Fantasía alemana

Philippe Claudel

Fragmento

No lo había despertado el frío, sino una sensación confusa, que aún duró un rato, mientras el sueño se desvanecía lentamente. El abrigo pesaba más, notaba su presión sobre la ropa de debajo y también en el pecho, como si fuera de plomo. Tardó en comprender que la prenda de lana gruesa se había ido empapando poco a poco y que ahora pesaba el doble y hacía que se sintiera aprisionado en ella y casi se ahogara. Entonces, a tientas, salió del sueño al que se había rendido, en realidad, una sensación de calor, de leve calor, más que un sueño concreto. Empezó a tiritar. Estaba empapado. Sus ojos se abrieron en la oscuridad. El corazón se le aceleró. La herida también despertaba. Le daba punzadas y supuraba de nuevo.

Ya llevaba dos días con sus noches bajo el árbol. Era un viejo abeto cuyas ramas bajas tocaban el suelo y se mezclaban con las raíces, que tenían forma de variz. Había tenido que apartar unas cuantas ramas para llegar hasta el áspero tronco y acurrucarse junto a él. En ese sitio había una concavidad ancha llena de agujas secas, que formaban un mullido colchón, en el que se había tendido cuan largo era. Las agujas estaban tibias. Emanaban un olor a resina y corteza. Y también a otoño. Un aroma dulce y apagado.

Se había dicho que mientras estuviera allí no podía pasarle nada malo. Eso había hecho que se olvidara del hambre. En un bolsillo le quedaban tres patatas. Las había encontrado unos días antes escarbando en un campo con los dedos, a cuatro patas, como un animal, y había preferido guardarlas para más adelante.

Bajo el abeto había dejado de mantenerse alerta por primera vez desde hacía mucho tiempo. En cuanto había conseguido deslizarse bajo sus ramas, había comprendido que era imposible que descubrieran su presencia. No lo verían ni aunque pasaran a dos metros de él. Se había dejado vencer por el sueño.

El bosque temblaba bajo la lluvia. Las ramas del abeto lo habían protegido al principio, pero luego las gotas habían empezado a atravesarlas y a calar el abrigo, los dos jerséis que llevaba debajo, la camisa e incluso la camiseta y el calzoncillo. Levantó el cuello del abrigo todo lo que pudo, pero lo único que consiguió fue mojarse más el cuello y que le corrieran hilillos de agua espalda abajo.

Acercó las rodillas al estómago y mantuvo los ojos abiertos. A su alrededor todo estaba oscuro. La lluvia y la noche habían borrado el bosque, y ahora el frío de noviembre, que le lamía la cara, parecía aún más frío. El lecho de agujas se había cubierto de barro. En derredor flotaba un olor a fosa. Tiritó hasta las primeras luces y, cuando al fin se hizo de día, fue un día enfermizo y miserable.

Reptó fuera del agujero. Se puso de pie con dificultad y dio unos pasos vacilantes. Era como si necesitara aprender otra vez a andar. Poco a poco una luz lechosa hacía emerger los árboles de la oscuridad. A veces tenía la sensación de que avanzaban hacia él en la bruma, como gigantescas estatuas que rodaran sobre sus pedestales. En el cielo unos cuervos raspaban las panzas de las nubes. Intentó retorcer los faldones del abrigo para escurrirlo, pero no tenía fuerza en los dedos entumecidos. Se alejó del abeto como quien se separa de un amigo que se ha vuelto indiferente y no puede hacer nada más por uno. La lluvia había cesado. Le castañeteaban los dientes.

Pensando que así entraría en calor, se obligó a caminar deprisa. El abrigo le golpeaba las piernas y el agua le caía dentro de las botas, que no se quitaba desde hacía días por miedo a que se las robaran. Sin embargo, no se había cruzado con nadie en su huida. Tan sólo había visto, una semana antes, una columna de vehículos avanzando por un pequeño valle cubierto de helechos mientras él descansaba bajo una roca, a varios centenares de metros de ellos. No habría sabido decir a qué ejército pertenecían, seguramente al ruso. Luego había vuelto el silencio, y el viento había acabado disipando el olor a gasolina que llegaba hasta él.

La mayor parte del tiempo había dormido en bosques, en zanjas, en graneros abandonados, al pie de un murete de piedra. En las afueras de lo que habían sido ciudades, en las que ya no quedaba nada reconocible. A lo lejos los edificios de viviendas parecían muelas podridas. En sus enormes caries, los tramos de escalera ascendían en el vacío. Todo humeaba un poco.

Los campos, también desiertos, tenían un aspecto menos inquietante. No habría sabido decir por qué. Sin embargo, todos los pueblos por los que pasaba estaban en ruinas; ninguno ofrecía signos de vida humana. Las carreteras que llevaban a ellos habían sido bombardeadas, machacadas metódicamente, transformadas en extraños ríos sujetos a una forma nueva de deshielo: los bloques de hielo habían sido sustituidos por miles de pedazos de macadam. Entre ellos, aquí y allí, se habían hundido los restos deformes de un autobús, de un camión, de un vehículo militar, de coches con sus ocupantes todavía dentro, convertidos en cadáveres hinchados e irreconocibles.

En uno de esos pueblos había encontrado el abrigo. Había entrado en una casa alcanzada por una bomba, que la había partido en dos como si fuera un tajón. Había registrado los armarios y los cajones de todos los muebles volcados. No quedaba nada. Había llegado allí después de muchos otros merodeadores, soldados, vagabundos, prófugos... Pero, bajo un colchón sucio al que le había dado la vuelta sin muchas esperanzas, estaba el abrigo. Con las mangas plegadas, como si acabaran de sacarlo de su caja. Un abrigo anticuado y demasiado grande para él. Se lo había puesto de inmediato y había dejado allí mismo la chaqueta acolchada de soldado, de la que hacía tiempo que había arrancado los galones y las insignias. También había destruido sus documentos de identidad, la cartilla militar, la placa de identificación y cualquier otro vestigio de su vida anterior. Incluso se había raspado con un cuchillo el tatuaje de su grupo sanguíneo que llevaba en la cara interior del brazo, cerca de la axila. Ésa era la herida que se negaba a cicatrizar. Un recordatorio constante de su pasado reciente.

Caminar hora tras hora, día tras día, lo ayudaba a olvidarse del tiempo y el hambre. Ya no era más que dos piernas que avanzaban, un cuerpo en movimiento coronado por una cabeza febril y sucia en la que unas cuantas ideas ansiosas daban vueltas como en una jaula.

Se adentraba en el bosque intentando seguir una línea recta, más para tener la sensación de que no se perdería que por mantener un rumbo concreto. Se decía que de ese modo acabaría saliendo de aquella espesura interminable. No encontró ningún camino a excepción de los senderos de caza. Los abetales sucedían a los hayedos. Luego había monte bajo infestado de zarzas y otra vez abetos, lúgubres y apretados.

El día seguía siendo gris y, en el cielo bajo, había cuervos, negras bandadas, que veía de vez en cuando empujadas por el viento como nubes de ceniza. Mientras caminaba, intentaba calcular las horas y, de ese modo, los kilómetros. Ya debía de estar muy lejos del sitio del que había huido. S

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