Vagalume

Julio Llamazares

Fragmento

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1. La despedida

 

 

 

 

—A partir de una edad todos somos ya supervivientes.

La frase de Carracedo resonó en mi cabeza durante horas, primero por las calles solitarias y húmedas de la ciudad, recién regadas por los camiones de la limpieza, y más tarde en el hotel, aquel edificio nuevo alzado lejos del centro junto a otros también nuevos en el que dormí esa noche. Yo, que había sido el rey de la ciudad, ahora un forastero en ella.

A la mañana siguiente, no obstante, me había olvidado de Carracedo. La ciudad, despejada y recién despierta, enmarcada por un cielo azul topacio, bullía con su actividad habitual a esa hora (las furgonetas de reparto, el tráfico de los primeros coches, los cláxones de los autobuses) y la figura de Carracedo apoyado en la barra del bar de copas en el que terminamos la noche después de cenar en Casa Mundo, un clásico de nuestros tiempos, haciendo cuenta de los desaparecidos se había evaporado como el alcohol. Mientras desayunaba en el restaurante del hotel, en la última planta del edificio, con el periódico abierto sobre la mesa (el mismo periódico en el que comencé a escribir, tan cambiado ahora de aspecto), contemplé la ciudad abajo, una geometría cubista reverberante bajo el sol de julio. Parecía como si la ciudad entera fuera un reflejo de la que fue y que tanto me costaba reconocer.

Hacía mucho que no la visitaba. Puede que nueve o diez años, quizá más. El tiempo pasa tan rápido que a veces uno se equivoca en la cuenta más de lo que desearía. Y aquella mañana era una de ésas, emocionado como seguía tras despedir al hombre que fue mi maestro en el periodismo. Su inconfundible figura recta, su mirada distraída e inteligente al mismo tiempo, su gesto escéptico y elegante no habían variado con la edad, por lo menos hasta que dejé de verlo, y así quería recordarlo. A pesar de los años de alejamiento, Manolo Castro siguió siendo para mí una referencia y el apoyo silencioso que sabía que tenía en la ciudad a la que permaneció fiel hasta su muerte y de la que yo me fui muy joven, animado principalmente por él: Vete de aquí, no te quedes. Aquí nunca llegarás a nada.

Como la frase de Carracedo en el bar de copas en el que terminamos la noche, sólo que más lejana en el tiempo, el recuerdo de la de Manolo Castro me trasladó a la época en la que todos éramos jóvenes, incluido él. Por un momento —el periódico abierto sobre la mesa, la taza de café a medio tomar, los camareros y los clientes del hotel yendo y viniendo de un sitio a otro— llegué a pensar que la vida se había parado en aquellos años y que todo lo sucedido hasta esa mañana era un sueño, una película de la televisión, que me había dejado encendida, como siempre que duermo en un hotel, para no sentirme solo.

Pisar la calle de nuevo me hizo olvidar ese pensamiento. El choque entre mi memoria y lo que veía alrededor de mí me hacía sentirme fuera de un mundo que me era familiar, pero al que ya no pertenecía. Y eso que algunas personas se quedaban mirándome al pasar como si me reconocieran. Puede que alguno lo hiciera, pero ya no sabría ponerme nombre. Treinta años después de dejar la ciudad atrás, mi rostro se había desdibujado de la memoria de sus vecinos, excepto de quienes me trataron más, como Carracedo. Era el único que quedaba trabajando en el periódico, el único testigo de una época en la que un grupo de jóvenes periodistas coincidimos en aquella redacción que para nosotros era una continuación de la vida y de una ciudad que se nos rendía, pues estábamos llenos de juventud. ¡Cuántas noches no cerramos el último bar abierto y cuántas no hicimos lo mismo con el periódico después de volver de fiesta!

Yo había llegado desde Madrid, donde estudié la carrera, a trabajar en aquel diario por recomendación de un pariente mío que tenía amistad con el dueño, un empresario local que lo utilizaba para sus intereses. Entre ellos no estaba la cultura, que fue la sección a la que el director me envió, como hacía con todos los nuevos. Cultura es una buena sección para empezar, me dijo, porque la lee muy poca gente. Manolo Castro era el responsable de ella, quizá porque tampoco le interesaba al director del periódico lo que escribía o, al contrario, por temor a lo que pudiera escribir. Aún eran tiempos de cierta dificultad periodística en una ciudad tan conservadora como era aquélla.

Pronto me hice amigo de él. Pese a la diferencia de edad (Manolo me sacaba quince años), desde el primer momento simpatizamos, en parte por nuestra forma de ser y en parte por nuestra común afición a la literatura. Aunque él ya no escribía, se comentaba en la redacción que había ganado algún premio literario cuando era joven, incluso publicado una novela que nadie llegó a leer porque la prohibió la censura. Verdad o no (él ni confirmaba ni desmentía aquellos rumores), lo cierto es que escribía muy bien y que tenía una gran cultura que se manifestaba en cualquier artículo que firmara. Nada que ver con los otros redactores del periódico, auténticos forzados del estilo casi todos, comenzando por el director.

Casado desde muy joven, Manolo tenía dos hijas (María y Sara, que ayer lloraban con desconsuelo en el funeral; María ya tiene la edad de él en aquella época), por lo que nunca salía con nosotros, los periodistas más jóvenes, pese a que se lo propusiéramos a menudo. Aunque era nuestro jefe, no lo veíamos como un superior sino como un compañero con más experiencia, un maestro a pesar de su humildad. Sobre todo los que, como era mi caso, trabajábamos a sus órdenes. Manolo Castro fue mi maestro y mi guía en aquellos años en los que el periodismo y la vida eran para mí lo mismo, como para la mayoría de mis compañeros.

Todos se acabaron yendo, por lo que el propio Manolo me iría contando en sus cartas, salvo Vicente, el fotógrafo, que se mató en un accidente de moto, y salvo Carracedo, que aún seguía trabajando en el periódico, del que ya era el más veterano, según me dijera él mismo. Soy el decano del periodismo local, me dijo con ironía no exenta de cierta amargura mientras apuraba la primera copa. Al parecer, tras la jubilación de Manolo Castro, pasó a ser el más viejo de la redacción, una redacción en la que, como Manolo, llevaba toda su vida y a cuya dirección seguramente aspiraba pese a lo que me dijera. Yo no tengo deseos de poder, me confesó con cierta indulgencia, no sé si de mí o de él.

Manolo Castro tampoco debía de tenerlos, pero por su capacidad acabó dirigiendo el periódico. Para entonces rondaba ya los cincuenta años y hasta que se jubiló permaneció al frente de él. Como Carracedo, había entrado a trabajar en el periódico muy joven y se quedó para siempre allí.

Cuando yo lo conocí, aún conservaba cierta ilusión por el periodismo pese a que le divertía ejercer de escéptico con los periodistas nuevos. Nos enseñaba sin que lo pareciera, al contrario que o

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