Historia de una mujer soltera

Chiyo Uno

Fragmento

cap-1

1

La casa donde Kazúe nació no era muy grande. Constaba de la habitación del altar, el cuarto de estar, la tienda, la trastienda y la habitación del reloj; y, al otro lado de la entrada y del «jardín», estaban la cocina y el salón exterior. Quizás no era muy grande, sin embargo para un pueblo era de tamaño excepcional. Una valla de madera negra de nueve pies de altura cercaba la casa y dentro una barandilla barnizada de rojo satinado rodeaba la tienda. Kazúe no estaba segura de por qué a aquella habitación se le llamaba «tienda», ya que allí nunca se compró ni vendió nada. Era una costumbre local tener una «tienda» en la casa, o al menos eso creía Kazúe. El término «jardín» era también una peculiaridad de la región, ya que la zona designada como tal no era en absoluto un jardín sino el pasaje que se prolongaba desde la puerta de entrada hasta la parte trasera de la casa. Era un sendero lóbrego que iba desde la puerta lateral, situada en la entrada de la planta baja, pasada la cocina, a lo largo del salón exterior, hasta un jardín donde había un pequeño estanque. Desde ahí, se podía acceder a un edificio anexo, que albergaba el baño y el pozo. Si se necesitaba sacar agua en un día lluvioso, se podía llegar al edificio exterior protegiéndose bajo los socarrenes. Desde el pozo se podía ver el techo del establo, o «recinto de los caballos», como se llamaba en la región. Detrás del recinto había un huerto con mandarinas y una avenida de bambúes.

Kazúe nació en esta casa hace unos setenta años. Nunca vio la cara de su madre, la madre que la trajo al mundo. Pero cuando era jovencita la gente la rodeaba cada vez que paseaba por el pueblo y decía: «¡Vaya, señorita Kazúe, eres la viva imagen de tu okaka!». Kazúe imaginaba que su madre se le debía parecer bastante. Por alguna razón desconocida, no tenía ni una fotografía de su madre. Pero nunca se sintió sola sin ella. Y nunca pensó que era desdichada porque su madre muriera tan joven. Quizás se sentía así porque tan solo era una cría cuando murió. No recordaba nada de ella y no quedaba nada en la casa que le permitiese hacerlo: nada que hubiera usado, ninguna ropa que hubiese llevado. Lo único que quedaba era la lápida en el altar familiar con el nombre de pila de su madre junto a su nombre budista póstumo.

Una vez, cuando Kazúe era mayor, alguien le contó que su madre murió cuando ella estaba aprendiendo a caminar. La vigilaba desde su cama, enferma, mientras Kazúe se tambaleaba por la habitación agarrando una linterna de papel rojo con la vela encendida.

—¡Cómo me hace sufrir esta niña! —decía, y empezaba a llorar.

El episodio siempre recordaba a Kazúe una escena de novela de jovencitas. Y aunque sabía que era un «recuerdo» de su propia infancia, no la entristecía. Evidentemente creía que su madre se había preocupado mucho por ella, aunque esto no era un lastre para Kazúe. La madre que Kazúe guardaba en su corazón era demasiado abstracta para ser considerada un ser vivo.

Sus sentimientos no cambiaron hasta que, hace poco, Kazúe atravesó el umbral de los setenta años. Un día se paró a pensar y se sorprendió considerando el milagro de su nacimiento, cómo ese cuerpo suyo llegó al mundo. De repente sintió profunda gratitud hacia su madre, hacia aquella joven cuya cara no podía ni recordar.

—Gracias por darme la vida —susurró, y sintió que el calor se extendía por su corazón como una ola.

¿Cuáles eran pues los primeros recuerdos de Kazúe? Quizás sus primeros pasos. El suelo de la tienda estaba unas tres pulgadas más abajo que el del salón. Kazúe se agarraba a la columna del salón y miraba fijamente al suelo de la tienda. Entonces deslizaba con cautela un pie hacia la superficie más baja. Una vez había apoyado este pie con seguridad, repetía la operación con el otro. ¡Así! ¡Lo había conseguido! Estaba abajo. Kazúe nunca ha olvidado la satisfacción que, mezclada con terror, sentía en ese momento.

Hace siete u ocho años Kazúe se rompió la cadera y la tuvieron que operar. Estuvo escayolada, sin poder moverse, durante siete meses. Cuando su cadera mejoró, intentó andar por la habitación ayudándose de unas muletas. Pero se dio cuenta de que estar inmovilizada durante siete meses la había dejado sin poder andar. Simplemente no podía recuperar el movimiento de las piernas, hacia adelante, en ritmos alternados.

—A ver, ¿cómo se camina?

No, no era precisamente que lo hubiera olvidado. Había perdido la capacidad de ejecutar el proceso.

—Pie derecho —decía la persona que la ayudaba—. Ahora con la izquierda.

Kazúe daba con lentitud un paso adelante a cada orden.

—Siento la misma inseguridad que cuando, de pequeña, intentaba superar el obstáculo de la tienda. Sí, ¡así es como me siento!

El recuerdo la unía con la niña que había sido.

Tras la muerte de su madre, Kazúe vivió durante un tiempo con la familia de su padre en Takamori. La casa estaba alejada del centro, a unas doce millas de su hogar. Cuando digo centro, no me refiero al centro del pueblo sino al centro de las montañas. Kazúe recuerda la casa de Takamori porque sus visitas continuaron cuando, ya mayor, conoció la realidad de su entorno familiar. Algunas veces atravesaba las doce millas de la carretera de la montaña en coche, otras a caballo e incluso algunas veces a pie. Descansaba en la cabaña del té que se encontraba en el desfiladero antes de adentrarse en las montañas.

Una vez en Takamori, el sendero de la montaña se convertía en una ancha avenida por cuyo centro corría un riachuelo bordeado de sauces. La avenida, aunque dividida en dos por el río, estaba flanqueada a un lado por los sauces y al otro por casas elegantes. La casa de los parientes de Kazúe se encontraba hacia la mitad de la avenida.

Cuando eventualmente Kazúe recuerda Takamori, se sorprende de que hubiera casas de semejante belleza escondidas entre las montañas. Había poco más que una calle de casas, pero Kazúe se decía a menudo que la única razón de que existieran era que la casa de su padre se encontraba entre ellas. ¿Era una ilusión fruto de la creencia de que su familia era especial?

Los parientes de su padre habían sido fabricantes de sake durante generaciones y generaciones. Un muro blanco cruzado por gruesos travesaños negros que parecían indestructibles rodeaba el recinto. Una pizarra pesada, con las palabras «Destilería de Yoshino» cinceladas en letras gruesas, colgaba de los aleros sobre la entrada de la tienda. Barriles de sake amontonados rodeaban el mostrador y enfrente había una pesada tabla de ciprés cubierta de copas para medir, cuadrangulares, de madera y de todos los tamaños.

Cuando los clientes entraban a comprar sake, saludaban al dependiente mientras este medía el licor. Se movía de manera arrogante, casi con desdén:

—Sí, supongo que os lo venderé.

¿Era aquella inversión de papeles representativa del prestigio de la familia?

En la trastienda había un estrado con un tatami donde se sentaba el tío de Kazúe, el hermano mayor de su padre. Su tío era cojo de nacimiento. En verano, en invierno, durante todo el año tenía la calefacción bajo la tabla tapizada y ahí se sentaba y dirigía el negocio, sin reñir pero con una voz fuerte y autoritaria.

Kazúe pasó su infancia allí. Por lo menos, eso le han dicho. No tiene en absolu

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