—¿Desde cuándo está embarazada?
Luisa Martín había ido a acompañar a Silvia Carvajal a los aseos y cuando regresó para continuar con los ensayos de la función que estábamos preparando, me preguntó, sin darle ninguna importancia, que desde cuándo estaba embarazada. No sé de qué modo la miraría, ni cómo interpretaría mi extrañeza, porque frunció las cejas, dudando, y repitió: «Sí, Silvia. Desde cuándo está embarazada. Porque lo está, ¿verdad?».
No supe responder. Volví a mi silla sin decir nada, dejé que revolotearan un momento por mi cabeza esas dos ideas tan discordantes, Silvia y embarazo, y en cuanto llegaron todos los actores de los aseos o de fumar retomamos el ensayo en donde lo habíamos dejado antes de la pausa de media tarde.
Con las primeras correcciones técnicas me olvidé por completo del asunto y los ensayos duraron hasta alrededor de las nueve de la noche, como teníamos por costumbre. Pero al acabar la sesión, mientras los demás recogían sus cosas y se enfundaban las prendas de abrigo, pregunté a Silvia si había hecho planes para cenar. Respondió que no y le propuse hacerlo juntos.
Tenía en mente La Galette 2, en la calle Bárbara de Braganza, aunque fue finalmente mi casa el escenario de aquella revelación insólita y desconcertante que nunca me habría podido imaginar.
Hay muchas cosas en la vida que suceden así, sin esperarlas. Y esa no fue la única porque, desde entonces, se han producido algunas más.
PRIMER ACTO
Había pasado el cuarto trimestre del año impartiendo un taller de interpretación artística a jóvenes sin experiencia que aspiraban a ser actores. El último día, antes de las vacaciones de Navidad, estuve a punto de decirles que no continuaríamos en enero, desanimado por los pobres resultados obtenidos de casi todos ellos, pero habían pagado la matrícula completa y habría tenido que devolverles el dinero, lo que no me venía nada bien. Así es que decidí que lo mejor era armarme de paciencia y confiar en que durante las fiestas navideñas recuperaría las ganas de proseguir con el taller hasta la práctica de fin de curso de finales de enero; se trata de trabajar solo tres o cuatro semanas más, me dije para reconfortarme.
Estaba seguro de la inutilidad de lo que hacíamos porque ni ellos parecían sacar provecho de las enseñanzas del curso ni a mí me servía para distraer las preocupaciones que me agobiaban desde hacía tiempo. Tampoco había tenido ganas de preparar bien las clases porque todo eran cábalas sobre las cuentas, los apremios, las facturas y los saldos bancarios, consecuencia de poseer en propiedad un teatro y asistir a la progresiva disminución de espectadores, lo que suponía un descalabro inevitable por los gastos fijos mensuales, el pago de nóminas y las liquidaciones a Hacienda y a la Seguridad Social, que no daban tregua. El teatro en general estaba en crisis; el mío, desde luego, no solo lo estaba sino que desde hacía uno o dos años era una ruina. Mi propio teatro estaba acabando conmigo.
Desde antes del verano no había alzado el telón ni programado ninguna función porque carecía de medios para hacerlo y además no conseguía terminar mi obra teatral, con la que quería abrir temporada: siempre necesitaba darle una vuelta más al texto, perfeccionar una escena, reescribir un diálogo o acentuar un giro dramático. Meses y meses de demora y el resultado era que los ahorros cada vez menguaban más, así es que una vida dedicada al teatro con buenos y malos momentos, compensando ingresos con gastos y ganando lo suficiente para vivir con holgura, y de repente todo se desmoronaba cuando, por amor al oficio, me había empeñado en continuar con el negocio en lugar de asegurarme un confortable retiro y, quizás, escribir obras para que otros pudieran representarlas sin implicarme en los costes de producción. Tenía la esperanza puesta en que todo se arreglaría y podría volver a disfrutar de los tiempos de esplendor, pero un trimestre entero echando cuentas me había mostrado una realidad económica que no podía afrontar. Mis esfuerzos no valían de nada, mi teatro se moría y todo lo que había conseguido empezaba a difuminarse, perdiéndose en una lejanía cada vez más borrosa, como desaparece un velero que se aleja hacia alta mar en un día de niebla y lluvia fina.
