La melodía del tiempo

José Luis Perales

Fragmento

cap-1

1

Debido a su condición de sordomudo no le resultaba fácil encontrar una mujer con la que compartir su vida. Era un solterón alto y atractivo para las mujeres que acudían a su taller de relojero instalado en un pequeño cuarto de la casa en la que vivía con su madre, Baltasara Cortés, una mujer con un carácter autoritario y absorbente, árido y seco como el paisaje de El Castro, un pueblo en una España olvidada de la mano de Dios y no demasiado lejos de la capital, sediento de agua y de justicia, donde un día se instalarían llevados por su trabajo y por culpa de una mujer.

Bautizado con el nombre de Evaristo Salinas, nació en los últimos años del siglo XIX en la ciudad de Sevilla. Sus padres, al llegar al mundo, no escucharon su llanto, y pronto descubrieron que el pequeño Evaristo era sordomudo. Quizá por su carencia, fue un niño especialmente querido, y cuando tuvo la edad de ir a la escuela, decidieron ingresarlo en un colegio especial para ese tipo de niños donde aprendió a escribir, leer y pronunciar las palabras más elementales para ser entendido, así como para entender, leyendo en los labios de los que le hablaban. Incluso se reveló como un alumno aventajado, hasta el punto de conseguir varias medallas de plata en los diferentes cursos por su aplicación y sus buenos resultados en la escuela; unas medallas que su madre, muchos años después, conservaba guardadas en una cajita de plata hasta que el tiempo las hizo desaparecer. Ya terminado su período de aprendizaje en la escuela, fue contratado por una empresa como técnico encargado del mantenimiento de una red de líneas eléctricas en la comarca de Vallehondo y el alumbrado público de El Castro, región situada a muchos kilómetros de distancia de la ciudad en la que nació. Por entonces su edad era de veintiocho años.

Pero no solamente Evaristo Salinas había aprendido a comunicarse con su lenguaje especial, sino que también poseía una gran habilidad para el dibujo, por lo que las mujeres de El Castro lo solicitaban habitualmente —sobre todo las novias— para el diseño de sus vestidos de boda, mantelerías, sábanas y todo lo concerniente al ajuar que, una vez dibujado por él, serían ellas las que, con toda delicadeza, bordarían.

El excesivo celo de Baltasara Cortés por su hijo hacía imposible toda relación con alguna mujer que supusiera un peligro de perderlo para siempre.

Un día visitó la relojería de Evaristo Salinas una mujer menuda y tímida. La recibió en el portal Baltasara Cortés.

—¿Qué deseas? —le preguntó.

—Vengo a traer un reloj que hace años que no funciona, y como he oído decir a todo el mundo que lo que no arregle Evaristo Salinas no lo arregla nadie, he pensado que, puesto que es un recuerdo de mis padres, muertos ya hace años, sería muy hermoso para mí volver a escuchar esas campanadas que escuchaba cuando era niña para despertarme.

—¿Cómo te llamas? A pesar de lo pequeño que es El Castro, nunca te he visto.

—Gabriela Rincón, y vivo cerca del mirador.

Baltasara Cortés la hizo entrar en el taller advirtiéndole que fuera rápida en su encuentro con su hijo, ya que andaba escaso de tiempo y sobrado de trabajo.

Evaristo Salinas la recibió con una sonrisa y con un gesto le indicó una silla, invitándola a sentarse.

—No te preocupes —le dijo—, sólo quiero saber si tú podrías arreglarme este despertador que hace años que no funciona. Era de mis padres y… —Volvió a explicar la historia del despertador y todo lo que suponía para ella, después de tanto tiempo, volver a escuchar las campanadas como cuando era niña.

Él la observaba y leía sus labios intentando traducir por sus movimientos las palabras que Gabriela Rincón decía.

Mientras ella hablaba, sin caer en la cuenta de que Evaristo Salinas era sordomudo, él la miraba con una ternura que intimidaba por momentos a Gabriela Rincón, obligándola a bajar la vista esperando una respuesta.

Pidió disculpas por su torpeza mientras desenvolvía con cuidado su reloj despertador con la esfera que el tiempo había cambiado de blanca en amarillenta y la campana en la parte superior que había permanecido en silencio durante casi veinte años.

Evaristo Salinas tomó un papel y un lápiz, y escribió: «Trataré de arreglar tu reloj. Pásate por el taller dentro de una semana. ¿De acuerdo?». Gabriela Rincón asintió con la cabeza y al despedirse, Evaristo Salinas le tendió su mano fuerte y varonil en contraste con la de ella, frágil y transparente. Él la miró con la ternura del alma. Ella percibió algo que nunca hasta entonces había experimentado. De pronto la puerta del taller se abrió violentamente y apareció Baltasara Cortés.

—Te dije que fueras breve, mi hijo tiene demasiado trabajo para estar perdiendo el tiempo.

Gabriela Rincón pidió disculpas, atravesó el portal como una sombra y, tratando de acallar el corazón, volvió a su casa.

Desde la ventana de su cuarto miró hacia Vallehondo. La lluvia empezó a caer lentamente hasta convertirse en tormenta. Los relámpagos iluminaron el atardecer haciéndolo más tenebroso y los truenos amenazaban con romper los cristales de las ventanas.

Mientras contemplaba la tormenta iluminando el valle, un rayo cruzó el cielo y fue a caer sobre un chopo en una zona de huertos. Gabriela Rincón sintió terror al ver cómo el árbol se partía en dos y se desplomaba sobre la tierra. Cerró la ventana y en la penumbra de su cuarto trató de calmar otra tormenta. Esa que se había desatado dentro de su alma. Una tormenta de sentimientos, sensaciones y dudas que acababa de despertar en ella el encuentro con Evaristo Salinas.

De pronto, unos gritos rompieron el silencio y las campanas tocaron a rebato. Todos los habitantes del pueblo salieron de sus casas mientras unas mujeres a voz en grito anunciaban la muerte por un rayo de uno de los mozos cuando trabajaba en su huerto. A Gabriela Rincón se le heló el alma. Ella sin saberlo había sido testigo del accidente desde la ventana de su cuarto.

El muerto era el único hijo de Isabel Ibáñez, una viuda de edad avanzada que, rota de dolor, vio a un grupo de hombres pasar frente a su casa con su hijo muerto envuelto en una manta camino del cementerio donde el forense esperaba su llegada. Una vez realizada la autopsia y lavado el cadáver, fue presentado a su madre, quien, acompañada por unas cuantas mujeres del pueblo y llorando amargamente, abrazó a su hijo que, sobre la losa fría, yacía pálido y con una leve sonrisa en sus labios como quien se hubiera liberado del peso de una vida triste durante la cual nunca conoció el amor ni la felicidad, salvo la que pudo proporcionarle su madre cuidándolo como si fuera un niño.

A partir de ese momento la vida de Isabel Ibáñez dejaría de tener sentido, y cerraría con llave la puerta de su casa para nunca volverla a abrir. Pero antes, una peregrinación constante de todos los habitantes de El Castro pasaría por su casa acompañándola por unos minutos en su dolor. Fue la última vez que se la vio por el pueblo. Algunos pensaron que quizá hubiera ido a la casa de algún familiar lejos de El Castro para encontrar el consuelo junto a los suyos. Otros, que la habían visto salir por la noche y encaminarse al cementerio para visitar la tumba de su hijo. Los niños a veces tiraban piedras a la puerta de la casa esperan

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