El roce de la oscuridad

Jesús Valero

Fragmento

1. Año 1213

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Año 1213

Andrea de Montebarro detuvo su montura en un claro del bosque. La luna derramaba una luz pastosa que impregnaba la noche con un velo blanquecino. El caballero escudriñó la cabaña desvencijada, en cuyo interior una lámpara se esforzaba en disipar la oscuridad.

Descabalgó con sigilo y ató su caballo a las ramas bajas de un roble tratando de evitar que sus pasos hicieran crujir las hojas que tapizaban el suelo. En unas pocas zancadas se plantó ante la puerta y la abrió con brusquedad.

El estrépito ahogó el grito de la campesina, que retrocedió hasta una esquina de la cabaña. La joven reconoció de inmediato al caballero que, aquella mañana, la había seguido con la mirada en el mercado. Los ojos de lujuria dejaban claras sus intenciones. La campesina levantó las manos a modo de súplica.

Andrea de Montebarro no había venido a negociar. Apartó de una patada una endeble mesa, que se rompió en pedazos junto con los enseres que en ella reposaban, y contempló anhelante a la asustada joven. Sus pechos se elevaban agitados por el miedo y esa visión del terror le provocó a Andrea una erección que avivó aún más su deseo. Sin embargo, el deseo descontrolado es un mal consejero, confunde el entendimiento.

El caballero se abalanzó sobre la joven sin ver el cuchillo que esta empuñaba. Un destello en la oscuridad le avisó demasiado tarde. No pudo evitar el lacerante corte en su rostro y al momento sintió deslizarse por su mejilla la sangre espesa y cálida. La vista se le nubló, no fruto del dolor, ni siquiera de la ira. Experimentó la misma sensación que lo había acompañado varias veces en su vida, como aquel día, antes de retorcer el cuello del indefenso pajarillo que había caído en sus manos cuando era niño.

Avanzó hacia la joven que, aterrorizada, dejó caer el cuchillo. Andrea de Montebarro no recordaría más tarde lo que había sucedido, solo retazos en los que su deseo se mezclaba con los gritos de la mujer y con sus propios gemidos. Luego, la aceptación de ella que, sin embargo, apagó su virilidad. No era la primera vez que le sucedía y la campesina pareció percibirlo. Andrea de Montebarro creyó entrever una sonrisa despectiva iluminando su rostro.

El resto se lo narró su tío aquella misma noche: cómo lo habían encontrado golpeando el rostro irreconocible de la mujer, ya muerta, ambos empapados de la sangre de la víctima y del verdugo.

—¡Vete! —le había dicho su tío.

—¿Adónde iré? —suplicó él.

Su tío le tendió una carta. Andrea la leyó en silencio.

—Debes alejarte de aquí o permitiré que seas colgado hoy mismo. Tu padre y tu abuelo lucharon con los templarios en Tierra Santa. Quizá Dios te perdone si luchas por él.

Y así fue cómo Andrea de Montebarro siguió los pasos de su ilustre abuelo André de Montebarro, gran maestre de la Orden del Temple, y de su padre, caballero templario muerto en Hispania en circunstancias no aclaradas. Pronto descubriría que un apellido ilustre abre muchas puertas y que un monje guerrero tiene no pocas oportunidades para dar rienda suelta a sus instintos. Ascendió en el escalafón de la orden, hasta que una misión cambió su vida. El destino lo cruzó con el hombre que con mayor clarividencia supo entender sus capacidades: el legado papal, Guy Paré.

2. Año 2022

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Año 2022

Los barcos fondeados en la bahía cabeceaban con mansedumbre enfilando su proa hacia el norte, como si estuvieran prestos a partir. El mar, irisado por la última luz de la tarde, oscilaba entre el azul petróleo y el gris plata.

Marta Arbide estaba apoyada en la barandilla sintiendo el frescor de la brisa vespertina. Sola. En silencio. Cualquier espectador hubiese visto a alguien disfrutando del paisaje, de un escenario hipnótico que a ella solía generarle calma, como si el tiempo se ralentizara hasta detenerse. Aquel día no. La frustración se había apoderado de su ser, incapaz de hallar alguna pista que arrojase luz acerca del arca de la alianza. Un año de búsqueda infructuosa que estaba poniendo en riesgo su relación con Iñigo.

Recordó la reliquia que había encontrado dos años antes en el monasterio de Silos y la que había localizado un año más tarde y que descansaba en Asís, en manos de las hermanas clarisas. Ambas debían de tener un propósito que aún no había descubierto. Sabía que estaban relacionadas con el arca de la alianza, igual que aquel extraño símbolo, el nudo de Salomón. Se le había ocurrido que podían ser llaves, pero ¿qué abrirían?

Por aquel secreto habían muerto varias personas, incluso ella había estado cerca. Al sacar a la luz aquel misterio de dos mil años de antigüedad, había resucitado a un monstruo dormido, la Hermandad Blanca, y aunque habían desactivado una de sus células, la hermandad seguía viva, buscando lo mismo que ella, fracasando como ella.

Marta estaba tan concentrada que no se percató de que un hombre se había situado a su lado. Se sobresaltó al escuchar su voz. No la miraba, compartían la contemplación del mar.

—Precioso, ¿verdad?

Ella asintió echando un vistazo a su interlocutor. Era un hombre joven, con barba densa y algo desarreglada. Vestía ropa informal: unos pantalones vaqueros desgastados y una camisa a cuadros, roja y negra. Era de baja estatura y con un ligero sobrepeso.

—Yo también vengo aquí a pensar —continuó el desconocido—, aunque prefiero el Peine del Viento. Allí la naturaleza se expresa de un modo más salvaje.

El hombre se volvió y miró fijamente a Marta. Sus ojos brillaban inteligentes. «No está intentando ligar», pensó ella. Aquello la intrigó porque le pareció que, sin embargo, buscaba algo.

—Yo solo disfrutaba del paisaje —respondió.

—Por supuesto.

La sonrisa del desconocido la incomodó. Parecía fingida y evidenció que sus intenciones no eran inocentes. Marta hizo amago de alejarse.

—Si me disculpa, llego tarde a una cita.

Apenas había comenzado a andar cuando escuchó unas palabras que la hicieron detenerse, como si se hubiese golpeado contra un muro.

—¿En el Vaticano?

Marta se volvió, dio unos pasos decididos hacia el hombre y puso los brazos en jarras.

—¿Quién es usted?

Su interlocutor r

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