Algunas tardes me había entretenido durante unos momentos con las cosas de los alumnos, con alguna improvisación de Ainoa, con algún intento de seducción de Raúl a un compañero o con el rubor impregnado en las mejillas de Sara cuando tenía que decir alguna frase con contenido sexual; pero, si lo pensaba bien, en aquel trimestre se me había olvidado reír. Me había vuelto un hombre amargado. Ya no me ilusionaba descubrir una nueva actriz, confiar en un actor joven, esmerarme en perfeccionar la dicción de un alumno u obtener de otro el aprendizaje necesario para ayudarlo en el futuro. A lo único que aspiraba era a encontrar una fórmula que me permitiera seguir unos años más regentando un teatro y emocionar al público con sus funciones.
Tardé en reconocer cuál era el mal de fondo, pero lo hice. Largos paseos por el parque del Oeste, horas de meditación sentado en una terraza junto al palacio de Liria, mañanas de sumas y noches de restas caminando por los laberintos del centro de Madrid, entre calles viejas del barrio de los Austrias y turistas fotografiándose ante la estatua de Cascorro, la plaza Mayor o la fachada de la SGAE, no me habían iluminado una respuesta, pero cuando me di cuenta de que no podía afrontar los gastos de la empresa y esa era la razón de mi amargura, empecé a sentirme mucho mejor. La solución era terminar el curso al que me había comprometido, poner en pie mi última obra y después vender el edificio de mi teatro a una marca de ropa, como habían hecho todos los demás con los suyos en la Gran Vía. Cuando lo vi claro experimenté de inmediato una sensación de serenidad. Y al fin desapareció la amargura.
El alivio es a veces el pariente más cercano de la frustración, se mezclan un instante y al siguiente se impone uno u otra, momento en que se deja de ver con claridad porque no se sabe si se ha hecho lo mejor o se ha llegado a ello porque no se ha sabido hacer de otra manera. Supongo que cuando muere un ser querido que está sufriendo en su agonía debe de sentirse algo similar. Fue justo aquel día, la tarde de la última clase del curso antes de las fiestas navideñas, cuando vi que la única solución era dejarlo todo y no cabía dar marcha atrás. Era lo mejor que podía hacer, pero igual que un oficial ordena disparar en un pelotón de fusilamiento, sabía que lo hacía por obligación, no por gusto; porque era lo que debía hacerse, además. Los alumnos estaban tan excitados por la inminencia de las vacaciones que no se dieron cuenta de que las últimas dos horas de clase hacían su trabajo ante un profesor con la cabeza en las nubes que los miraba pero no los veía, que los oía pero no los escuchaba, que parecía que estaba allí pero en realidad estaba muy lejos, imaginando cómo se alejaba el velero de una vida que iba perdiéndose entre las brumas de una niebla que caía en un anochecer húmedo y nublado sobre el mar.
La decisión estaba tomada y no había que darle más vueltas. Así lo acepté y, superando la nostalgia inútil, di por terminada la clase y con el alboroto de los chicos recobré el pulso de la realidad. Acerté a darles a todos la enhorabuena por el trabajo realizado durante el trimestre y les animé a disfrutar de las vacaciones sin olvidarse de leer un par de textos de Tennessee Williams y Steinbeck que les convendría analizar. Que sí, que sí, dijeron como hubieran podido decir cualquier otra cosa, aunque era evidente que ninguno lo haría. Como era de esperar, por otra parte.
Debía sentirme aliviado por haberme quitado de encima una gran preocupación y tranquilo al comprobar la alegría del alumnado, que mostraba su satisfacción por el desarrollo del curso a lo largo de todo el trimestre. De modo que habría sido justo cerrar las puertas del teatro y marcharme complacido a disfrutar de unas vacaciones. Pero la realidad era que empezaban las fiestas de Navidad y desde que murió mi amigo René eran días que no me gustaban porque me sentía solo, días en los me inundaba una sensación de orfandad mucho más profunda que la que sentí cuando un infarto rasgó hace veinte años el corazón de Adela, mi mujer.
