezó a escamarse hasta que reparó en que a su flacucha hija la ropa le colgaba como unas cortinas mal hechas. Según sus cálculos, la niña ingería la cantidad diaria exacta que requería su desarrollo óptimo; luego, científicamente era imposible que hubiera perdido peso. ¿Tal vez algún estirón propio de la edad? No. Había tenido en cuenta el factor del crecimiento en sus cálculos. ¿Acaso un trastorno alimenticio precoz? En absoluto. En la cena Madeline comía como una lima. ¿Leucemia? Imposible. Elizabeth no era alarmista, no era de esas madres que se pasan la noche en vela imaginando a su hija aquejada de algún padecimiento incurable. Como buena científica, ella siempre procuraba encontrar explicaciones razonables para todo, y tan pronto como conoció a Amanda Pine, con su boquita manchada de roja salsa de tomate, supo que la había encontrado.
—¡Señor Pine! —exclamó Elizabeth un miércoles por la tarde irrumpiendo en el estudio de la televisión