Índice
Cubierta
Remedio casero
Nunca me preguntes
La casa
La vejez
La pereza
El pueblo de Dickinson
Dillinger ha muerto
Mi psicoanálisis
Cien años de soledad
Infancia
Nunca me preguntes
Las tareas de casa
Un mundo encantado
El grito
La crítica
La conjura de las gallinas
Viajeros torpes
La gran señorita
«Sulle sponde del Tigrai»
Corazón
Vida colectiva
Dos comunistas
Pueblos
El niño que vio osos
Film
El actor
El teatro es palabra
Los bigotes blancos
Luna palidase
La infancia y la muerte
Sobre creer y no creer en Dios
Interlocutores
Piedad universal
Retrato de escritor
No podemos saberlo
No podemos saberlo
Un matrimonio de provincias
La inteligencia
Recuerdo de Carlo Levi
Del aborto
Primera plana
El rostro obsceno del celuloide
El Papa tendría que haber ido a visitar a Franco
El «Salò» de Pasolini
Razones de orgullo
El sexo es mudo
Sandro Penna (I)
El «Satiricón» y «Casanova»
No entiendo a Dario Fo
El mal
El otro siglo
El valor y el miedo
Mujeres y hombres
Silabario n.º 2
Madame Bovary Nota del traductor
Sin una mente política
Berlinguer
El sol y la luna
Sandro Penna (II)
Arabescos
Sobre el arrepentimiento y el perdón
El crucifijo en las escuelas
Flor gentil
Memoria contra memoria
La muerte
La violencia sexual
El uso de las palabras
El nombre
Lectura de Landolfi
Respetar a los muertos
Autobiografía en tercera persona
Nota sobre los textos
Créditos
Acerca de Random House Mondadori
Notas
Remedio casero
Q ué cosa tan distinta puede ser la literatura según las manos que la gobiernan. Cuán diferente es la visión que sobre el mundo muestra una mentalidad abierta de la que presenta un punto de vista rígido y reducido. Qué distinta es la literatura que abre puertas de la que transita por las que ya estaban abiertas. Y qué privilegio el de poder leer a autoras como Natalia Ginzburg (Palermo, 1916-Roma, 1991), entregadas a la búsqueda —y, en su caso, hallazgo— de nuevas maneras de preguntarnos por lo de siempre, el sentido de la vida por ejemplo, iluminando así lugares hasta su llegada oscuros.
Es este el tercer libro que Lumen publica de la gran autora italiana, después de la novela Léxico familiar y de las tres narraciones reunidas en Familias. En este caso, sin embargo, no estamos ante textos de ficción, sino ante un par de libros de artículos que recogen la producción periodística de la escritora, publicada en distintos medios y a lo largo de más de veinte años, desde 1968 hasta el final de su vida: Nunca me preguntes y No podemos saberlo.
Muchos escritores han necesitado —y necesitan— la labor periodística para redondear su sueldo o, directamente, para que ese sueldo exista. Por ello, en no pocas ocasiones esa tarea está supeditada más que al placer a la necesidad y, si bien puede vislumbrarse en los textos, el talento del autor queda en general empañado por las estrictas pautas que marcan la colaboración en los diarios, ya sea el espacio disponible, la actualidad o la búsqueda del interés general.
El caso de Ginzburg es distinto. Con esa prosa suya podríamos decir desenfadada, sencilla, de a pie, honesta a más no poder, alcanza momentos literarios de gran intensidad también en sus artículos, que, en muchos casos, igual que su narrativa, están relacionados con el mundo de la memoria, de los recuerdos, con la propia vida.
Si en la ficción de Natalia Ginzburg esa deuda con la realidad resulta clara, aún lo es más en los ensayos. Estos dos libros de artículos son, por ello, una completa aproximación a una época, a la producción artística de la misma, a sus modos de vida, a sus costumbres y limitaciones. Son un paseo grave por asuntos como la existencia de Dios o el aborto, pero también una visión irónica sobre la educación de los hijos, los desacuerdos matrimoniales o las modas. Son un repaso de los nombres más significativos de la cultura de aquel tiempo y un acercamiento a la importancia de los detalles en la cotidianidad. Un análisis crítico de la sociedad y una visión compasiva de los errores humanos. Y suponen también, sin duda, un compendio de claves para comprender mejor las obras de la autora, para saber de sus gustos literarios, de sus películas preferidas, de su familia, sus amistades, sus interlocutores. Estos textos, sin olvidar en ningún caso el humor, la humildad, la ironía o los sentimientos, nos brindan la posibilidad de reflexionar desde un lugar privilegiado, es decir, desde la mirada de Natalia Ginzburg, desde su perplejidad y desde esa empatía intensa que la une al mundo y a sus padecimientos.
Podríamos decir, quizá, que la esencia de estos dos libros, tal vez incluso de la obra completa de la autora, queda de algún modo sintetizada en el segundo de los dos únicos poemas que publicó en su vida —el primero lo escribió en 1943, a la memoria de su primer marido, Leone Ginzburg, intelectual y militante antifascista, capturado por los nazis y torturado hasta la muerte en la cárcel de Regina Coeli—. Se trata del poema «No podemos saberlo», cuya primera versión apareció en 1965, que da nombre a uno de los libros de artículos y que abre sus páginas. En él se habla de Dios, sí, pero Dios representa el misterio de la existencia, el sentido de la vida, la búsqueda de la verdad; no es sino un símbolo. En el poema se muestran la incertidumbre, la duda