Comida de domingo

José Luís Peixoto

Fragmento

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1

Despertó sin edad. Se acordó del cuerpo, pero no movió un dedo. Sintió la ropa de cama, fundida con aquella hora de la madrugada, pero no abrió los ojos. Arropado con el embozo, prefería la oscuridad a la penumbra o, aún peor, a los números modernos y antipáticos del despertador electrónico. Los párpados le parecían ligeros, del mismo modo que le parecía ligero el mundo en aquel instante, el silencio sobre el pueblo, el aire limpio que inspiraba y que lo liberaba por dentro. No movió un dedo ni ningún músculo, estaba seguro. Sabía que envejecer es acumular dolores: empiezan doliendo ciertos gestos, ciertos movimientos, darse la vuelta de repente, agacharse para atarse los zapatos; después, duelen las acciones más habituales, sentarse, levantarse, andar; hasta que, al final, duele todo, duele estar, duele existir.

Esos eran los dolores que no sentía allí. Estaba como en la mocedad o, al menos, estaba como cuando desconocía determinadas quejas. Acostado, alababa la utilidad de la ignorancia y, sin querer entregarse a una excesiva ingenuidad, casi creyó que podía haber rejuvenecido de repente. Era una posibilidad, quién sabe, a lo mejor. Ya había sido testigo de fenómenos mucho más imprevistos. Si le ofrecían aquel negocio, estaba dispuesto a aceptarlo de inmediato, aunque jamás se mostrase demasiado ansioso, hacía mucho que conocía las reglas de las transacciones económicas. En todo caso, por precaución, permanecía inmóvil, mantenía la posición.

Se acordó de las gafas de Marcello Caetano. Y se hizo un lío, pasó un segundo o lo que pareció un segundo. Se acordó del olor avinagrado de la masa de las farinheiras, y quiso seguir con aquel recuerdo, la masa blanca que reposaba en dos barreños, trocitos de grasa brillantes, su madre y dos mujeres sentándose alrededor del primer barreño y, con las uñas bien cortadas, llenando las tripas, y la masa de las farinheiras en el dorso de las manos, llegando casi a las muñecas, la metían con los dedos por un pequeño embudo de aluminio y, a través de ese instrumento, en las tripas, que no se llenaban del todo hasta que se ataban con las cuerdas, y su madre levantando la cara, fijándose en él, su hijo, llamándolo, llamándolo de nuevo en el interior de aquel recuerdo. La voz de su madre venía de lejos y, sin embargo, le costaba diferenciarla de sí mismo. ¿Dónde estaba la voz de su madre en aquel instante? Y repitió el recuerdo de su madre llamándolo, el olor avinagrado de la masa de las farinheiras.

Era un hombre acostado. Como si, al perder la edad, hubiera perdido una parte de su nombre. Disfrutaba de una sencillez que había olvidado durante largas temporadas. Como si se hubiera librado de una carga invisible, tal vez la mirada que le dirigían las multitudes cuando llegaba, tal vez el peso del respeto, señor comendador, señor comendador, era un hombre acostado. O sea, mantenía su nombre, siempre se negó a ser anónimo, llevaba su nombre entrañado, pero había perdido el peso que le había añadido el tiempo. Mantenía la historia pero, increíblemente, como un misterio de aquella hora de la madrugada, el peso que le sobrecargaba los huesos había desaparecido.