Entonces yo era todavía joven, estaba lleno de vida y tenía por delante tantas cosas por hacer que la llegada de la soledad no me produjo ninguna angustia. Pero desde que murió René las fechas navideñas no eran lo mismo, al menos para los que crecimos soportando el ternurismo de Qué bello es vivir, la película de Frank Capra, u oyendo la voz quebrada de Pepe Isbert buscando desesperadamente a Chencho entre los puestos de adornos de la plaza Mayor en la película La gran familia, con la banda sonora de los petardos que tiraba un niño interpretado por el actor Pedro Mari Sánchez. Existen épocas en la vida en las que la Navidad es un pesado fardo que hay que llevar, al menos, entre dos.
Adela era una mujer inteligente y atractiva. La quise mucho, mucho; siempre acertamos a comprendernos y nuestras escasas discusiones nunca fueron tan agrias como para romper el hilo de acero que nos unía desde dos décadas atrás. Veinte años casados y se murió sin previo aviso, como lo hacen las personas que no quieren hacer sufrir a los demás, quedándose rota en la medianoche mientras dormía. Ni un quejido ni un aspaviento. Adela se murió en las profundidades de la madrugada de un ataque al corazón, tenía cuarenta y seis años y no había antecedentes para lo fulminante de su deserción. Lo que desbarató nuestro matrimonio fue solo un capricho fatídico de la naturaleza. Muerte natural, limpia, indolora, inesperada. Su juventud era lo único de lo que podía pedirse cuentas, pero con la muerte no hay a quién. Yo estaba menos sano que ella, que ni fumaba, ni se excedía con las copas (un vino en las comidas y algún gin-tonic después de cenar, si salíamos con amigos), ni se drogaba; incluso me regañaba con la mirada cuando en su presencia compartía un cigarrillo de marihuana. Así es la vida, reflexioné unos días después de su incineración con una frialdad y un desapego que a mí mismo me parecieron excesivos, y continué ajeno por completo al vendaval de emociones tristes que se supone que debe sentirse tras una pérdida tan íntima. No hubo luto, ni drama. Tampoco agradecimiento al alud de pésames recibidos a donde fuera, sino hastío. Si me dolió durante algunos días, de aquella muerte me sobrepuse sin dificultad con la ayuda del trabajo de entonces, en concreto con los ensayos para el inminente estreno de la adaptación del Marat-Sade, de Peter Weiss, que preparé para mi propio teatro en la primavera de 2001.
La vida, en su vocación creadora de ficciones, construye situaciones increíblemente adecuadas para una obra literaria única, porque a Adela la conocí en un funeral y me despedí de ella en otro, el suyo.
Nos vimos por primera vez en el entierro de mi padre en 1981. Estaba entre los varios centenares de personas que acudieron a las exequias. Mi padre era un hombre enriquecido voluptuosamente durante el régimen franquista y conservaba una buena cantidad de amigos que habían compartido con él demasiadas cosas en los años de la dictadura, entre otras la fidelidad a los vencedores de la guerra y la acumulación de riquezas en los muchos y rebuscados negocios surgidos en la especulación de los años del desarrollo. Muchos de ellos asistieron al entierro acompañados por sus esposas u otros familiares, como fue el caso de Adela por ser nieta de un juez jubilado. Y fue la única persona en la que me fijé durante la ceremonia fúnebre. Cuando al terminar los actos se acercó junto con su abuelo para darme el pésame me produjo una impresión extraña, mezcla de timidez, zozobra y deseo, y nunca he podido olvidar su voz tierna en aquel momento, su belleza delicada, la luz de sus ojos. Cuando por fin aflojé la mano que le estaba estrechando más tiempo de lo aconsejable sin ser consciente de lo inapropiado del momento, ruborizado y repuesto de la imprudencia, le pregunté por su nombre y sonrió al responderme. «Me alegra conocerte», dije, y el juez, su abuelo, nos miró a uno y otro con gesto adusto, pero no comentó nada. Ella asintió levemente.
