Oración a Proserpina

Albert Sánchez Piñol

Fragmento

libro-2

1

Yo, Marco Tulio Cicerón, hijo de Marco Tulio Cicerón, que he vivido la hecatombe de Roma y el Fin de la civilización humana. Yo, de quien las aventuras hicieron un Ulises de los inframundos. Yo, querida Proserpina, puedo afirmar que la causa y origen de todos los males es esta: que los hombres estemos dispuestos a cambiar el universo antes que afrontar el deber, mucho más humilde y necesario, de cambiarnos a nosotros mismos.

Pero esto no es más que una declaración pomposa. ¿Que cómo empezó el Fin del Mundo? Creo, Proserpina, que fue con la derrota de Catilina, en la batalla campal de Pistoia.

Una pirámide de espadas. Eso era lo único que quedaba del famoso Catilina y su revuelta contra la República. Los últimos catilinarios, rendidos a las legiones, desfilaban entre dos hileras de soldados y tiraban las armas a una pila. A aquel pequeño túmulo de espadas, lanzas y escudos. A eso habían quedado reducidos Catilina y sus locas ambiciones: a una suma de hombres derrotados y pirámides de hierro.

El espectáculo de ese triste desfile no me complacía lo más mínimo, así que volví al campamento del ejército. Allí el ambiente era muy diferente. Sobre todo en la magna tienda del pretorio: mucho antes de llegar, ya se oían gritos, carcajadas y ruido de vajilla rompiéndose.

Dentro de la gran tienda estaba mi amigo Gneus, y con él un puñado de jóvenes nobles, exaltados y borrachos. Todos teníamos más de catorce años y menos de veinte. Supongo, Proserpina, que puede parecer extraño que la tienda del comandante en jefe de un ejército romano estuviera llena de mocosos gritones y bebidos como faunos. Pero la explicación es muy sencilla. En Roma era tradición que los hijos de la nobleza formaran parte de la comitiva de los generales en campaña. Así aprendían el oficio de las armas, se preparaban para ejercer las magistraturas y, más importante aún, se fomentaban los lazos solidarios entre los miembros de la casta superior romana. Por ejemplo: mi amistad con Gneus Iunni, más conocido como «Ricitos». Gneus Ricitos era rubio y frívolo, muy rubio y muy frívolo, y con unos rizos de lo más radiantes. (De ahí el apodo.)

Te decía, Proserpina, que a los hijos de la aristocracia romana todo les estaba permitido. Me acuso: éramos jóvenes, muy jóvenes y muy arrogantes, privilegiados, mimados y pretenciosos hasta el insulto. Y que nuestro comandante fuera un ceporro inútil no ayudaba, precisamente, a contenernos. Porque para la campaña contra Catilina el Senado había elegido a uno de los suyos, un tal Cayo Híbrida, y es que importaba más que formara parte del círculo senatorial que el hecho de que fuera un viejo chocho, militarmente inepto y alcohólico sin remedio. Te aseguro, Proserpina, que el mérito de la victoria fue de los legionarios y los centuriones, en absoluto del viejo Híbrida: antes de la batalla estaba tan borracho que cuando empezaron los combates no pudieron despertarlo ni sumergiéndole la cabeza en agua helada. Y así seguía en ese momento: roncando con la boca abierta, entre sollozos pestilentes y efluvios de vino.

Ricitos, tan amigo de las bromas, había sentado a Híbrida en medio de la tienda mientras los muchachos hacían tronar cánticos, brindaban y vitoreaban a su alrededor. Híbrida tenía el pecho indignamente sucio de vómitos. Sus servus domésticos no habían podido limpiarlo por un buen motivo: estaban muertos. A alguien le había parecido muy divertido poner a prueba la resistencia del casco de Catilina. ¿Cómo? Poniéndoselo en la cabeza a los servus y golpeándolos con la maza que los sacerdotes utilizaban para sacrificar bueyes. Cuando nuestro general se despertara, se encontraría con un bonito espectáculo: todos sus servus muertos a sus pies. Ah, y la cabeza decapitada de Catilina, que Ricitos había depositado en el regazo de Híbrida.

