La ruptura

Laura Kay

Fragmento

1. La vida por la borda

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La vida por la borda

La cocina se había vuelto más pequeña y más oscura que antes, a pesar de la luz anaranjada del atardecer que entraba por los portillos. Me estremecí: el frío aire invernal vencía al calor que irradiaba el hornillo del barco donde vivíamos. Las alacenas parecían más juntas, las puertas chocaban unas con otras. Faltaba superficie, faltaba espacio.

Yo me mostraba más animada de lo habitual: revolvía los cacharros, hablaba en voz alta, me reía como una tonta. Intentaba captar la atención de Emily, atraerla hacia esa estancia donde ella había entrado hacía unos minutos sin llegar a estar allí del todo. Al ver el ordenador portátil y unas tazas sucias en la mesa, deseé haber puesto un poco de orden. Me recogí el pelo en una coleta más presentable. De repente me sentí ridícula al verme con los pantalones del pijama de la rana Gustavo, como si Emily no me los hubiera visto nunca, como si ella no se hubiera puesto los suyos la noche anterior. Me descubrí charlando sin parar sobre cómo había ido el día; sobre Malcolm, que contemplaba aburrido la lamentable escena desde su atalaya en el estante; sobre lo que estaba cocinando y sobre el extraño y ruidoso proyecto de construcción del señor Jeffrey, el vecino de al lado, que por momentos adquiría la forma de una caseta para perros, y... no pensaría tener uno, ¿verdad?

Emily se sentó a la mesa de la cocina y miró por el portillo lateral del barco: por él apenas se distinguían las siluetas de los árboles y el verde profundo de las aguas turbias del río. Cada vez que algún comentario suscitaba en ella una respuesta mayor que un asentimiento o un murmullo, yo me sentía victoriosa, y me aferraba a aquellos «síes», «noes» o «quizás» como si fueran las declaraciones de amor más tiernas y sentidas del universo. Emily pasaba de juguetear con un botón de su blusa a llevarse las manos a la larga melena oscura, apartándosela de la cara como si el roce del pelo le escociera. Pensé que, cuanto más hablara, más probabilidades tendría de convencerla. No podía dejar de observarla para ver si se relajaba. Pero la mirada de Emily deambulaba de un lado a otro, impregnada de aquella extraña clase de tristeza que a veces una se impone a sí misma a sabiendas de que a largo plazo el mal momento habrá merecido la pena.

Por fin me callé para poner los platos en la mesa, y cuando caí en que nunca debería haber parado de hablar ya era demasiado tarde. Fue un error fatal. Deseé haber permanecido en la cocina para siempre, preparando la pasta y diciendo tonterías hasta dar con aquella que le hiciera ver que estaba a punto de cometer un error garrafal. Debería haber dilatado el tiempo hasta que ella optara por quedarse. Tenía que existir una combinación mágica de palabras, un sortilegio eficaz. En cambio, permití que nos envolviera un silencio terrorífico, denso y pesado, y los ojos de Emily empezaron a llenarse de lágrimas.

—Lo siento tanto, Ally.

No lo sientas, me dije. No lo sientas y así olvidaremos este momento; cenaremos, nos sentaremos en el sofá con Malcolm y seguiremos juntas para siempre.

—Ya no aguanto más.

Me cubrí la cara con las manos; era incapaz de seguir mirándola.

—Las dos sabemos que las cosas no van bien desde hace tiempo, ¿no crees? Mírame, Al, por favor. No hagas que sea yo la que cargue con el peso de todo esto cuando es algo que nos concierne a ambas.

No levanté la vista. Yo no sabía nada.

—Ya no estamos bien juntas, ¿no crees? Supongo que las dos hemos crecido mucho y hemos cambiado. Bueno, al menos me consta que yo he cambiado.

Cuando le dije que por mi parte no había notado ningún cambio se enfadó de una manera increíble y súbita. A partir de ese momento se acabaron las lágrimas. Por lo visto, mis palabras acababan de reafirmar su decisión. Se irguió en la silla y dio una palmada de frustración en la mesa, lo que hizo que Malcolm abandonara su puesto de vigilancia a la velocidad del rayo.

—¡Claro que no has notado ningún cambio! ¡No me extraña!

Lo dijo gritando, con una voz aguda y vacilante que no le había oído nunca antes. Si el momento no hubiera sido tan horrible, tal vez me habría echado a reír. Podría haber sido una de esas cosas que una comenta unos días más tarde, entre abrazos. Y ella seguro que habría protestado y me habría dado un manotazo en el brazo, pero también habría acabado riéndose.

—¡Nunca te enteras de nada, Ally! Es como si todo hubiera dejado de importarte. ¿Sabes lo que cuesta ser el motor de una relación? ¿Tener que esforzarme para convencerte de que salgas? ¿De que hagas cualquier cosa? Es agotador.

Le dije que no entendía cómo mi inactividad podía agotarla, pero en realidad sabía a lo que se refería. No soy idiota, pero no tenía respuesta. Tal vez podría haberme disculpado, haber intentado explicarme o razonar mi postura, pero era obvio que ella ya había tomado una decisión. En su cabeza ella ya se había ido. Bajé la mirada y me di cuenta entonces de que ni siquiera se había quitado los zapatos.

Entonces Emily dijo varias cosas que me hicieron cerrar los ojos con fuerza y apretar los dientes hasta que el zumbido en los oídos sepultó su voz. Fue un intento de que esa conversación no entrara a formar parte de mis recuerdos. De todos modos, ya me sabía la cantinela: el cansancio, el tedio, el hartazgo.

—Esta noche me quedaré en casa de Sarah —concluyó por fin, imponiéndose sobre mi barrera de sonido. Se levantó bruscamente de la silla y se dirigió hacia la puerta.

Yo también me puse de pie, casi por instinto, y me parapeté detrás de la silla; la agarré con tanta firmeza que los nudillos se me quedaron blancos. Me preparaba para protegerme del siguiente embate.

—¿Sarah, del trabajo?

Lo pregunté con mi tono de incredulidad más logrado. Como si se tratara del hecho más inaudito que había oído en mi vida. Como si Emily me hubiera dicho que se iba a pasar la noche a casa de Santa Claus. Pero, en cuanto lo hice, la noté incómoda por primera vez en toda la tarde, y una marea de recuerdos de meses atrás empezó a inundarme la mente. Imágenes sueltas de retrasos nocturnos, de distracciones en las charlas, de fines de semana en que ella tenía que trabajar. Recuerdos que había puesto a buen recaudo en una diminuta e inaccesible parte del cerebro. La odié entonces por pensar que yo no me enteraba de nada, aunque en realidad no había sido consciente de lo que pasaba hasta ese mismo instante.

Moví la cabeza y me eché a reír: una reacción absurda cuando una se siente como si le hubieran propinado una soberana paliza justo antes de ser atropellada por un camión.

Emily se puso a hablarme como lo haría cualquiera con alguien que está de pie en el alféizar de la ventana de un décimo piso, o demasiado cerca del borde del andén de una estación de metro.

—Escucha.

Levantó las manos en señal de que no quería hacerme daño,

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