El cementerio había sido hasta ese instante un invernadero en blanco y negro techado por un manto de nubes bajas a punto de desaguarse sobre el sembrado de lápidas de piedra gris, cruces de granito, ángeles funerarios y flores marchitas. La neblina impedía ver con nitidez en la distancia, reduciendo aún más el paisaje, mientras la seriedad de los rostros que me rodeaban agrandaba lo lóbrego del ceremonial e invitaba a una tristeza con ribetes de trascendencia. El entierro de mi padre había transcurrido en ese ambiente de fingido dolor que impone el protocolo y con la gravedad con que se interpreta la irreparable pérdida de un ser humano en esos momentos ensalzado como insustituible. Pero, igual que sucede cuando se pulsa el interruptor que enciende un tubo de neón, la aparición de Adela deshizo la neblina con sus destellos, coloreó el césped y los cipreses, acharoló las lápidas, resucitó las flores y abrió el cielo para que se adentraran unos inesperados rayos de sol. El funeral, que se celebraba en enero, de repente se convirtió en una ceremonia de junio. Sentí tanto la primavera inventada y ardiente en mi interior que me desabroché el abrigo azul marino que me había protegido hasta entonces del frío porque era la primera vez en la vida que me pasaba algo así.
Terminado el desfile de condolencias la busqué por los alrededores hasta que la descubrí junto a un coche en el que su abuelo ya se había introducido. Me apresuré a acercarme y como no me pareció oportuno hacer esperar al juez ni entretenerla a ella en esos momentos le dije que me gustaría volver a verla. Respondió que al día siguiente estaría con unos amigos en el pub Santa Bárbara, a las siete. Nada más.
Pero así empezó todo.
O sea que la tristeza por la muerte de mi padre quedó tan aliviada con esa cita esperanzadora que aquella noche de luto no dormí mal porque estuve pensando en ella hasta que me venció el sueño. Veinte años después, en otro funeral, vi desaparecer el ataúd con sus restos por el túnel de la incineración y un pensamiento fugaz, como un relámpago, me llevó al momento en que la conocí y a los veinte años pasados en su compañía. La quise mucho, sí, pero aquel adiós no me mostró el rostro de la soledad, solo el de la añoranza.
Antes de conocer a Adela había mantenido varias relaciones sentimentales, casi todas muy breves, y solo dos algo más extensas: una con Lucila Ruiz de Osma, la hija de un general con la que compartí casi tres años y con la que alguna vez hablé de casarnos cuando terminara mis estudios de Filosofía y Letras. Pero andaba tan enredado con el grupo de teatro universitario que cada vez tenía menos tiempo para pasarlo con ella, incluso menos de lo que habría podido, porque a veces surgían tentaciones con una actriz del grupo o con algunas espectadoras de nuestras representaciones y mis impulsos juveniles eran incapaces de vencerlas. Esa fue una de las razones por las que me dejó; otra fue la proposición de un teniente de academia que estaba más dispuesto que yo a casarse de inmediato, y su padre insistió para que siguiera la tradición familiar. No la recuerdo muy bien, pero nunca olvidaré lo insólita que me resultaba en aquella época su afición a coleccionar revistas pornográficas que compraba los domingos por la mañana en un puesto de libros de lance en el Rastro y que se empeñaba en que miráramos juntos después. Quizá fuera esa capacidad para sorprender lo que más me fascinara de ella; también la contraposición entre su aspecto de pequeñoburguesa de colegio de monjas del Loreto y el desparpajo con que se desenvolvía en asuntos incluidos en el listado oficial de los pecados mortales. Lo cierto es que me alivió dejar de verla porque terminó por agobiarme con sus celos, en todo caso justificados. Conservo la idea, tal vez falsa, de que era una mujer delgada, rubia de pelo lacio, rostro anguloso, de proporciones menudas, miembros fibrosos y ojos despiertos que había viajado más que las demás jóvenes de su generación, que había visto más cosas y había aprendido más. No sé si más inteligente que el resto, pero sí más preparada. Mi padre me hubiera predispuesto contra ella, «cuidado, una mujer así es peligrosa», habría asegurado por su conservadurismo, y eso era lo que más me gustaba de ella, pero al final pensé que la ruptura era una liberación para los dos.