Gneus y sus rizos en bucle me dieron la bienvenida.

—Mira quién entra: ¡Marco Tulio Cicerón en persona! Creíamos que te habían matado. Ni para eso ha servido el sinvergüenza de Catilina… En fin, tendremos que seguir soportándote en las clases de retórica.

Vino y se me echó al cuello, entusiasmado.

—¡Ya hemos participado en nuestra primera batalla! Esto nos abrirá las puertas de las magistraturas.

Apestaba a vino fuerte y estaba tan feliz como borracho.

—¿Participar? —repliqué, burlón—. Pero ¡si estábamos tan lejos de la primera línea que solo oíamos los gritos!

Nos interrumpió un mensajero.

—¿Eres Marco Tulio Cicerón? —preguntó viniendo hacia mí. Había oído a Ricitos gritando mi nombre—. Te he buscado por todo el campamento. Traigo un mensaje.

Y me lo entregó. Era de mi padre, que me ordenaba volver a Roma de inmediato.

Y aquí, Proserpina, debo aclararte que mi padre, el digno y probo Marco Tulio Cicerón de quien heredo mi nombre, fue el romano más eminente del siglo.

—¿Tu padre? —preguntó admirado Ricitos—. Cuando lo veas, felicítalo de mi parte. Esta victoria es suya. Al menos, mucho más que de Híbrida —añadió con una carcajada—, eso seguro. ¿Sabes qué? Ya se habla de conceder al viejo Cicerón el título de «padre de la patria» o algo así.

Cuando pueda, Proserpina, te haré un breve resumen de la intervención de mi padre en la derrota del famoso y a la vez infame Catilina. Ahora solo te diré que yo tenía que obedecer el mensaje, y deprisa: en Roma, un padre tenía derecho sobre la vida y la muerte de sus hijos. Aunque ya era una norma en desuso, por arcaica, mi padre era de lo más conservador. Cuando vio que me disponía a marcharme solo, Ricitos me preguntó por mis servus. Le conté que había salido de Roma con un solo servus y que había desaparecido durante la batalla, muerto, fugado o vete a saber.

—¡Oh, Dioses! —exclamó escandalizado Gneus Ricitos—. ¿Cómo se te ocurre salir de casa acompañado por un solo esclavo?

Justo en ese instante los muchachos, por diversión, estaban a punto de matar al último servus de Híbrida, al que ya habían encasquetado el casco robado al cadáver de Catilina. Uno de esos granujas alzó la maza de sacrificio para estampársela en la cabeza. El servus cerró los ojos, temblando de miedo, y, justo antes del impacto, Ricitos tiró de él y la maza solo encontró el vacío. «¡Oooh!», exclamaron todos, entre decepcionados y muertos de risa…

Ricitos se dirigió al servus que acababa de salvar de una muerte segura.

—Técnicamente estás muerto —le anunció—. En consecuencia, ya no perteneces a Híbrida. Y al mismo tiempo, según la ley, eres mío, porque te he salvado. Y como eres mío puedo hacer contigo lo que me dé la gana, como por ejemplo regalarte a quien quiera. —Empujó al servus hacia mí—. Es tuyo.

—Serás un gran abogado —le dije a Ricitos.

Ahora el esclavo me pertenecía. Era tan propiedad mía como mis sandalias.

—No puedes viajar solo —replicó Ricitos—. Los caminos hasta Roma son inseguros. Y además: ¿qué diría la gente? ¡Un patricio sin escolta ni servicio! Híbrida no lo echará de menos. Es más, cuando se despierte tendrá cosas más importantes que hacer, como escribir a Roma que Júpiter le ha depositado la cabeza de Catilina en el regazo.

Eché un rápido vistazo al regalo de Ricitos. Era un servus como cualquier otro, rapado al cero, como todos los esclavos. Llevaba una pobre t

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