El geólogo

Paul Theroux

Fragmento

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1. El ritual de rechazo

 

 

 

 

Cuando te sientes feliz casi nunca desconfías, así que no me di cuenta de que todo aquel espantoso asunto iba a estallar cuando Vita dijo: «Hace siglos que no vas a almorzar con Frank. ¿Por qué no quedáis los dos para comer algo?».

Cada vez que le hacían una pregunta de las que odiaba responder, Frank decía: «Mírate en el espejo y pregúntatelo a ti». Hoy he estado tentado de hacerlo, pero le he sonreído a mi encantadora esposa mientras pensaba en mi odioso hermano.

Teniendo en cuenta la clase de abogado que era, Frank tenía licencia para mentir, y eso ayudaba, porque siempre contaba unas historias terriblemente largas y bastante dudosas. A veces era la misma historia, o casi. De vez en cuando era una historia que yo le había contado, y él me la repetía con él de protagonista, adornándola, sin recordar que era mía. Los que hablan mucho y se repiten no prestan atención a quienes los escuchan: se hallan en un podio imaginario, agitan los brazos, hablan como si tuvieran público delante y suelen ser malos oyentes, si no completamente sordos. Mucha gente encontraba divertidas las historias de Frank, otros pensaban que era aburrido y decían: «¿Cómo lo aguantas?».

«Es un capullo de alto rendimiento», quería decir, pero en cambio me mostraba evasivo: «Es mi hermano mayor». Yo no era muy locuaz. Yo era el hermano esquivo, el geólogo, el que se había ido de casa para ir en busca de rocas, un aventurero de las industrias extractivas.

Sin embargo, a menudo me fascinaban las historias de Frank. No hace falta que te caiga bien una persona para escucharla. Cuando yo estaba de humor, lo escuchaba repetirlas; observaba cómo cambiaba el relato, lo que dejaba, lo que omitía; las exageraciones, las irrelevancias, los nuevos detalles, las trolas.

La monja que lo pilló fumando. En una versión le dijo que lo confesara como pecado mortal y se esperó al lado del confesionario para oír cómo le desnudaba su alma al sacerdote. En otra, como castigo lo obligaba a pasar todo el día arrodillado sobre un palo de escoba. En la que más me gustaba, la monja le entregaba su medio paquete de cigarrillos sin fumar y se los hacía comer. Pero yo sabía que, como a Frank le silbaban los pulmones, nunca había fumado.

Otra historia contaba que una banda de narcotraficantes lo había asesinado brutalmente en Florida; habían encontrado su cuerpo acribillado a balazos en una mansión de Miami, la cara destrozada e irreconocible. Nuestros padres recibieron la llamada que los informó del asesinato un fin de semana en que Frank estaba de vacaciones y quedaron destrozados. Al final resultó que era un hombre que había robado el pasaporte de Frank y lo llevaba encima. Una historia magnífica pero falsa.

Otra: le salva la vida a mi amigo del instituto, Melvin Yurick, al que encuentra desangrándose en un camping del bosque del pueblo, pues Yurick se había cortado la mano con un cuchillo de caza. Según el relato de Frank, al rescatar a Yurick había alterado el curso de la historia, pues, más adelante, Yurick fue pionero e innovador en los medios de comunicación digitales y se hizo multimillonario. La historia era mía: fui yo, haciendo senderismo con Yurick, quien le contuvo la hemorragia de la mano y lo llevó a casa. De todos modos era cierto que Yurick se hizo multimillonario.

Yo escuchaba a Frank para conocerlo mejor, porque ya de niño lo encontraba una persona tramposa, cruel, peligrosa y poco de fiar, y también (pues la gente a veces se convierte en su opuesto) directa, amable, tranquilizadora y servicial. Frank era tantas cosas y tan contradictorias, todo él era tan apabullante, que tengo que explicarlo a trocitos. Aunque fingía ser mi amigo de manera bastante convincente, sabía que yo no le caía bien.

Era un héroe local, el señor don Frank Belanger, abogado de lesiones, un abogado de éxito en nuestro pueblo de Littleford. Por culpa de nuestro apellido (en la escuela los niños siempre se burlan de los nombres), los hermanos Belanger éramos conocidos como los Bad Angels, los Ángeles Malos. Frank era un oponente duro, pero un buen aliado; se había hecho muy rico acumulando cuotas de contingencia por daños personales y demandas por negligencia médica. «¡Dinero caído del cielo!», lo llamaba. Nunca ocultó su ambición y cuando éramos niños se pavoneaba: «¡Quiero ser tan rico que pueda cagar dinero!». Defendía a gente herida, normalmente pobres; así que la justicia era dinero, el castigo era dinero, la recompensa era dinero, la moralidad era dinero, el amor era dinero. La clientela que tanto lo admiraba citaba su conocidísimo comentario en tono de aprobación: «Muerdo a la gente en el cuello para ganarme la vida».

Le había plagiado esa frase y otras ocurrencias a un abogado sin escrúpulos para el que había trabajado. Se llamaba Hoyt. Yo no era rival para el sarcasmo de Frank, ni para su naturaleza competitiva ni para su instinto asesino. Me había ido de casa para escapar de su sombra. Mi trabajo de geólogo me mantenía alejado, al principio en el oeste, después por el ancho mundo, una temporada en África, y más tarde —mis años de cobalto— en el noroeste. Antes de eso, cuando me casé con Vita, compré una casa en la ciudad y regresaba cada vez con más frecuencia a medida que mi madre se hacía mayor y la animaban las visitas. Vita, que había crecido en el descontrolado caos e improvisación del sur de Florida, encontraba sosiego en la solidez y el orden de Nueva Inglaterra. Además, era una oportunidad para que nuestro hijo, Gabe, asistiera a mi antiguo instituto y fuera un León de Littleford.

Normalmente, cuando Frank se enteraba de que yo estaba en el pueblo, insistía en que nos encontráramos para comer, siempre en la cafetería de Littleford. Durante una época, él había sido propietario de un porcentaje de «la fonda». Si tenía tiempo, yo solía acceder, porque al verlo, al escuchar sus historias, podía medir la temperatura de nuestra relación. Los miembros de la familia poseemos un lenguaje especial e intraducible de gestos sutiles, de juegos de dedos, guiños y asentimientos, pequeños insultos, extrañas alusiones y palabras hirientes que resultan devastadores dentro de la familia y que no significan nada para un forastero.

Pero, cuando Vita me insistió para que almorzara con él, sonreí... y me equivoqué. Y a los pocos días dije categóricamente que no por la manera en que Frank lo propuso en un e-mail, expresándolo como una exigencia, poniendo «Almuerzo» en el asunto, con la fecha y la hora y el mensaje: «No faltes».

Me había ido de casa para evitar órdenes como esa. La prospección y exploración de minerales podían ser frustrantes y caras: yo había empezado con una camioneta vieja y una moto de cross, tomando muestras de grava de lechos de ríos secos en el desierto de Arizona, comprobando si había oro en la superficie. Apreciaba

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