Después mantuve una relación de casi un año con una compañera de clase que se llamaba Isabel Espinosa, de una familia murciana, los Espinosa-Tovar, dueños de una de las empresas conserveras más importantes de España, pero en esta ocasión fui yo quien rompió la pareja porque poco a poco nos distanciamos hasta que al final no coincidíamos en nada. La intimidad con ella era superficial y esporádica, lo habitual en aquellos años finales de la década de los setenta, pero lo que nos alejó fue las distintas concepciones que teníamos de la vida. Le enfurecían mis ideas porque nunca llegó a comprender que siendo hijo de quien era, y de quién era ella hija, tuviéramos que ir a ver películas húngaras de arte y ensayo, acudir a mítines de partidos políticos, soportar conferencias en el Club Siglo XXI y asistir a homenajes en el restaurante El Bosque de personajes públicos que no le interesaban nada aunque me esforzara en explicarle quiénes eran y cuáles eran sus méritos. Morena, de una belleza muy cinematográfica porque en esa época nuestro icono adolescente era la actriz italiana Ornella Muti y se le daba un aire, tenía una anatomía abundante y bien distribuida y cuando miraba al suelo daban ganas de estrecharla como se abraza a un peluche; pero cuando se irritaba y alzaba los ojos febriles llegaba a dar miedo. Sus enfados eran cada vez más frecuentes; la ruptura fue inevitable. Me alegra que sucediera de aquel modo porque poco después conocí a Adela y con ella no hubo grandes discrepancias, ninguna actitud agobiante acerca de nuestras respectivas andanzas ni desagrado en vivir los irrepetibles años ochenta sin perdernos los acontecimientos culturales y festejos sociales que dieron fama mundial a Madrid.
No tuvimos hijos, Adela y yo no los tuvimos, y quizá fue lo que nos faltó, lo pienso ahora, pero nunca nos los reclamamos. Las cosas fueron como fueron y creo que nosotros dos nos bastábamos para ser todo lo felices que se puede ser. Es posible que ella los quisiera, nunca me lo dijo, pero también es verdad que nunca interpusimos barreras para no tenerlos. No vinieron y ya está. Si a ella le produjo alguna tristeza la imposibilidad de su maternidad, jamás lo manifestó ni yo lo vislumbré. Tenía dos sobrinos que le gustaba subir en brazos y acunar mientras fueron bebés, con una ternura que se reflejaba en sus ojos y en su sonrisa, pero después de un rato los devolvía a la madre, su cuñada, con toda naturalidad. De regreso a casa no hablaba de ellos salvo para comentar en alguna ocasión que la nena era más guapa que el niño, dónde iba a parar. Sin más.
La mejor herencia que me dejó Adela, mucho más generosa que la fortuna material que recibí de mi padre, fue su recuerdo en forma de vacuna inmunizadora de deseo hacia otras mujeres. Nunca más, desde su muerte, deseé a ninguna otra. Algunas me han parecido atractivas, las he visto y las he mirado con insistencia, reconociendo su belleza, pero no necesitaba más. La fuga de Adela me convirtió en un solterón y desde entonces lo más parecido que he tenido a un enamoramiento, dentro de los universos del afecto, la amistad, el respeto y el gusto por estar juntos, sin más, ha sido con René, mi ayudante de dirección y escenógrafo, quien también me traicionó con su muerte hace cuatro años, el 6 de enero de 2016, su gran regalo de Reyes, siempre tan detallista. René ignoraba que su muerte me iba a dejar en la soledad más jodida, la que te descubre de repente que no tienes a nadie con quien comentar las noticias de la mañana, los estrenos de la cartelera, los planes de vacaciones y el precio de los zapatos italianos de piel. Nunca los he perdonado, ni a él ni al tumor cerebral inoperable que le cerró los ojos sin que yo tuviera tiempo para blasfemar y que oyera mis gritos de rabia.
Mi padre me dejó una fortuna que me permitió comprar un teatro y no volver a preocuparme por el dinero; Adela me legó en herencia su recuerdo para liberarme de la angustia de las pasiones, y René escribió en su testamento que heredaba un millón de toneladas de soledad para que la fuera administrando día a día y que no me faltara nunca.
Llegaba la Navidad y se abría ante mí un horizonte de profundo malestar. «Total, es una noche, una comida y otra medianoche hasta las campanadas del reloj de la Puerta del Sol», me dijo Silvia con su natural apego a los rituales, pero sus palabras no me ayudaron a esquivar la sensación de desagrado que me provocaba la inminencia de las fiestas. Así es que cuando cerré las puertas del teatro y me volví a mirar la calle se volcó sobre mí el espesor de un cielo negro, el devenir de la gente apresurada, las luces exageradas de los escaparates, el vaho que salía de las bocas, los cláxones de los coches y un peso del abrigo sobre los hombros que nunca había notado tanto, como si hubiera perdido las fuerzas para llevarlo con la indiferencia de otros días. Días por delante sin saber a qué dedicarlos. Sin necesitar comprar ningún regalo porque no tenía a quién hacérselo.
