Sangre de horchata

Luisa Castro

Fragmento

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1

 

 

 

 

Las veces que me encontraba con él siempre había el mismo equívoco. Yo creía firmemente en él. Mi fe era ciega. Mi confianza, absoluta. Era mi necesidad lo que yo proyectaba en aquel hombre de hombros caídos, un hombre con las manos en los bolsillos, pero en unos bolsillos de traje caro, bien arrugado, como descuidado de ponerlo a diario y no cambiarlo innecesariamente porque con su sola presencia y su seguridad interior él podía permitirse ir así.

En cualquier sitio, en nuestra casa o en la calle, nada más vernos nos alegrábamos, pero nuestra alegría duraba poco, era espasmódica, y al instante él seguía su camino sin mirarme. Parecía que iba a abrazarme, pero no lo hacía, y con la misma espontaneidad sus ojos transitaban de una efusividad incontinente a una mirada de tranquilidad lenta, casi de morfinómano. Y yo caía en aquel hoyo. ¿Cuánto tiempo?

Aprendí enseguida a controlarlo. Mi sangre de horchata se remonta, creo, a aquellos primeros encuentros con Víctor.

 

 

Mi madre, por otra parte, vegetaba o flotaba en las instancias del alma, como Plotino. Para mi padre y para mí, cuanto más lejos estuviera, mejor. Aquella lejanía inspiraba en nosotros una devoción cada vez mayor, en absoluto anhelante o nostálgica. Nos gustaba verla allí, dando quiebros en el cielo, como una cometa. Pero esa no es ahora la cuestión. Ni me acordaba ya de cuando mi padre y ella habían dejado de vivir juntos ni creía que alguna vez hubiera sido posible tal hazaña.

 

 

Cada cierto tiempo ella nos llamaba. O lo que quedaba de ella. Ring, ring, el teléfono sonaba. Era difícil escucharla y no caer dormida en el minuto uno, aunque yo intentaba prestarle toda la atención del mundo. Tenía la impresión de que mi escucha era la única prueba de su existencia. «¿Cómo estáis, preciosa?», decía aquella voz sin pronunciar mi nombre. «¿Bien? ¿Estáis bien?». «Bien, bien», respondía yo. Pero mi madre, o quien quiera que fuese la dueña de aquella voz, después de soltar alguna frase de circunstancias enseguida se apresuraba a despedirse: «Ah, pero qué contrariedad —decía—, otro día os llamo, que hoy no se oye bien».

¿Que no se oía bien? Claro que se oía bien. Pero algo pasaba en aquellas comunicaciones telefónicas que nos perturbaba a ambas: silencios estremecidos, un fondo de cadenas al terminar sus frases, como de fantasmas arrastrándose al fondo. ¿Quién la tenía presa en aquella cárcel de algodones? Pues a juzgar por el tono de sus palabras el lugar desde el que hablaba de cárcel tenía poco. Parecía más bien un lugar confortable, o sumamente relajante, al menos. Sonaba aquella voz, si debo ser más precisa, a algo muy espiritual, como si mi madre viviese en un eterno spa, un lugar reservado a personas desvinculadas del mundo. Si había otras madres en esa sauna burbujeante, otros padres y madres con hijos a los que llamaban, no lo sé. Pero alguien debía de recomendarle a ella en aquellas estancias que el contacto con sus hijos, aunque solo fuera telefónico, debía mantenerse.

Y tampoco yo tenía de qué quejarme. Vivíamos en un palacio. Aunque nuestra casa se había incendiado varias veces, todavía conservaba su fisonomía modernista. Algunos aseguraban que la causante de los incendios podría haber sido, en tiempos no tan remotos, aquella mujer de la que teníamos tan buena opinión ahora que estaba lejos, pero que, al parecer, en una época que yo identificaba con mi fecha de nacimiento, sufría severos ataques de histeria. La humareda de los incendios había llegado, según las sirvientas, a nuestras cunitas. Nadie me confirmó tal cosa, pero yo suponía que a mi madre la habían encerrado en un sanatorio para enfermos mentales.

Nosotros somos mi hermano y yo. Los hermanos Alba.