Aprovechó aquella libertad, sonrió por dentro. Esencial, reducido al ser o, con más rigor, ampliado en él, siguió la reverberación inmaterial que ocupaba y amplió su presencia a la casa, silencio formal, ceremonioso, salpicado por crujidos aleatorios en la distancia de maderas quejosas. Tumbado en la cama, en la vasta oscuridad de los ojos cerrados, avanzó por pasillos, entró en habitaciones que, a pesar del paso de los años, le seguían pareciendo nuevas. Recordó el momento en que fueron proyectadas y edificadas; con la misma facilidad, podría haber recordado el tiempo en que solo las imaginaba. No quiso acostumbrarse nunca a aquella propiedad, dejar de apreciarla, perder la sensibilidad, aquella era una buena casa. Y atravesó las paredes, muros, puertas, portones, o atravesó una idea con el mismo grosor, y lanzó su sentido por las calles del pueblo. Se sabía todas las calles, tanto las más antiguas, retorcidas por los siglos, calcorreadas por gentes y gentes, sombras sacrificadas, como las más modernas, que aún olían a cemento. Si fuese necesario, no le costaría caminar por Campo Maior en la noche más negra, sin luna, sin iluminación pública, con los ojos cerrados. En tiempos, había puesto la palma de la mano bien abierta sobre la cal, sintiendo las diferentes capas. Conocía episodios sucedidos en todos los rincones del pueblo, algunos los había presenciado, salpicado por la realidad, y había vivido una parte aún más importante. Y sonreía con fuerza renovada al sentir el frescor de algunas calles, la brisa que soplaba entre las fachadas, erguidas a un lado y al otro, puertas abiertas o solo entornadas, el pestillo abierto, ropas tendidas de gente que conocía bien, voces preparando la cena, braseros esparcidos en los anocheceres de marzo, avivando las brasas para la sobremesa. ¿A qué año pertenecerían esos marzos?, esa era la pregunta que no se hacía, prefería analizar el aroma de las hojas del naranjo, llegado de algún patio, de algún huerto, ya quizá de camino al campo y, de esa forma, escuchaba el sonido de las botas pisando la tierra, hierbas de marzo o, más probablemente, hierbas sin mes y sin año. Si continuase en esa dirección, tardaría poco en llegar a la frontera. Allí, en medio de la tranquilidad, los nervios de la frontera eran un recuerdo inofensivo, le provocaban una cierta forma de entusiasmo o de juventud, pero no dio el paso que sobrepasaría esa línea, regresó de repente al discernimiento de la habitación, todavía el cuerpo en la misma posición, inmóvil, tumbado, interesado en la tibieza, la madrugada.

El pasado tiene que probar constantemente su existencia. Lo que se ha olvidado y lo que no ha existido ocupan el mismo sitio. Hay mucha realidad paseándose por ahí, frágil, acarreada por una única persona. Si ese individuo desaparece, toda esa realidad se evapora sin remedio, no hay modo de recuperarla, es como si no hubiera existido. Se acordó del bizcocho en la boca, masticando el bizcocho, sin ser capaz de tragárselo, vueltas y vueltas en la boca, una copita de licor, mojando la punta de los labios en una copita de licor, el dulzor mezclándose con la pasta masticada del bizcocho. El pasado es enorme, es como una montaña, y se asienta por completo sobre el presente, que es como una aguja, como la punta afilada de una aguja. Una montaña asentada sobre la punta, ¿dónde se ha visto algo semejante?

Inmóvil, acostado, liberaba frases en su interior. Eran frases que se alejaban en la oscuridad, tenía tiempo de observarlas, considerarlas. Quizá debido al silencio de aquella hora, quizá debido a la pureza del ayuno, eran frases que contenían una verdad solemne y ardiente, a veces con algo de angustia, sobre todo en el momento en que empezaban a deshacerse, a mezclarse con las cosas olvidadas, la voz volviéndose vaporosa. ¿De quién era aquella voz? Se fijó en ella. La escuchó con la misma claridad con que habría escuchado una voz venida de fuera, alguien que le hablase. Sin embargo, aquella era una voz que decía «yo» y que, al hacerlo, se refería a él. ¿Quién decía «yo» en su interior? ¿Era él aquella voz?

Sintió a su mujer al lado, qué nombre tan bonito, Alice, nombre de niña, y estuvo a punto de despertarla, de compartir el alivio. Pero se sabía de memoria su rostro dormido, se había amparad

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