—A casa, ¿no? —me dije, en voz alta. Sí, en alta voz, porque la gran aportación que han hecho los teléfonos móviles a la sociedad actual es que se puede ir hablando solo por la calle sin complejos ni cortapisas, incluso gesticulando y haciendo aspavientos, y nadie se gira para comentar «pobrecito, está como una cabra», lo normal hasta no hace mucho. Ahora hablar solo, incluso pasear gritando, no es algo que sorprenda. Por eso, cuando me pregunté en voz alta si daba por acabado el día y volvía a casa, me respondí sin temor a ser observado y juzgado por alguien—: Claro, a casa.
No era mala idea regresar para tomarme tiempo y pensar cómo distraer los días que se me venían encima. Había cerrado las puertas del teatro y, mientras me preguntaba y respondía, seguía como un pasmarote en medio de la acera sin terminar de decidir qué camino elegir. Antes me había despedido de los alumnos del taller de interpretación y correspondido a sus deseos de pasar unas felices fiestas asintiendo con la cabeza, con media sonrisa y alguna que otra respuesta en el mismo sentido. Las últimas en marcharse fueron Sara y Ainoa, mis mejores alumnas del curso por el entusiasmo que mostraban en cada uno de los ejercicios e improvisaciones que les encargaba interpretar. Dos alumnas muy distintas porque, mientras la timidez de Sara resultaba encantadora y su pudor exagerado era un muro que yo intentaba que derribase a fuerza de exigirle las escenas más comprometidas, Ainoa era lo contrario, una adolescente impulsiva, impúdica y dicharachera, siempre de buen humor y la primera dispuesta a gastar todo tipo de bromas y a no tomarse nada en serio. Me costaba contenerla para que rebajara sus excesos y dotes dramáticas, pero escogiendo ejercicios muy concretos casi siempre lo conseguía. Hacerla llorar fue imposible durante las primeras clases, pero en cuanto le expliqué la triquiñuela de aspirar el mentol que se vendía en frascos en las tiendas para attrezzo de teatro lo hacía con una facilidad pasmosa, de lo que se carcajeaba ella misma cuando terminaba la escena. Pronto aprendió a aspirar mentol por la nariz de modo disimulado hasta que se le saltaban las lágrimas y el resto era fácil: fingir gestualmente el drama. Las dos llegarían lejos, estaba seguro, y por eso me centraba en ellas más de lo que, quizás, hubiera sido justo para el resto de sus compañeros.
Sobre todo para Raúl, el mejor de todos los chicos, que también tendrá un sitio en el mundo de la interpretación en cuanto consiga vencer esa tendencia al divismo, algo que en todo caso suele resolverse con la edad y con las primeras bofetadas que da la profesión. La vanidad en la madurez no se cura, pero en la juventud dura lo que dura la complacencia del entorno. En un ambiente hostil la vanidad es efímera porque es mera espuma del orgullo y el orgullo se doma a fuerza de golpes y fracasos. Raúl, como tantos otros, seguramente los recibirá en cascada.
Los alumnos ya estaban felices y de vacaciones, ilusionados porque sabían que al regreso prepararíamos la prueba de fin de curso (una performance que tenía diseñada hasta en sus últimos detalles), y yo allí, en mitad de la acera, plantado como una acacia japonesa de la calle del General Álvarez de Castro, parecía un sin techo desvalido y desorientado que ha perdido la memoria y no sabe dónde está. Y un hombre mayor no debe permanecer ensimismado en la calle más de lo imprescindible porque de lo contrario alguien avisará al 112 y una patrulla de la policía municipal se parará a su lado para saber si necesita algo.
No me di cuenta del riesgo hasta que la voz de Silvia pronunció mi nombre desde la acera de enfrente.
—¡Hugo!
—¿Eh?
—¿Esperas un taxi?
—No, no...
