Cambiar: método

Édouard Louis

Fragmento

Son las doce y treinta y tres minutos de la noche y empiezo a escribir desde esta habitación sombría y silenciosa. A través de la ventana abierta oigo voces fuera y las sirenas de la policía a lo lejos.

Tengo veintiséis años y unos pocos meses, la mayoría de la gente diría que tengo toda la vida por delante, que todavía no ha empezado nada, y sin embargo ya hace tiempo que vivo con la impresión de haber vivido demasiado; imagino que por eso es tan intensa la necesidad de escribir, como una manera de fijar el pasado en lo escrito y así, supongo, deshacerse de él; o puede que, al contrario, el pasado esté ahora tan anclado en mí que me obliga a hablar de él, en todo momento, en cualquier ocasión, que me ha ganado la partida y que, creyendo deshacerme de él, no hago sino reforzar su existencia y su control sobre mi vida; puede que haya caído en la trampa... no lo sé.

Cuando tenía veintiún años ya era demasiado tarde, ya había vivido demasiado: de niño conocí la miseria, la pobreza, la escena repetida de mi madre pidiéndome que llamase a la puerta de los vecinos o de mi tía y les suplicara que nos diesen un paquete de pasta y un tarro de salsa de tomate, porque ya no tenía dinero y sabía que un niño despertaría compasión más fácilmente que un adulto.

Conocí la violencia, mi primo muerto en prisión a los treinta años, mi hermano mayor enfermo de alcoholismo desde la adolescencia, con el cuerpo tan impregnado de alcohol que ya se levantaba borracho por la mañana, antes de haber bebido; mi madre que lo negaba con todas sus fuerzas para proteger a su hijo, que nos juraba cada día que ésa era la última vez que bebía, que ya no iba a beber nunca más. Las peleas en el café del pueblo, el racismo obsesivo de las comunidades rurales y aisladas, presente en casi cada palabra, cada frase. Esto ya no es Francia, es África, ya sólo hay extranjeros; el miedo constante de no llegar a fin de mes, de no poder comprar leña para calentar la casa o remplazar los zapatos destrozados de los niños, las frases de mi madre, No quiero que mis hijos pasen vergüenza en el colegio, y mi padre; mi padre enfermo de una vida de trabajo en la fábrica, a destajo, después en las calles barriendo la basura de los demás, mi abuelo enfermo de la misma vida, enfermo del hecho de que su vida era la reproducción casi exacta de la vida de su bisabuelo, de su abuelo, de su padre y de su hijo; privación, precariedad, dejar el colegio a los catorce o quince años, vida en la fábrica, enfermedad. A los seis o siete años yo miraba a esos hombres que me rodeaban y pensaba que su vida sería la mía, que un día iría a la fábrica, como ellos, y que la fábrica también me encorvaría la espalda.

Huí de ese destino y fui vendedor en una panadería, portero de un edificio, librero, camarero, encargado de comprobar las entradas en varios teatros, secretario, profesor particular, prostituto, monitor en colonias de vacaciones, cobaya de experimentos médicos. De milagro, estudié en una escuela que se consideraba una de las más prestigiosas de Europa y salí de ella licenciado en filosofía y sociología, aunque nadie en mi familia tenía estudios. Leí a Platón, Kant, Derrida, Beauvoir. Después de haber conocido las clases más pobres del norte de Francia, conocí la pequeña burguesía de provincias, su acritud, y, un poco más tarde, el mundo intelectual parisino, la gran burguesía francesa e internacional. Me codeé con las personas más ricas del mundo. Hice el amor con hombres que tenían en su salón cuadros de Picasso, de Monet, de Soulages, que sólo viajaban en avión privado y que se pasaban la vida en hoteles donde una noche, una sola noche, costaba lo que toda mi familia ganaba en un año, cuando yo era niño, para alimentar a siete personas.

Me relacioné —al menos físicamente— con la aristocracia, cené en casas de duques y de princesas, comí caviar y bebí con ellos varias veces por semana champagne del que pocas veces se ve, pasé vacaciones en mansiones suizas, en casa del alcalde de Ginebra, que llegó a ser amigo mío. Conocí la vida de los vendedores de droga, amé a un hombre que reparaba vías férreas y a otro que, con apenas treinta años, había pasado un tercio de su vida en la cárcel, dormí en los brazos de otro hombre en una de las ciudades supuestamente más peligrosas de Francia.

Con poco más de veinte años cambié de nombre en un tribunal, cambié de apellido, modifiqué mi cara, diseñé de nuevo la estructura de mi implantación capilar, pasé por varias operaciones, reinventé mi manera de moverme, de andar, de hablar, hice desaparecer el acento del norte de mi infancia. Huí a Barcelona para empezar de nuevo con un aristócrata venido a menos, intenté dejarlo todo e irme a la India, viví en un estudio minúsculo en París, fui propietario de un gran apartamento en uno de los barrios más ricos de Nueva York, viajé solo durante semanas a través de Estados Unidos, visité ciudades normales, desconocidas y fantasmales para intentar deshacerme de todo aquello en lo que mi vida se había convertido. Cuando iba a ver a mi padre o a mi madre ya no sabíamos qué decirnos, ya no hablábamos el mismo idioma, todo lo que había vivido en tan poco tiempo, todo lo que había atravesado nos separaba.

Escribí y publiqué libros antes de celebrar mi veinticinco cumpleaños, viajé por el mundo entero para presentarlos, fui a Japón, Chile, Kosovo, Malasia, Singapur. Di conferencias en Harvard, Berkeley, la Sorbona; al principio, esa vida me impresionaba, pero después me sentí hastiado, asqueado.

Escapé de la muerte por los pelos, viví la muerte, experimenté su realidad, perdí el uso de mi cuerpo durante semanas.

Más que nada, intenté huir de mi infancia, escapar del cielo gris del norte y de la vida condenada de mis amigos de infancia, a quienes la sociedad había privado de todo, cuya única perspectiva de felicidad eran las veladas, varias veces por semana, en la parada de autobús del pueblo, bebiendo cerveza y pastís en vasos de plástico para olvidar, olvidar la realidad. Había soñado con que me reconocieran por la calle, soñado con ser invisible, soñado con desaparecer, soñado con despertar una mañana y ser una chica, soñado con ser rico, soñado con empezar de nuevo.

A veces me habría gustado tumbarme en un rincón, apartado de todo, cavar un agujero, meterme dentro y no hablar nunca más, no moverme nunca más, según el modelo de lo que Nietzsche llama el fatalismo ruso, es decir, esos soldados que, agotados de haber luchado durante mucho tiempo, destrozados por el cansancio de las batallas, por sus cuerpos doloridos, pesados, se tienden en el suelo, lejos de los demás, en la nieve, y esperan a la muerte.

Esta historia —esta odisea— es lo que me gustaría, aquí, intentar contar.

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