Un día en la vida

Pau Roca

Fragmento

Cualquiera que tenga una piscina lo sabe.

Sabe de sobra lo difícil que es mantenerla limpia: conservar el agua transparente, la superficie sin hojas y el fondo sin tierra. Que las paredes luzcan libres de moho y hongos es un trabajo constante y diario. Casi obsesivo.

Hasta lo que ocurrió ese 14 de marzo, yo veía así mi vida, como una piscina. Me esforzaba por mantenerla impoluta, libre de imperfecciones. Un trabajo ímprobo que se llevaba un porcentaje abrumador de mi tiempo y energía. Sin embargo, a apenas un gesto de distancia esperaba paciente el caos. Un pequeño error, una débil muestra de flaqueza en mi empeño por mantener a raya el desorden, y los mosquitos volverían a flotar en su superficie y el moho teñiría las paredes de verde orgánico. Y no hizo falta un accidente brutal para que la confusión emergiera; bastó un leve desfallecimiento en mi ánimo para que una minúscula grieta se abriera en la pared. Palpitante, sabiendo que tiene las de ganar, el desorden esperaba su turno.

Yoko y John lo vieron claro: su revolución consistió en no hacer nada. Decidieron no moverse de la cama. No hacer. Una idea brillante. Sí, se podría sacar punta al asunto y criticar las contradicciones inherentes a casi cualquier planteamiento performativo. Tampoco sería mear fuera del tiesto hablar de su ego o de que eran millonarios. Incluso sería aceptable mencionar la palabra ingenuidad; son un blanco fácil. Aun así, creo que acertaron de pleno en su acción simbólica. «No hacer» en un mundo que te obliga a hacer sin descanso es un acto de resistencia valioso.

Bastaría con quedarse en la cama para que todo se desmoronase un poco y ese poco arrastrara a otro poco y así hasta el alud final. Nada más. Y no hace falta que el que no se levante del catre sea ministro ni nada importante. Un simple conductor de autobús escolar que un día decide no poner el despertador sirve como ejemplo ilustrativo. Es fácil imaginar las consecuencias; todas esas paradas llenas de padres nerviosos y madres indignadas porque «llegan tarde al trabajo» mirando el reloj demasiadas veces. Llamando al colegio: «no, aquí no ha avisado nadie», «nunca ha fallado sin avisar, la empresa está localizando a otro conductor, pero tardará en hacer el recorrido entero».

Cuarenta padres llegando tarde a sus empleos y reuniones. Un desastre. Esos niños ya despiertos —por la novedad— de su aletargamiento matutino corriendo alegres alrededor de las paradas. Se puede seguir imaginando y pensar —por qué no— que uno de ellos es el encargado de abrir un Mercadona. Todos esos clientes esperando fuera y llegando tarde, a su vez, a saber a qué cosas. Hablando entre ellos. Algunos se conocen de vista del barrio, aunque nunca se han dirigido la palabra. Son desconocidos que vencen esa barrera y, gracias a esa pequeña grieta en la normalidad, se comunican por primera vez. «Qué raro, vengo siempre a primera hora y son muy puntuales». Todo porque a un conductor de autobús se le ha ocurrido imitar —sin saberlo— a los creadores de Two virgins.

Todos tenemos esa opción, la opción de quedarnos en la cama. Gozamos, en realidad, de un número ilimitado de elecciones en todo momento. Seguir andando y pasarnos el trabajo de largo, no cargar el móvil, desaparecer o decirle al jefe lo mal que le queda esa camisa. Infinitas posibilidades.

Cada mañana, al salir de casa para dirigirme al trabajo, fantaseaba con muchas de esas opciones. Nada me impedía ir al aeropuerto y coger un vuelo que me llevara lejos. ¿Nueva York? O muy lejos. ¿Nueva Delhi? O cerca, no importa. ¿Palma de Mallorca? ¿Coger el coche e irme a San Sebastián? O mejor, ¿seguir hasta Berlín y hacerme una foto en un parque de esos hípsters como el Mauerpark? No hacía falta que mis cavilaciones supusieran un cambio de tercio tan brusco como dejar Madrid. De hecho, solían ser mucho más modestas: quedarme un buen rato en la cafetería donde recogía el café en vez de llevármelo corriendo para llegar puntual al trabajo o decirle al propietario que su mocaccino era excelente, pero que vendería mucho más si actualizaba el horario —que estaba mal— en Google y cambiaba su horrible web. Pequeños gestos sin apenas importancia. Luego me recreaba pensando en las consecuencias, en los sutiles efectos secundarios de mi acción. Contemplar los efectos del aleteo de la famosa mariposa.

Lo hacía —ahora lo sé— porque de toda esa interminable lista de alternativas yo siempre elegía la misma: llegar quince minutos antes de hora a mi trabajo. Todas esas infinitas opciones nunca fueron otra cosa más que ensoñaciones. Ese avión que iba lejos formaría parte de otra realidad independiente en el multiverso. Nunca fui a Nueva Delhi y la web de la cafetería sigue siendo un desastre.

Lo que ocurrió aquel 14 de marzo no surgió, por supuesto, por generación espontánea. Ese día fue la consecuencia de mucho polvo guardado bajo la alfombra. Resultado de pequeñas hipotecas que tarde o temprano tenían que pagarse. No, ese 14 de marzo no ejecuté ninguna de los miles de variables con las que había fantaseado. El mundo eligió por mí. El caos encontró su camino. Como si fuera un globo, mi vida estalló de golpe. Se llama punto de rotura. Hay cosas que no se rompen poco a poco, cosas que revientan cuando se les aplica la fuerza suficiente como para rebasar ese punto de rotura. Ese punto de rotura es un momento exacto y, por lo tanto, tiene fecha y hora. El mío, el punto de rotura de mi vida, lo alcancé ese día: el 14 de marzo de 2017. La piscina colapsó: transparente, libre de pinocha y con las paredes impolutas. Fue un fallo estructural.

Hubo punto de rotura, hubo colapso y, por supuesto, hubo víctimas.

De acuerdo, el hombre es mortal, pero ese solo es la mitad del problema. Lo grave es que es mortal de repente, ¡esta es la gran jugada! Y no puede decir con seguridad qué hará esta tarde.

MIJAÍL BULGÁKOV

Primera parte