El secreto de las hermanas Asorey

Marta Estévez

Fragmento

g-3

1

El día que murió padre cambió el eje de nuestro mundo tal y como lo conocíamos. Su ausencia no nos impide seguir viviendo, pero lo hacemos de una manera menos natural, como si nos faltasen uno o varios órganos (no vitales, por lo que se ve) y alguno de los sentidos (no necesariamente a todas el mismo, al parecer).

Nunca he sido precoz ni las he visto venir; casi siempre he comprendido las cosas cuando han pasado. Sobre todo en cuestiones de amor.

Tengo veinticinco años y estoy soltera. Tilde dice que a las mujeres de mi edad nos examinan con lupa hasta que llega un momento en que ya no nos miran. Mentiría si dijese que no noto esas miradas (eso sí puedo percibirlo, pero solo porque no se esfuerzan en disimularlo). Veinticinco años es una edad incómoda para una mujer. A menos que estés casada y tengas varios hijos. En ese caso, veinticinco años será la edad perfecta y el centro de la juventud.

Siento un abismo entre lo que soy y lo que se espera de mí.

Con un poco de suerte, Celia se casará pronto y dejarán de mirarme.

ELOÍSA ASOREY

Santiago de Compostela, 21 de abril de 1931 (una semana después de proclamarse la II República)

Eloísa camina por la calle de los Laureles, con el aire pegajoso, vibrante de oportunidades, incrustado en sus mejillas y la blusa ligeramente fruncida por fuera de la falda. Anda ligera, casi flota, espoleada por el optimismo que alimentan los vientos de cambio, a pesar de que una nube negra ciñe su cabeza desde hace un tiempo. Las reuniones de la sociedad literaria siempre resultan estimulantes, parece que algo se cociese allí dentro.

Ella tiene suerte.

Abraza sus costillas al cruzarse el abrigo. Empieza a estar raído por los extremos, pero sabe que no podrá comprarse uno nuevo en un futuro próximo —ni casi nada que no sea imprescindible, en realidad— si no quieren fulminar los ahorros que les dejó su padre. La vida es muy diferente dentro y fuera de casa, ahora y antes, pero sobre todo ahora. Una descarga a la altura del esternón la deja sin aire en medio de la plaza de San Miguel. La luz moribunda de la farola de la esquina la reconforta solo en parte. Levanta la cabeza y dirige la mirada al segundo piso. El edificio de sillería es imponente; desprende un aire de fuerte más que de casa, aunque ahora, sin su padre, un poco menos. Retrocede varios pasos para apoyarse en la balaustrada de piedra, delante de la iglesia de San Martín Pinario. A veces lo hace, cuando la vida le resulta inabordable y necesita ser valiente. Retroceder y esperar. Sobre todo esperar. Parece que esa fuese la solución la mayor parte de las veces.

Solo un par de minutos. Ya está. Empuja la puerta y contempla las escaleras desde abajo. Flota en el vestíbulo un olor a guiso frío que le revuelve el estómago.

La posición de sus hermanas alrededor del brasero las define con bastante acierto. Solo Tilde y Celia se incorporan al verla, como si necesitasen que alguien las rescatase del abismo al que han ido a parar.

—¡Buenos ojos te vean! —ladra Tilde levantando la mirada de la media que está zurciendo.

Aunque su voz suena a reproche, no está enfadada. Clotilde, la mayor de las hermanas Asorey, emplea siempre un tono áspero, de perro pequeño, más bien por obligación, como si creyese que su estatus de primogénita conllevase reprimendas. Tea, en cambio, no es capaz de gritar. Un día quiso hacerlo —abrió la boca y separó la garganta a conciencia—, pero el aire sonó ridículo, como el grito de un sordomudo. Derretida en el diván de madera, con un lado de la cara hundido en un cojín, Dorotea Asorey amaga un levantamiento de cejas.

Eloísa echa un vistazo general al salón y busca la única nota de color y movimiento entre tanto mueble repujado y oscuro. Encerrado en su jaula, un guacamayo azul y amarillo agita sus alas cada diez segundos exactos.

—¿Dónde has estado? —le pregunta Celia.

Su voz sí suena a reproche.

—En la sociedad literaria.

—En la sociedad literaria, en la sociedad literaria —canturrea—. Siempre estás en la sociedad literaria.

—Cualquiera diría que te molesta —contesta Eloísa.

—No me molesta, menuda tontería, es solo que a veces…

—¿A veces qué, Celia?

—A veces no pareces…

—¿Triste? ¿Crees que no lo estoy? ¿Es eso lo que quieres decir?

—Bueno, no digo que no lo estés, eso solo lo sabes tú —afirma la más joven de las hermanas—, es que no soporto esos aires de mujer moderna que te das.

La carcajada de Tilde exime a Eloísa de tener que contestar.

—No seas ridícula, anda —dice la mayor—, ya nada es moderno, ni siquiera Eloísa. Hace tiempo que creo que el progreso se ha desvirtuado, parece que hubiese llegado a su tope y diese vueltas sin parar, condenado a pasar una y otra vez por los mismos sitios. Hoy en día una ya no sabe qué es moderno, ¡qué va a saber! Celia, tesoro, para sentirnos modernos tendríamos que retroceder mucho en el tiempo. —Hace como que se lo piensa—. A la Grecia de antes, ahí deberíamos irnos. Aquello sí que era modernidad —suspira—, pero esto… ¡Bah! —Manotea con desprecio—. Más de lo mismo.

—Callaos ya, por favor —susurra Tea, cuyo cuerpo desparramado permanece en la misma posición que cuando Eloísa entró—. No sé cómo podéis discutir por tonterías después de lo que nos ha pasado.

Tea no susurra con ninguna intención concreta; susurra porque es la única forma de hablar que conoce. Eloísa se deja caer en una silla, al lado del diván de su hermana.

—Tea, tesoro —suspira Tilde—, tenemos que seguir con nuestras vidas, ya lo hemos hablado, es mejor así. No nos queda otra, debemos ser fuertes.

El tono de Tilde se ha vuelto monótono, como de nana o arrullo. Por primera vez Tea despega su cuerpo menudo del respaldo del diván. Sus ojos estáticos son dos bolas de alcanfor, brillantes, inertes.

—¿Cómo puedes decir eso, Tilde? Yo no puedo ser fuerte. No puedo, ya lo sabes.

Su espalda se redondea de nuevo como si quisiese formar un caparazón en el que esconder su cuerpo.

—Tranquila, tranquila. —Tilde le propina una palmadita por palabra—. Hablemos de otras cosas… A ver, Eloísa, cuéntanos, ¿qué se cuece en la calle?

—Eso, eso, Eloísa. Cuéntanos, ¿ya huele a humo?

La pregunta de Tea —inesperada y rotunda— hace que todas se miren.

—¿A humo? ¿A qué humo, tesoro? —grita Tilde.

—Al del fuego que viene de Madrid —contesta Tea.

—¿Fuego? —replica Tilde—. No seas boba, aquí no hay fuego ni lo va a haber. Nadie se atrevería a quemar una iglesia. Esas cosas no pasan aquí. Compostela no podría volverse laica ni aunque quisiese, sería una contradicción muy grande. Muy grande —repite levantando el pecho y manteniendo la espalda erguida—. Compostela es santa y nadie puede alterar eso, el apóstol jamás lo permitiría, ¿me oyes?

—No sé, Tilde. Todo está cambiando tanto, el país entero se está transformando. No me gustan los cambios. Nosotras ya hemos sufrido suficientes cambios. Nada se mantiene est

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