Las chicas del muro

Jorge Corrales

Fragmento

La belleza de una buena fotografía no está en lo que muestra, sino en aquello que oculta. Elena lo comprendió la tarde que vio por primera vez la foto. Era como una pregunta sin responder.

Dos chicas.

Una despedida.

El Muro de Berlín a medio construir.

Unas manos sostenidas sobre los ladrillos, sobre la frontera, sobre el tiempo.

Sus ojos se concentraban en la fotografía, pero no para disfrutar de los detalles, quería saber qué se ocultaba detrás.

El Muro,

sus caras,

sus manos,

el soldado,

la calle,

el Muro.

La observaba una y otra vez, intentando descubrir qué significaba. Qué significaba realmente, porque el cartel que acompañaba la foto expuesta en el museo ya aclaraba lo obvio: «23 de agosto de 1961. Dos mujeres juntan sus manos sobre el Muro de Berlín en el límite entre Neukölln y Treptow. Fuente: Revista Stern». Algo había que la atraía magnéticamente y le impedía despegar su mirada de aquellas dos chicas.

Entonces, sin entender por qué, escuchó una frase en su cabeza: «A ti lo que te gusta es sentarte y mirar».

Era una vieja frase que hacía mucho tiempo que no oía. Una tonadilla que repetía una y otra vez su abuela. Elena la recuerda siempre cogida de su mano. Si iban a un parque o a unos columpios, se quedaba junto a ella. Sentadas las dos en un banco, frente a la marabunta de chicos que reían, escalaban y se perseguían, Elena no se movía de su lado pese a los intentos de su abuela para que fuera a jugar con los otros niños. Entonces era cuando le dedicaba aquel repiqueteo que tantas veces escuchó.

—A ti lo que te gusta es sentarte y mirar.

Y a continuación venía la mejor parte. Su abuela, en un tono entre orgulloso y crítico, terminaba con la coletilla:

—Como a mí.

Lo cierto es que su abuela no se equivocaba. Lo que más le gustaba a Elena era sentarse y mirar, quizá por eso había decidido aceptar aquella beca del museo de Treptow, en Berlín. Mientras algunos de sus compañeros de Historia del Arte habían firmado contratos con editoriales, fundaciones culturales y otras entidades donde había acción, ella había elegido una beca del museo más pequeño de la lista de destinos. Un museo periférico, alejado de las grandes exposiciones de la Isla de los Museos y del glamour de los artistas de Mitte. Un lugar donde hacer lo que más le gustaba a Elena.

Sentarse y mirar.

Eso era a lo que se dedicaba la mayor parte del tiempo. El pequeño museo de Treptow apenas recibía visitantes, así que Elena disfrutaba de largos periodos de tiempo para pasear por sus tres pequeñas salas y escudriñar las paredes llenas de recuerdos de otras personas, de otras familias, de otras épocas.

Su día favorito para deambular por el museo era el jueves. El jueves por la tarde. No era un día elegido al azar. Era el día del bingo. El museo ocupaba la última planta del centro cívico del barrio, donde la tarde del jueves se reservaba para jugar al bingo en la planta baja del edificio. El monótono ruido de las bolas chocando entre ellas y el desfile de números pronunciados a voz en grito, por supuesto en un perfecto alemán, era un sonido demasiado estresante para ella. Así que, cada jueves, sobre las cinco de la tarde, Elena se ponía sus auriculares para evitar cualquier interrupción en forma de número veintidós y se levantaba de la mesa en la que habitualmente atendía a los visitantes, dispuesta a recorrer de forma desordenada los apenas cien metros cuadrados del museo. Le gustaba sobre todo observar las fotos de escenas cotidianas, de las gentes del barrio en su vida diaria. Por eso nunca se había detenido en la esquina dedicada al Muro de Berlín.

Cuando las vio por primera vez en sus auriculares sonaba algo que Elena jamás hubiera esperado: música electrónica. En concreto, Kill for Love, del grupo Chromatics. En sus años de estudiante, Elena siempre había sido una amante del rock acústico y la música inglesa, pero desde que había llegado a Berlín, hacía un mes y medio, la música electrónica se había ido colando en sus oídos hasta tal punto que formaba parte de su lista de discos más escuchados. Era como si la ciudad se le hubiera metido dentro del cuerpo y hubiera empezado a cambiarla por dentro.

Además, aquella música repetitiva y llena de graves le permitía entrar en un estado de concentración total y quedarse sola con sus pensamientos. Tal y como se encontraba aquella tarde, hasta que una voz la sacó del trance.

—Una fotografía preciosa, ¿verdad?

La voz no era de ningún visitante. Elena sabía que a aquellas horas tan cercanas al cierre solo una persona podía haber entrado en la sala: Dorothea, la conservadora del museo y su jefa directa.

Dorothea había sido su primera conocida de Berlín Este. Desde el principio le impresionó lo mucho que se diferenciaba su comportamiento del que mostraría una «persona formal» en España y en Berlín. El aspecto de Dorothea no era el que cualquiera esperaría en Madrid de alguien de su edad. Debía de rondar los sesenta y, sin embargo, vestía siempre de forma colorida, lejos de las aburridas combinaciones que, por ejemplo, solía llevar su madre. Su pelo gris colgaba en una trenza, igual que el de muchas de las colegialas con las que se cruzaba en el tranvía. Por supuesto, Dorothea iba a todos lados con su vieja bicicleta verde militar. Die Grüne Minna, «la mina verde», la llamaban los guardias del museo recordando aquellas antiguas furgonetas verdes de la policía del Oeste. Elena había pasado mucho tiempo con ella desde su llegada a Berlín y, aun así, seguía sin conocerla del todo. El sigilo con el que había entrado en la sala era el mismo con el que hablaba sobre su vida. Con Elena era simpática, generosa y muy educada, pero nunca había traspasado la línea que separaba la vida personal del trabajo.

Elena se quitó los cascos para poder escuchar a Dorothea. Aunque su alemán era muy fluido, las distorsiones en el ambiente le hacían entenderlo peor.

—¿Perdona?

Dorothea se acercó un poco más para admirar junto a Elena la fotografía.

—La fotografía. —Dorothea señaló el retrato de las dos chicas—. Decía que es preciosa. Es la joya de la exposición. Todo el mundo se queda parado al pasar por aquí.

—¿Es el día de la construcción del Muro?

—No creo —respondió Dorothea restándole importancia—. El primer día en realidad no había muro, solo alambrada y soldados por todas partes. Esta foto debió de tomarse un poco después, aunque por las chaquetas puede que se hiciera más tarde. Aquel verano fue muy caluroso.

Las dos se quedaron calladas un momento.

—La composición es maravillosa. Está todo perfectamente equilibrado —dijo Elena intentando acertar con un comentario a la altura de la capacidad de su jefa.

—Creo que la magia no está en la fotografía, sino en las chicas. Mira su expresión.

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