Sistema de recompensa

Jem Calder

Fragmento

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UN RESTAURANTE EN ALGUNA OTRA PARTE

Adivina qué

A principios de un mes de diciembre, cincuenta y siete cosechas antes del comienzo de la era de la infertilidad total del suelo según la fecha prevista por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, Julia consiguió el puesto en el Cascine.

Llamó a la persona con la que tenía una relación más estrecha en la vida, que era su madre, para comunicarle la noticia de viva voz.

—No me lo puedo creer.

—Ya.

—Serás…

—Ya.

—Menudo ascenso.

—Ya.

—Menudo salto. —Su madre se echó a reír, y luego siguió riendo—. Tú imagínate.

El audio en baja fidelidad de la risa de su madre animó a Julia a reír también. Las risas de ambas eran idénticas en cadencia y distintas en tono. Julia se llevó a la cabeza la mano libre-de-móviles.

—Me lo estoy imaginando.

Finales de noviembre

A lo largo de tres jornadas de prueba no remuneradas, Julia estuvo bajo la guía y supervisión procedimental de Lena, la sous chef cuyo puesto el último en llegar, una vez que le hubiese demostrado satisfactoriamente su valía, terminaría heredando previo contrato.

«Cuidado con los codos». «Corta a contraveta». «El zumaque va en la despensa, no en el aparador». «El próximo día, tráete tus cuchillos».

De los muchos pensamientos formados-y-por-formar que Julia tenía en torno a Lena, la mayoría iban destinados o bien a comparar, o bien a evitar deliberadamente establecer comparaciones entre sus cualidades comunes y opuestas. Lena pesaba más o menos el peso objetivo de Julia y llevaba el pelo cortado en ese tipo de pixie que hacía que mujeres no tan seguras de sí mismas concibieran la idea de llevar también ellas el pelo corto. No podía sacarle más de cinco años a Julia, pero su grado de competencia culinaria insinuaba una ventaja de décadas de experiencia. Cada vez que Julia salía del Cascine después de una jornada de prueba, lo hacía sintiéndose inepta en un aspecto nuevo y convencida de que ese había sido su último día.

Al terminar la que resultaría ser, en efecto, la última jornada de prueba de Julia, Lena y ella salieron juntas del restaurante y se adentraron en un discreto frente cálido de lluvia satinada, mientras Ellery, el chef, terminaba de cerrar él solo el local.

Fuera, mientras caminaban, Lena anunció que tenía intención de recomendarla a Ellery para el puesto de sous chef. Julia se deshizo en agradecimientos, y dijo ay dios mío ay dios mío y que no se lo podía creer, le preguntó a Lena qué planes tenía y adónde iba, y —aunque ella se estaba refiriendo más bien al corto plazo al formular esas preguntas— reaccionó con entusiasmo cuando Lena le explicó: «A un buen sitio, en Berlín, tengo un contacto allí». Luego agachó la vista, enfrascada en una absorbente tarea en el móvil, y añadió, con una voz modulada que hizo que sus palabras sonasen como una forma soslayada de decir otra cosa:

—Sí, me he pasado aquí demasiado tiempo, creo yo.

Si Julia se cortase alguna vez el pelo tan corto como Lena, no vería el momento, lo sabía, de que le volviese a crecer. Era consciente de que en el fondo lo único que buscaba era un cambio.

Como era una persona amable, Julia esperó en el bordillo con Lena bajo la lluvia cada vez más fría, rato suficiente para que Ellery las alcanzase y les lanzara un buenas noches desde la bici plegable, con las ruedas chispeando ligeramente al deslizarse por la superficie espejeante del carril bici. Al poco, Lena ocupó su lugar entre los pasajeros de Uber de la ciudad, y Julia no volvió a verla nunca más.

La imitadora

Julia se pasó los primeros días en el Cascine imitando lo poco que había averiguado de la presencia de Lena allí: emulando su relajada familiaridad con los chefs de cuisine; escenificando el recuerdo que conservaba de su control de los utensilios.

En aquellos primeros turnos, sentía —o tenía la sensación de sentir— que el resto del personal, en su mayoría masculino, del restaurante iba sumando y restando mentalmente puntos de profesionalidad y atractivo a la fluctuante impresión que se estaban haciendo de ella, recopilando opiniones en lo tocante a su apariencia y carácter que, una vez formadas, para Julia serían muy difíciles de cambiar a mejor.

En el anterior restaurante en el que había trabajado —la última de una serie de incursiones societarias en el mundo de la restauración bajo la codirección ejecutiva de un chef famoso conocido, en el sector, por la atmósfera emocionalmente tóxica de sus cocinas y, cada vez más, fuera del sector, por sus soflamas online sobre la libertad de expresión y la consiguiente base de seguidores neoconservadores que había cosechado en los nuevos medios—, Julia se había ganado la reputación de presa fácil; una chef de partida demasiado motivada y, por tanto, fácilmente manipulable para que asumiera responsabilidades en ocasiones por debajo, pero las más de las veces bastante por encima, de las funciones de su puesto.

Llevaba mucho tiempo, muchos meses, esperando convertirse en la siguiente versión de sí misma en un nuevo trabajo. Tenía que andarse con ojo, ahora que estaba aquí, de no recaer en conductas típicas de la antigua Julia: no revelar su auténtica naturaleza llorona, servicial y sufridora; no hacer ni decir la clase de cosas que la persona que estaba fingiendo ser no diría ni haría. No permitir que la visión de los demás deformase su visión de sí misma. No ser vulnerable en los puntos donde lo había sido antes.

El apartamento

Al llegar a casa tras aquella primera semana completa de jornadas no-de-prueba, a Julia la recibió un distraído «Ah, hola» de Margot —su casera, compañera de piso y mejor amiga de su hermana mayor—, que estaba tumbada en el sofá del salón en su posición nocturna ritual; la atención repartida en modo pantalla dividida entre los diversos feeds del móvil y el episodio de una serie de prestigio que se reproducía en el portátil.

El salón tenía la iluminación ambiental correspondiente a la posición predilecta de Margot en el regulador rotatorio, a treinta grados del punto medio exacto en el sentido de las agujas del reloj, tal como indicaba una marca dibujada con rotulador permanente en el marco de plástico blanco del interruptor de la pared.

—¿Qué tal? —respondió Julia.

Margot se inclinó pesadamente hacia delante para poner la serie en pausa.

—Ah, bien. Un poco cansada, solo. ¿Qué te…? ¿Qué tal tú?

—Bien, también. Y también cansada. Pero en plan bien. Por el trabajo nuevo.

—Ah, es verdad. ¿Cómo va todo?

—De momento, bien. Muy bien.

En general, si llegaba a casa por la noche y veía desde el pasillo, asomando por la rendija inferior de la puerta del salón, la delatora franja de luz que señalaba la presencia de Margot, Julia se iba directa a la cama. Margot y ella no habían encontrado aún una forma natural, no forzada, de comunicarse entre ellas; su relación estaba contaminada tal vez de un modo permanente por las transferencias periódicas que Julia le hacía en pago del alquiler.

—¿Mejor

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