Me sobresaltó su llamada y balbucí una negación. Entonces quiso saber si iba a entrar al cine, ella salía de ver una película que me recomendaba, no recuerdo el título pero era japonesa o coreana, en todo caso asiática, una película que triunfó después en los Oscar. Cuando le dije que no, que estaba dudando entre dar un paseo o parar un taxi para volver a casa, se empeñó en invitarme a comer un kebab justo enfrente. «Los hacen estupendos —añadió—, venga, que de todas formas algo habrá que cenar ¿no?». Fue tan imprevisto que no supe reaccionar y contesté que bien, que de acuerdo, pero que no me dejaba invitar, que pagaría yo.
—No, no, ni hablar. Hoy he cobrado un anuncio de embutidos que rodé hace siete meses y me apetece celebrarlo. Ya pensaba que iba a cenar sola.
—Bueno, si te empeñas...
—Me empeño —sonrió—. Pero antes acompáñame a Ocho y Medio, que quiero comprarme las memorias de Woody Allen. ¿Lo has leído? Se han dicho tantas cosas que me apetece leer el libro.
—Todavía no se ha publicado, Silvia. Hasta la primavera no sale.
—¿A propósito de nada?
—No sé cómo se titula; pero sí, sus memorias.
—Ah, no lo sabía. Fíjate —cabeceó y sonrió burlona—. Para una vez que iba a comprar un libro el destino no me deja. La cultura se va a la mierda, lo que yo te diga.
Silvia. Silvia Carvajal. Es de un pueblo de Soria pero lleva en Madrid desde los diecinueve años, cuando llegó para estudiar teatro. Ahora tiene treinta y siete, acaba de cumplirlos el pasado mes de noviembre, y es miembro de mi compañía teatral estable. Lleva muchos años conmigo porque, además de ser muy inteligente y atractiva, es una gran profesional y sin ser tan famosa como Blanca Portillo o Penélope Cruz, sobre todo fuera del medio, siempre es eficaz y, aunque a veces proteste, responde con pulcritud a todas mis exigencias mientras la dirijo. Ella dice que no es porque le entusiasmen mis obras, que no me haga ilusiones, que lo hace porque me admira a mí, y no deja de ser curioso que lo diga así, sin inmutarse, pero es que otra de sus virtudes es ser espontánea y natural, además de ingeniosa, contundente, afilada de lengua, divertida y sarcástica y, aunque repite sin cesar lo feminista que es, navega entre sus contradicciones con una soltura envidiable. En estos últimos años hemos ido juntos muchas veces al teatro, al cine, a cenar o simplemente a tomar un helado en una terraza en los meses de verano, con un afecto que estoy seguro que compartíamos. Tiene un gran corazón, pero cuando se lo propone también es terca, brusca como la buena castellana que es, y de espíritu sensible. Y no siente pudor a la hora de contarlo todo con naturalidad.
—¿A que no sabes que a los veinte años hice mi primera película? Era una porno.
—Sí. Lo sé. Me lo dijiste hace tiempo.
—¿La has visto?
—No veo porno. Y me parece que no deberías ir contándolo por ahí. No creo que te beneficie.
—¿No? ¿Y por qué? —Silvia se revolvió—. Los hombres sois unos hipócritas. Os encanta el porno pero luego condenáis a sus actrices.
—A mí no me gusta. Y me parece que no es así.
—Piénsalo. Piénsalo bien. Además, yo tenía un cuerpo precioso. Ni te lo imaginas.
—Piénsalo tú, anda.
Llevaba casi toda la vida en Madrid y todavía compartía piso con otras dos personas, una actriz joven que trabajaba como dependienta en una tienda de juguetes y una estudiante de producción audiovisual en paro, y por mucho que se lo aconsejáramos todos nunca quiso alquilar un apartamento para tener su propia intimidad. Creo, aunque no lo confesara nunca, que no le gustaba vivir sola, quizá le diese miedo, no lo sé. Porque por falta de dinero no podía ser, que no es que le sobrara, en esta profesión no le sobra a nadie ni nadie sabe si trabajará al mes siguiente, pero es que ella siempre ha sido muy comedida en el gasto, se compra su ropa en Zara, sus lujos en Mango, sus maquillajes en el Sephora de la calle Fuencarral y viaja en metro, pocas veces llama a un Uber. Y tampoco es una sibarita comiendo: su plato favorito son los nachos del Foster’s y cuando sale a tomar una copa bebe una sola, casi siempre un vino blanco o un gin-tonic.
Lo que empezó siendo una invitación a cenar para cumplir el trámite y llegar pronto a casa se prolongó más de lo e