Según Amelia, la cocinera, fue Víctor quien inició los trámites para darla por loca. ¿Era un buen abogado Víctor? Debía de serlo. Mi padre le estaba muy agradecido por aquellos trámites y le había encargado la gestión de nuestro patrimonio. Y, sinceramente, nadie la echaba de menos. No se mencionaba en mi casa su nombre. A aquella mujer que nos llamaba de vez en cuando yo le decía mamá, simplemente mamá, y con eso cubríamos expediente. De buscar a las asistentas, de pagarles, elegir nuestros colegios, y de hacer salir a bolsa nuestras acciones se encargaba Víctor. Qué vida hacía ella, con quién estaba casada ahora, qué hijos tenía, si es que los tenía, o si se pasaba el día drogada con ansiolíticos eran todas posibilidades abiertas. Y mejor que permanecieran así. Pedirle una foto suya, escudriñar por la casa algún recuerdo de aquel pasado remoto, habría alterado nuestra relación espiritista. Y, acerca de las razones de su marcha, me parecía una fantasía tan grande que fuera ella la incendiaria de Villa Alba que me inclinaba más por las explicaciones historicistas de mi padre.

Según él, aquellos incendios involucraban a varias generaciones porque el chamuscado de nuestra fachada era todo menos reciente. Con gran orgullo nos explicaba que los ataques procedían de los anarquistas de 1909, porque nuestro bisabuelo había salido en defensa del rey en la revuelta de las fábricas. Y si te fijabas veías agujeros de balas en el dintel de la puerta. Pistola Star. Calibre 7,65. Pero nosotros, ya digo, vivíamos allí la mar de tranquilos. Y, en fin, desde que mi madre cogió el portante y se fue lo único que recuerdo es un confortable ir y venir de sirvientas.

Nuestra casa, eso sí, era la comidilla de mis amigas. Las invitaba a dormir conmigo los fines de semana, y todas salían despavoridas al día siguiente inventándose fábulas que corrían por el colegio como la pólvora. Éramos populares los hermanos Alba, sí. Y, en definitiva, alrededor había un jardín.

 

 

Víctor, el abogado de papá, vivía en la ciudad, y pasaba a visitarnos los viernes por la tarde. Yo lo veía llegar con su moto, que dejaba aparcada en la acera de enfrente —jamás la metía en nuestro recinto—, y corría a abrirle. Mi padre me había enseñado a agradar a los extraños, y más aún a los próximos. Nuestro plan era dejarlos con la boca abierta, extasiados ante el espectáculo de mi belleza y virtud. Tal vez este autorretrato sea poco verosímil, y un tanto decimonónico, pero había esa complicidad entre nosotros. ¿Cuándo aprendí a complacerlo? No me acuerdo. Desde siempre me veo representando ante él el papel de un ángel de la Renaixença. Tenía dos buenos ejemplos en los que mirarme, el uno, mi madre la incendiaria, y el otro, mi abuela y su retrato al óleo que colgaba de la pared. Así que cuando aquella voz fantasmal nos llamaba yo le decía mamá, «hola, mamá», pero era como si llamara la nanny desde Puerto Rico. Con la superposición de nannies que vino luego para mí, su figura se confunde ahora con las caras y la materia blanda y acogedora de las sucesivas mujeres que me criaron. Por supuesto que agradecía sus llamadas dos o tres veces al año y enseguida corría al zepelín de mi padre para retransmitirle sus saludos. «Ha llamado mamá», le decía. «¿Ah, sí? ¿Qué ha dicho?». «Nada, que cómo estamos». «Ah, qué gran madre tu madre», contestaba él, a quien nada agradaba más que aquella sensación de «continuidad».

 

 

Pero de mi hermano aún no he hablado lo suficiente. Ricardo me llevaba siete años, y aunque nadie me lo aseguró siempre tuve la sospecha de que no éramos hijos de la misma madre. Tenía indicios de esta sospecha. La voz de mi madre, cuando llamaba, nunca preguntaba por él. Las alusiones a mi hermano venían siempre del lado de mi padre. Y de Víctor, claro, porque había muchos asuntos en nuestra familia que nos concernían a ambos, un patrimonio con el que debíamos irnos familiarizando. «Para cuando papá falte», esa era la otra frase mítica en casa.

