La cabeza de mi padre (Mapa de las lenguas)

Alma Delia Murillo

Fragmento

Índice

Índice

I. Sin mapa

II. Anticipar la muerte

III. Las versiones y los mitos

IV. Dios Padre

V. Marte está enojado

VI. Traiciónalos a todos

VII. Hombres que abortan

VIII. La intuición del instante

IX. Ese señor no es mi papá

X. La década maldita

XI. Mi tío Porfirio

XII. Cinema Paradiso

XIII. Vamos a la frutería

XIV. Y muy tarde comprendí

XV. El peso de las mariposas blancas

XVI. Por qué tan solita

XVII. ¿Papá?

XVIII. Me atropelló un trolebús

XIX. Y ahí

XX. No me nombres tu hija

XXI. El pañuelo rojo

XXII. El regreso

XXIII. El tatuaje rojo

XXIV. Caballo viejo

XXV. Infarto al miocardio

XXVI. Muérete lejos de nosotros, papá

XXVII. El nuevo fantasma de mi padre

XXVIII. Gratia venustas

XXIX. La foto está completa

XXX. Éste es tu nieto

Agradecimientos

Para mis hermanas y hermanos, por tanto amor y alegría compartidos.

Y para quienes, como yo, buscan a su padre.

Tu franqueza sea, entonces, tu dote; pues por el sagrado resplandor del sol, por los misterios de Hécate y la noche, por todos los influjos de los astros conforme a los cuales somos y dejamos de existir, abdico de todo cuidado paternal.

—William Shakespeare, El rey Lear

I. Sin mapa

Esta vez tengo más miedo que otras. No será la primera que me enfrente a la página en blanco y sus abismos, sus atentados contra la autoestima, su ridícula neurosis y sus pozos de sequía. Pero tengo que empezar admitiendo que estoy aterrada.

Tengo miedo porque no llevo mapa, ni guía, ni estrategia narrativa. Me subo a esta historia como aquella mañana de diciembre de 2016 me subí a una camioneta roja para buscar a mi padre sin otra cosa que una foto vieja de su hermano.

Disculpe, ¿ha visto usted a este hombre?

Escribo para contar una historia, para contar el relato de la historia. O eso me digo.

Pero también es verdad —una verdad más profunda—, que escribo para soltar el peso de cuarenta años rumiando el mito de mi padre, las infinitas versiones de mi padre, su ausencia, su presencia, su nombre, su abandono, su pañuelo rojo como la camioneta aquella con la que atravesamos las carreteras de Michoacán buscándolo después de treinta años de no verlo.

Escribo para soltar el dolor del pasado y la angustia del futuro. Escribo para encontrar a mi padre.

Perdone, ¿reconoce usted a este hombre?

Así que vine a La Mira porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Porfirio Murillo.

Quería evitar el referente pero no tiene caso, me atrevo a decir que en este país todos somos hijos de Pedro Páramo.

Fue también mi madre, como la de Juan Preciado, quien me dijo que mi padre vivía en La Mira, un pueblo en el municipio de Lázaro Cárdenas, Michoacán.

Lázaro Cárdenas es zona portuaria, zona de carga y descarga, legal o ilegal.

Visit Mexico. Cómo no.

Sonrío cuando leo “Siete cosas que hacer en Lázaro Cárdenas, Michocán” en las páginas web de turismo mexicano.

Puedo listar perfectamente las siete cosas que hacer en esa zona que además es frontera con Guerrero. Aquí van: la primera es sobrevivir a la pobreza, la segunda es sobrevivir al hambre, la tercera es sobrevivir a la falta de servicios de salud, la cuarta es sobrevivir a la falta de oportunidades, la quinta es sobrevivir a la guerra criminal por el control del aguacate, la sexta es sobrevivir a la falta de educación, la séptima es sobrevivir al narco. Ahí tienen, los siete caballos del apocalipsis de los que tanto hablaba mi abuela —también michoacana.

Ay. Dije narco, y yo que no quería. Y la industria editorial que no quiere. Y la industria del entretenimiento que no quiere. Y la corrección política que tampoco. Que ya nadie quiere hablar del narco, que eso era antes.

Pero esta no es una novela sobre el narco, no. Sé que no es así por más bromas bélicas on the road que me fui contando mientras recorríamos los caminos a veces verdes y otras polvosos, al reparar en la impronunciable lista de los nombres de los pueblos michoacanos: Visit Mexico, en Angamacutiro te pueden secuestrar, en Angangueo te pueden asaltar, en Carácuaro pueden confiscar tus bienes, en Copándaro pueden incendiar tu casa, en Chucándiro te pueden violar, en Churintzio te pueden matar, en Churumuco te pueden desaparecer… pero yo te traigo en La Mira, papá.

Porfirio Murillo Carrillo. Ése es su nombre completo. Era. Es. Es en tiempo presente, más presente que nunca.

Porfirio viene de purpúreo, es romano, quienes llevaban la túnica de ese color eran poderosos y adinerados pues el pigmento venía de un molusco, la producción era escasa y cara. Púrpura y oro se convirtieron en los colores para detentar el poder en Roma, incluso fueron los colores del emperador.

Me detengo. Dudo si seré capaz de escribir esta historia a la altura y en las profundidades que merece. Estoy nerviosa. Muero de miedo, muero de amor. Me digo que tengo que regresar a contar cómo empezó todo. Cuenta cómo empezó todo, mujer, que no el principio; el principio no puedes escribirlo. Quién sabe si alguien pueda escribir el principio de alguna cosa.

Vamos a ver si puedo contar esta historia.

Era noviembre, unos cuarenta días antes de subir a la camioneta para emprender ese viaje. Desperté temprano y con la imagen de un búho que había visto durante el sueño.

Una de esas mañanas en que te levantas con ácido en el pecho, una legión de insectos que llevan ansiedad pegajosa entre las patas y que marchan al interior de tus arterias.

Como si sobre mi cabeza se hubiera posado no una nube gris, sino una hiriente de tan lumi

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