Azul salado

Marta Simonet

Fragmento

1. Las manos

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Las manos

Verano de 2013

El verano en que me enteré de lo de mi padre, mamá ya no podía estar sola en la tienda. Tenía problemas para cargar y cortar los fiambres porque las manos no le respondían bien. Lo cierto es que cuando me llamó, me dijo que ya hacía un tiempo que se le quedaban cerradas en un puño. Tenía que apoyarlas en una caja y hacer palanca con la punta de los dedos y las muñecas para que volvieran a la normalidad. Una vez abiertas, acompañaba cada uno de los dedos a su sitio hasta que podía moverlos de nuevo.

Cuando regresé a Mallorca, fui testigo de ese proceso muchas veces. Lo hacía casi como un ritual y tardaba unos minutos hasta que sus manos volvían a ser manos. Manos que podía usar sin problemas. Cuando empezaron los síntomas, no les dio mucha importancia, pero poco después empezó a notar pinchazos cada vez más fuertes. Los dolores son como una alarma insistente que es imposible no escuchar. Suena y suena y suena hasta que te giras y miras a ver qué pasa. Mamá se giró y miró poco antes de llamarme para que volviera a la isla. De hecho, la alarma le pareció insoportable una tarde que se quedó encerrada en la despensa de la tienda porque no era capaz de girar la manilla de la puerta. De la rabia y la impotencia —a ella nunca le ha gustado pedir ayuda— se quedó a dormir allí sin decir nada hasta que horas después sus manos dejaron de ser dos trapos de flores.

Siempre he admirado a mamá. Ahora también, a pesar de todo. Creo que ha sido toda su vida una valiente por criarnos sola a las dos, a mi hermana Irene y a mí. Aunque nunca imaginé que mamá pudo pasar tanto miedo como para hacer lo que hizo. Con mi hermana me llevo solo dos años. Ella es la mayor, pero para mí nunca lo ha sido. Más bien mi madre ha asumido ese papel. No debe de ser nada fácil quedarte sola tan joven. Tendría la edad que tengo ahora cuando pasó todo aquello. Supongo que lo hizo como pudo, yo no sé si habría podido. Tampoco sé si habría hecho lo mismo que ella, seguramente no.

De no ser por el espejo de sus pupilas, llenas de vida, creo que en la adolescencia me habría enterrado como un topo en un hoyo muy hondo del que no querría salir jamás. Luego, ya con dieciocho, me fui a Madrid para estudiar. «Está bien salir de la isla —nos decía mamá desde pequeñitas, como con prisa—. Hay que salir de la isla y cocerse ahí fuera». Siempre trataba de convencernos con esas palabras tan rectas y las manos llenas de harina. «Marina, sal de la isla y vivirás otras cosas». Ella no quería que viviera otras cosas, le hubiese encantado que yo siguiera aquí en las faldas de la tienda. Supongo que lo decía por si nos enterábamos de la verdad. De pequeñas era más fácil hacernos creer cosas que no eran verdad, pero después ya empezaban las preguntas y ella debía de temer que llegara ese momento. Por eso, a pesar de todo, prefería que nos fuéramos y que pasara el tiempo. Supongo que creía que el tiempo enterraría aquello y, la verdad, es que fue así durante muchos años. Mamá nos decía esas frases mientras nos tocaba la cara y nos la dejaba tan blanca como la de una geisha. «No sé de dónde habéis salido así de guapas», nos repetía riendo. Yo sí lo sabía. Ella es guapa a rabiar. Incluso ahora que tiene la cara del color de las pasas. Dulce. Sus mejillas huelen a moscatel. Bueno, el caso es que ella estaba acostumbrada a sacarnos adelante sin ayuda de nadie. Ella sola contra el mundo. La fuerza descomunal de una mujer que se creyó viuda demasiado pronto. ¿Cómo pudo continuar con la fuerza de un burro, allanando el camino para que nosotras, sus frutos propios, creciéramos sin tropiezos? Mi padre murió la primera vez cuando yo todavía no había nacido. Siempre llevo su foto en la cartera. Una con las puntas dobladas. Él, en esa imagen, tenía bigote y los ojos almendrados y claros. Mi hermana Irene sí lo conoció, pero las poquísimas veces que lo hablamos siempre me dijo que apenas se acordaba de él. ¿Cómo podría recordarlo si entonces tenía un año y medio? Es imposible. Durante mucho tiempo sentí envidia de que ella sí hubiese estado entre sus brazos.

No sé si mi madre llamó a mi hermana antes que a mí para pedirle ayuda. Para rogarle lo que me suplicó a mí. Lo dudo. Me habría gustado que hubiese cogido el teléfono y marcara el número de mi hermana primero. Que hubieran hablado del huerto como siempre. Que Irene le hubiese preguntado a mamá sobre lo que acababa de sembrar. «¿Qué tal? ¿Ya has sembrado los tomates?». Y que, sin responder a su pregunta, sin respirar, como una mujer llena de rabia, mamá le hubiese vomitado: «Irene, se-me-quedan-las-manos-apretadas-como-dos-puños». Sí, como una mujer llena de rabia. Los puños llenos de rabia. Parece que las enfermedades eligen qué cuerpo habitar y de qué manera. Las enfermedades dicen todo lo que el cuerpo no es capaz de expresar. Los síntomas utilizan los órganos, la piel o los ojos para decir todo lo que no nos sale por la boca. Me lo dejó muy claro Héctor ese mismo verano.

Cuando mamá me llamó, yo acababa de salir de una entrevista importante. Tenía el teléfono en la mano porque quería enviar un mensaje al grupo de la familia —mi hermana, ella y yo— para contárselo. Pero no me dio tiempo. Quería decirles que había ido bien, que creía que me iban a coger, que por fin dejaría de hacer malabares y que se acabaron los contratos de mierda. Habían pasado bastantes años desde que terminé la carrera y hasta ese momento no había tenido una oportunidad que de verdad valiera la pena. Qué frío se me estaba haciendo Madrid, pero aquella posibilidad era como una chimenea en medio del hielo.

Cuando descolgué, casi sin decirme hola, me dijo: «Te necesito». O me soltó un «hola» tan tembloroso que yo escuché un «te necesito», no lo recuerdo bien. Esas curvas en la voz no eran nada habituales en mamá, una mujer de líneas perfectas y ojos cristalinos. La escuché hablar a trompicones, como si las palabras al otro lado del teléfono pasaran por una carretera llena de baches y llegaran a una calle sin salida: «Necesito que vengas y me ayudes con la tienda. Que la mantengas con vida por lo menos este verano, hasta que yo pueda volver a hacer cosas con las manos». Ella creía que solo sería un verano. Yo también. No dudé y le contesté pisando sus palabras: «Mamá, voy. No te preocupes por nada. Voy. Tranquila, estaré allí hasta que puedas volver a hacer cosas con las manos».

La Ultramarina había sido mi infancia. Toda mi vida en la isla la recuerdo allí. La Ultramarina había mantenido el calor de los abrazos de mi abuela Carmen, aunque ya no los tuviésemos en carne y hueso. Ella lo empezó todo y habría seguido incluso después de muerta. De hecho, las puertas siempre abiertas, el fuego encendido y todas aquellas recetas la mantenían viva, como si nunca se hubiese ido. Como si siguiera allí con la silla en la puerta y los brazos en jarra, con esa sonrisa simpática de mala leche y todos aquellos saludos que impregnaban la tienda. Su olor a mandarina. Todo el mundo la conocía. Carmen la de La Ultra

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