Cuentos romanos

Jhumpa Lahiri

Fragmento

cap-2

La frontera

1

Cada sábado aparece una nueva familia para pasar cierto periodo de tiempo aquí. Algunos llegan temprano por la mañana, desde lejos, listos ya para empezar las vacaciones. Otros no comparecen hasta el ocaso, quizá después de haberse perdido por el camino, de mal humor. Aquí es fácil perderse, entre las colinas no abundan las indicaciones.

Hoy, cuando se presentan, los recibo yo. Por lo general, es mi madre la que se encarga de hacerlo. Este año debe pasar el verano en un pueblo cercano para atender a un viejecito, de vacaciones él también, así que me toca a mí.

Son cuatro los recién llegados: madre, padre, dos hijas. Me siguen con ojos atentos, encantados de poder estirar las piernas.

Nos detenemos un momento en el patio sombreado que da al césped, bajo el techo de ramas que filtra la luz. Abro la puerta corredera de cristal y les enseño el interior: la acogedora sala de estar con dos cómodos sofás frente a la chimenea, la cocina bien equipada, las dos habitaciones.

Fuera, en el patio, hay dos sillones y otro sofá cubierto con tela blanca. Hay tumbonas para que se echen y una mesa de madera lo suficientemente grande para diez personas.

Mientras el padre empieza a descargar el equipaje del coche y las niñas, que tendrán siete y nueve años, desaparecen en su habitación, cerrando de inmediato la puerta, le explico a la madre dónde están las toallas de repuesto, las mantas de lana por si acaso refresca por la noche.

Le enseño rápidamente dónde está escondido el veneno para ratones. Le sugiero, antes de irse a dormir, que maten las moscas que vuelen dentro de la casa, de lo contrario al amanecer, muy temprano, su zumbido les resultará molesto. Le explico cómo llegar al supermercado, cómo funciona la lavadora de detrás de la casa y dónde se tiende la ropa, un poco más allá del huerto que cultiva mi padre.

Añado que los huéspedes pueden recoger las lechugas y tomates que les parezca. Hay una gran cantidad de tomates este año, pero a causa de las lluvias de julio ya están casi todos podridos.

2

Finjo no observarlos, me muestro discreta. Me encargo de las tareas de la casa, riego el jardín, pero no puedo evitar percatarme de su alegría, de su entusiasmo por el hecho de encontrarse aquí. Oigo las voces de las niñas que corren por el césped, me aprendo sus nombres. Como los invitados tienden a dejar siempre abierta la puerta corredera, oigo las palabras que se intercambian los padres mientras ordenan la casa, mientras deshacen las maletas y deciden qué hacer de comida.

La casita de mi familia, detrás de un alto seto que crea una pequeña barrera visual, se encuentra a pocos metros de distancia. Durante muchos años, nuestra casa consistió tan solo en una única habitación que servía como cocina y dormitorio para nosotros tres. Luego, cuando cumplí trece años, hace dos, mi madre empezó a trabajar para el viejecito, y después de ahorrar lo suficiente mis padres le pidieron al dueño que añadiera un pequeño cuarto para mí, donde, por la noche, salen unas lagartijas regordetas por las grietas entre las paredes y el techo.

Mi padre es el guardés de esta finca. Se encarga del mantenimiento de la casa grande, corta la leña, trabaja en los campos y en los viñedos. Cuida de los caballos, por los que el dueño siente pasión.

El dueño de la casa vive en otro país, pero no es un extranjero como nosotros. Viene aquí de vez en cuando. Viene solo, no tiene familia. Durante el día va a caballo, por la noche lee libros frente a la chimenea, luego se marcha de nuevo.

Durante el año son muy pocos los huéspedes que alquilan la casa. Aquí en invierno hace un frío glacial y en primavera llueve mucho. Por las mañanas, desde septiembre hasta junio, mi padre me lleva en coche al colegio, donde me siento diferente, donde no me mezclo fácilmente con los demás, donde no me parezco a nadie.

Las niñas de esta familia se parecen mucho. Se ve enseguida que son hermanas. Se han puesto ya unos trajes de baño idénticos para irse, más tarde, a la playa, a unos veinte kilómetros de aquí. La madre también parece una niña, esbelta, no muy alta. Tiene el pelo largo y suelto, hombros delicados. Camina con los pies descalzos sobre la hierba a pesar de que su marido la regaña, diciéndole (con razón) que podría haber puercoespines, avispones, serpientes.

3

Al cabo de tan solo un par de horas es como si llevaran toda la vida viviendo aquí. Las cosas que han traído para pasar una semana en el campo están esparcidas por todas partes: libros, revistas, un ordenador portátil, muñecas, sudaderas, lápices de colores, blocs de papel, chanclas de goma, cremas solares. A la hora de comer oigo los golpes de los tenedores contra los platos, noto cada vez que uno de ellos pone el vaso sobre la mesa. Percibo el ritmo lento de sus conversaciones, el ruido y el aroma de las cafeteras, el humo de un cigarrillo.

Después de comer, el padre le pide a una de las niñas que le traiga sus gafas. Estudia durante largo rato un mapa. Hace una lista con los pueblos que han de ver en los alrededores, los yacimientos arqueológicos, las excavaciones. La madre no muestra excesivo interés. Dice que esta es la única semana del año sin compromisos, citas, obligaciones.

Más tarde, él se marcha con sus hijas al mar. Me pregunta, antes de irse, cuánto se tarda, cuál es la mejor playa. Me pregunta cuáles son las previsiones para la semana y le digo que dentro de unos días empezará a apretar el calor.

La madre se queda en casa. Eso sí, se ha puesto de todas formas el bañador para tomar el sol.

Se tiende en una tumbona. Supongo que quiere descansar, pero veo, cuando voy a tender la ropa, que está escribiendo algo. Escribe a mano en un cuaderno apoyado sobre las piernas.

De vez en cuando levanta la cabeza y escudriña el paisaje que la rodea. Se queda mirando los diferentes matices de verde del césped, de los cerros y del bosque a lo lejos. El azul deslumbrante del cielo, el amarillo del heno. La barandilla descolorida y el muro bajo de piedra que delimita el terreno. Mira todo lo que yo veo cada día. Y, sin embargo, me pregunto qué más verá ella.

4

Al atardecer se ponen suéteres, pantalones largos para evitar las picaduras de los mosquitos. Después de la playa, el padre y las niñas se han dado una ducha caliente, por lo que ahora tienen el pelo mojado.

Las niñas le cuentan a su madre su excursión: la arena que quemaba, el agua un poco turbia, las olas plácidas y decepcionantes. Toda la familia va a dar un pequeño paseo. Se acercan a ver los caballos, los asnos, un jabalí encerrado en la pocilga detrás de los establos. Van a ver el rebaño de ovejas que pasa todos los días a estas horas por delante de la casa, bloqueando los coches en la carretera polvorienta durante unos minutos.

El padre saca fotografías con el móvil casi sin parar. Les enseña a las niñas los pequeños ciruelos, las higueras, los olivos. Dice que la fruta recogida de un árbol tiene un sabor diferente, porque sabe a campo, a sol.

En el patio los padres abren una botella de vino, prueban un queso, un poco de miel de esta zona. Admiran el paisaje deslumbrante, se asombran ante las nubes imponentes y luminosas. Del color de la granada de octubre.

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