 

 

¿Cuándo iba a faltar mi padre? La pregunta esencial, la que rige mi infancia. Y mi padre allí en su silla de ruedas, cada vez más achacoso tras el accidente. De las consecuencias de aquel trompazo volviendo él con mi madre de Francia, Ricardo y yo sabíamos poco. Teníamos entonces dos y nueve años, y por suerte no íbamos con ellos. Lo que yo podía intuir por las informaciones parciales que recibía sobre este asunto es que a raíz de aquel accidente mi madre cambió rotundamente. Se le agrió el carácter, o tal vez se sumió en una depresión. Total, que debieron decidir que era mejor separarse, y a estas alturas yo también puedo afirmarlo. Acostumbrados como estábamos a vivir sin ella, cualquier aparición suya hubiese alterado mucho más nuestras vidas que la falta de papá. Aunque no se nos ocultaba que cualquier día mi padre la palmaría, aquellos augurios, enunciados por él o por Víctor con total imparcialidad, y hasta con alegría, lejos de suponer una amenaza para nosotros, habían ido cobrando en nuestros oídos tintes de promesa. «Vais a quedar muy bien», repetía mi padre haciendo sus cálculos desde la silla. Su sonrisa, de hecho, hacía suponer que también él quedaría bien, superdescansado.

¿Cómo sería la vida sin él? De una manera muy gradual, casi imperceptible, llegué a imaginar a partir de mis diez años que aquel lugar al que él pensaba irse era la muerte. A veces me sorprendía organizando aquel plan. ¿Con quién me casaría yo entonces? ¿Y qué haría con el jardín, y la casa? ¿Le quitaría la mugre de los incendios? Por supuesto, con mi madre no contaba para esta tarea, ella siempre ausente de los temas económicos.

De ahí que empezara a escribir este diario desde bien pequeña. Escribir me proporcionaba la grata sensación de estar colaborando con mi padre en aquellos preparativos al tiempo que despejaba la ansiedad de la separación. Aquella era una frase que mi padre usaba mucho, buen lector de Freud. «Qué suerte tenéis con este padre», nos decía Víctor; «y contigo», podría haber añadido yo, si él hubiera sabido el lugar privilegiado que ocupaba en mi cuaderno. Pero lo último que haría Víctor sería hurgar en mis páginas. Tampoco a mi padre, cuando se acercaba a mi cuarto y me veía enfrascada en aquellas hojas donde yo decidía si me casaría con el jardinero o con el abogado, se le ocurría interrumpirme. Como si adivinara mis pensamientos, se limitaba a decir, desde la puerta:

—Adorable, adorable...

Todo en nuestra casa era adorable. Aquel mensaje flotaba en el aire que respirábamos y entre los abetos de nuestro jardín. Y puedo decir sin temor a equivocarme que éramos felices. Incluido Víctor, que, cada viernes, no dejaba de expresar aquella alegría instantánea al verme, como un enamoramiento que por decoro debiera luego, enseguida, reprimir. No digo que fuera una idea, la de casarme con él, tan loca. Sin duda yo lo identificaba como al dechado de virtudes que mi padre quería para mí, alguien que no viniera a comerse nuestro patrimonio, sino que lo incrementara. Y, si comprendía bien aquellos signos de arrobo y distanciamiento que Víctor ejecutaba ante mí, la cosa iba por buen camino.

De él me gustaba todo. Los atributos que en mi padre hacía tiempo estaban en retirada se desplegaban en él cada vez que aparcaba la moto delante de nuestra acera. Una vez de pie en el jardín, sus movimientos dentro del traje, mientras caminaba hacia nuestra puerta, me invitaban a echarme a sus brazos cada viernes. Pero en lugar de eso yo me preparaba para el abismo. Víctor giraría la cara inmediatamente.

En definitiva, que cada viernes, en vez de irme con mis amigas a las Ramblas, yo lo esperaba como un clavo en casa. Él venía a vernos. Y allí nos quedábamos los tres, mi padre, Víctor y yo, esperando a que mi hermano se sumara al té. Porque esta era otra convención en nuestras reuniones: fingir que Ricardo llegaría, cuando todos sabíamos que no iba a aparecer.

 

 

Pero hubo un día de primavera en que Víctor llegó, dejó su moto aparcada en la acera, como siempre, y después de darme dos efusivos besos y ejecutar a continuación aquella especie de repudio o distanciamiento ante mí, cuando ya su paraguas reposaba en el paragüero y su gabardina en el perchero, fue directo a la sala donde estaba mi padre y dijo con gran empaque:

—¿Cómo te encuentras, Julio? Tienes buena cara. Ya se nota que en esta casa ha llegado la primavera.

Víctor siempre hacía observaciones así, como de médico o de botánico. Y lo cierto es que el jardín estaba espléndido aquella tarde, a pesar de la lluvia. Él era un hombre precavido, lleno de ítems. Yo lo había visto bajarse de la moto, sacarse su casco con metódica parsimonia y luego desplegar ante mí su miniparaguas con una saña que me pareció excesiva. Después a

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