La maestra gitana

Lola Cabrillana

Fragmento

cap-1

1

Cuando alguien toma una decisión importante, siempre duda de si se estará equivocando. Yo nunca quise volver a la «aldea» y, sin embargo, ahí estaba.

Los años habían tratado bien a esa calle larga y estrecha de las afueras del pueblo que albergaba una decena de casas humildes, pequeños hogares heredados de padres a hijos. Sus alrededores, en cambio, se habían trasformado tanto que me costó reconocer el lugar. El entorno rural se había fundido con las urbanizaciones de lujo que muchos extranjeros habían escogido para disfrutar de una vida tranquila a orillas del mar, cobijados por la montaña, que, altiva, enmarcaba sus jardines.

En esa aldea había pasado mi infancia correteando con una veintena de niños con los pies siempre empolvados, unidos por el afán de atesorar una travesura tras otra. Al cruzar de nuevo aquella calle, un pellizco de nostalgia me acompañó a lo largo del camino, junto con los recuerdos que iban aflorando como fotografías de una vieja cámara olvidada.

La alegría de obtener una plaza definitiva en el instituto del pueblo donde nací se había visto empañada por el fallido intento de encontrar un alojamiento, pues el turismo vacacional se había tragado sin piedad los alquileres a precios asequibles, así que la única alternativa que tuve fue aceptar el ofrecimiento de vivir en la casa de la Yaya.

En mi memoria, el hogar de mi bisabuela, la que sería ahora mi residencia, era una casa enorme donde nos reuníamos todos los chiquillos para merendar rebanadas de pan tostado con mantequilla y beber un líquido caliente que nos presentaban como chocolate pero que sabía a fondo de olla quemada. Sin embargo, lo que tenía delante era una casa vieja y menguada, que se mantenía en pie con dignidad, a pesar de las visibles grietas en la cal de sus paredes.

En esa calle había reído siendo una niña y llorado al marcharme, en mi adolescencia, por las decisiones que otros tomaron.

Me bajé del coche para admirar la fachada principal, adornada con viejas macetas que la llenaban de flores de vivos colores. Tuve que ponerme de puntillas para alcanzar el geranio. Ahí, entre las ramas y la tierra húmeda, justo donde Manuel me había dicho que estarían, encontré las llaves.

Emocionada me acerqué a la vieja puerta de madera maciza. La gruesa capa de polvo que la cubría no conseguía ocultar los arañazos que mis primos y yo habíamos trazado en ella, heridas de guerra contra el aburrimiento cuando el mar se volvía gris y ajeno, y tan solo nos quedaba la calle como escenario del juego.

Impaciente por reencontrarme con las habitaciones de mi infancia, abrí la puerta empujándola con fuerza y di un par de pasos, pero me despisté un segundo y se cerró dejándome a oscuras. No veía absolutamente nada. Orientada apenas por un tenue rayo que se colaba por las rendijas de una persiana, me encaminé a tientas hacia una de las ventanas. Entonces sentí que algo se paseaba por mi pie. Mi grito retumbó en la casa vacía, y quizá también en todas las casas de la aldea. Nerviosa, me apresuré a descorrer las cortinas y vi una enorme lagartija escabulléndose por las baldosas rojizas; huía de mí sin imaginarse que yo era la que estaba más asustada de las dos. Desapareció de mi vista dejándome la duda de si por la noche querría dormir acompañada y me visitaría cuando estuviera metida en la cama. Menuda bienvenida.

Aún con el susto en el cuerpo, me asomé a la cocina, que estaba exactamente igual que como la recordaba, con gruesos muebles de madera en la parte de arriba y viejas cortinillas, estampadas de colores gastados en sustitución de las puertas en la de abajo. En el centro había una enorme mesa rodeada de sillas, cada una de una época y un estilo diferentes. Me acerqué y acaricié el hule que la cubría. Era robusto, reforzado en las esquinas con un hilo que en algún momento lució blanco. Los fuegos de la cocina seguían siendo los mismos que Manuel y yo utilizamos para hacer palomitas de maíz aquella memorable tarde de invierno.

Con once años Manuel, y yo con ocho, decidimos que éramos lo suficientemente mayores para cocinar rosetas. Así llamábamos a las palomitas de maíz fritas con aceite de oliva y sal. Sabíamos cómo se hacían, los ingredientes y lo crujientes que estaban recién hechas. Así que él se encargó de encender el fuego y yo de buscar el aceite, la sal y el pesado jarrillo de lata que contenía las palomitas que la Yaya escondía en la alacena, bajo los paños de cocina. Lo habíamos descubierto por casualidad una tarde que trasteábamos buscando chocolate. Entre los dos conseguimos bajar la gruesa sartén que la bisabuela guardaba encima del viejo horno. Vertí el aceite despacio, pero no supe calcular que con la tercera parte habría suficiente. Mirándome con ojos risueños, Manuel encendió el fuego con seguridad y yo volqué el jarrillo entero, con las palomitas que debían durar un año y entretener las tardes de invierno de toda la familia. Eso sí, lo hice despacio, con cuidado de no perder ni una. Orgullosos de nuestra hazaña cocinamos un sinfín de perlitas naranjas que llenaron la enorme sartén hasta el filo. La espera se nos hizo eterna escuchando el chisporrotear del aceite caliente y el crujir de las palomitas en el justo momento en que sufrían su transformación.

Las primeras en abrirse no saltaron con demasiada fuerza, y los dos nos miramos asombrados, no entendíamos qué habíamos hecho mal. Las siguientes cogieron más impulso y botaron con brío hacia todos los rincones de la cocina. En un principio nos pareció muy divertido, hasta que cientos de ellas empezaron a salpicarnos y quemarnos a una velocidad descontrolada. Cuando el olor a churruscado llegó a los adultos, los dos estábamos debajo de la mesa llorando con anticipación por el castigo que nos iba a caer encima. Su madre lo cogió por un brazo y con la misma intensidad que se limpia una alfombra sucia sacudió al indefenso niño, que se movía como una lombriz, intentando zafarse del brazo de su madre y de los palos que recibía sin pausa. Gritaba a todo el que quisiera oírlo que había sido idea suya, que yo no tenía la culpa, para que no compartiera su misma suerte.

A partir de ese día nos prohibieron jugar juntos a solas. Esa fue la gota que colmó un vaso rebosante de travesuras sin límites. Nos seguimos viendo cada tarde, pero ya no fue lo mismo, pues siempre había alguien vigilándonos para asegurarse de que no cometiéramos ninguna fechoría.

Durante la infancia no nos separamos nunca, y cuando en la adolescencia tuvimos que hacerlo sentí un vacío que no pude llenar con ninguna amistad. Mi familia se mudó a otro pueblo y el simple recuerdo de la brusca separación de Manuel seguía produciéndome una angustia que el tiempo no había conseguido diluir. Su padre y el mío eran primos hermanos, y las dos familias habían mantenido hasta ese momento una relación cercana. Y a pesar de todo lo que habíamos vivido juntos, ahora éramos dos desconocidos. A «los rosetas», como nos llamaba la familia, la vida nos había llevado por diferentes escenarios, hasta el punto de que no nos reconocíamos ni la voz por teléfono.

Yo había escogido el camino de la docencia, me licencié en Historia, y disfrutaba de la vida nómada que me habían regalado unas oposiciones aprobadas sin plaza fija. Él se había casado con la gitana más guapa del pueblo, una joven que había salido de casa de sus padres para entrar en la de Manuel

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