Bailar en el desierto

Juan Arnau

Fragmento

Una cita con mister Finkel

Una cita con mister Finkel

«Los espectáculos no son nunca ni buenos ni malos, simplemente son entretenidos o aburridos».

Esto fue lo que mi abuelo me dijo un día cuando le pregunté si la película que estaba viendo le parecía buena. Lo recuerdo bien: llevaba su eterno traje de franela gris, su traje «de los domingos» —solo tenía dos, el de pana negra, que vestía religiosamente de lunes a sábado, y aquel, que reservaba para el último día de la semana—, y estaba sentado en la butaca que solía ocupar en la fila veinticinco del cine, junto a mi abuela. Yo había acudido a él como siempre hacía, cuando ya había empezado la proyección. A oscuras, con la complicidad de mi hermana, íbamos ambos a ese rincón situado a mano derecha del pasillo central en el que sabíamos que nos aprovisionaríamos de chucherías. Mi abuelo las llevaba en el bolsillo, ya que jamás se olvidaba de comprar unas cuantas en el pequeño quiosco que el So Perico instalaba en la calle, delante de la entrada del cine, donde vendía pastitas de coco, caramelos, cacahuetes salados, pipas, chicles Bazooka —enormes— y unas obleas riquísimas, rellenas de una pasta dulce y rosada, que no recuerdo cómo se llamaban, pero que a los niños nos privaban. Ese día, además de llevarme parte del codiciado botín, me llevé también un valioso consejo. Y es que mi abuelo no hablaba por hablar; algo sabía del negocio, puesto que él y mi abuela habían levantado aquel cine con sus propias manos.

Fui el niño más privilegiado del mundo porque en mi habitación había una puerta por la que podía entrar en una fábrica de sueños. En realidad, la puerta —una portezuela, más bien— no estaba exactamente en mi cuarto, pero nada más salir de él se accedía a una galería que conectaba la vivienda con el cine, y allí estaba esa puerta que te conducía a la cabina de proyección. De noche, a escondidas, mientras mis padres confiaban en que dormía, atravesaba ese umbral e iba a la sala de máquinas de la fábrica de sueños. Porque un cine es una fábrica de sueños y la cabina de proyección, su sala de máquinas.

—¿Crees que me engañabas, Juanito? Siempre supe que te escabullías de tu dormitorio —dijo mi madre cuando se lo conté al cabo de los años.

Debo confesar que eso rompió un poco la magia que, hasta entonces, asociaba con mis recuerdos. Me imaginaba como un héroe que se escondía para que los malos no lo pillaran, al igual que hacían mis ídolos del celuloide: era como un polizonte infiltrado en un barco pirata, como un espadachín oculto en el palacio del duque perverso contra quien se proponía ejecutar su venganza. Sin embargo, resulta que no era nada de eso porque mi madre supo siempre que yo no estaba en mi cama, y todas las precauciones que tomé para evitar que me descubrieran fueron tan ridículas como infantiles. Y así contemplaba yo entonces mi pasado, como una película para niños, que es muy emocionante si la ves de crío, pero a la que detectas todos los trucos en cuanto creces.

De todas formas, aquel verano de 2013 no pensaba demasiado en ello. Otras cuestiones ocupaban mi mente, asuntos que debían ser resueltos con urgencia. Como heredero, me tocó encargarme del negocio familiar. Y no hablo solo de los cines, que habíamos tenido que cerrar pocos años antes a causa de la brutal crisis que arrasó con el sector. Hablo de discotecas y de festivales, lo que por aquel entonces nos permitía sobrevivir, aunque a duras penas. La gente imagina a los empresarios como señores ricos preocupados tan solo por incrementar su cuenta corriente y acumular riqueza. No digo que no sea así en algunos casos, pero no en el mío. Y es que a lo largo de mi larga trayectoria profesional me he arruinado tres veces. Eso no significa que perdiera dinero y ya está, significa que llegué al extremo de ver que los del banco se llevaban hasta mis muebles. En 2013 eso quedaba lejos, por suerte, así que volvía a vivir con cierta holgura en un pequeño apartamento en Barcelona, ciudad a la que nos habíamos trasladado cuando faltaba poco para que mis hijos entraran en la universidad y de los que Mari Cruz, mi mujer, se negó a separarse todavía. Aun así, la situación en casa, más allá de eso, no era demasiado boyante.

Me encontraba en mi despacho de Barcelona, ocupándome de algunos de los muchos detalles por ultimar de la edición de ese año del Monegros Desert Festival, un gran evento que, desde hacía dos décadas, celebrábamos cada mes de julio en pleno desierto de los Monegros, en la provincia de Huesca, muy cerca de mi Fraga natal. La primera edición tuvo lugar en 1993 y consistió en un puñado de amigos alrededor de una barbacoa. Veinte años más tarde el festival concentraba a más de cuarenta mil jóvenes. Aunque solo durara un día, era tiempo suficiente para atraer a una multitud de amantes de la música electrónica, conocidos familiarmente como ravers, obsesionados con bailar durante esas horas mágicas aderezadas con viento y fuego.

Mi teléfono trinó; entraba un mensaje. Era de mi hombre de confianza, Eloy Martín.

Tenemos que hablar. Es sobre un tema de extrema importancia.

«Extrema», escribió. Nada menos. Pero a dos semanas escasas del inicio del festival todos los temas pendientes se volvían de «extrema importancia», y yo ya tenía unos cuantos de esos sobre la mesa. Así que, sin inmutarme demasiado, tecleé:

Ven mañana a la oficina. O el lunes.

A lo mejor, pensé, en lugar de reunirnos en la oficina, le propondría ir al café San Marco, en la calle Major de Sarrià, un establecimiento discreto y acogedor que estaba —y está— cerca de mi casa. Además, allí los capuchinos son excelentes. Otro trino de mi teléfono, casi inmediato, interrumpió mis cavilaciones.

Juan, extrema importancia.

A Eloy le gustaban esas dos palabras, sin duda. Y tengo que admitir que tanta insistencia empezaba a intrigarme, aunque, de todas formas, no esperaba encontrarme con un problema de gran magnitud. Quizá un DJ que había cancelado su actuación o una previsión de lluvia torrencial que nos obligaría a replantear la dimensión de las carpas. Nada con lo que no hubiéramos lidiado en el pasado, me dije, nada que en ese momento me pareciera irresoluble y no termináramos resolviendo airosamente. Con la taza de café humeante que acababa de servirme en una mano, marqué con la otra su número en mi teléfono.

—¡Eloy! Cuéntame qué es eso tan importante. —Mis palabras no pretendían sonar burlonas, pero no pude evitar cierto tono de sarcasmo.

Lo que Eloy me respondió por poco hizo que me arrojara encima el café entero.

—¡Nos han hecho una propuesta por el festival, Juan! Una propuesta en firme… ¡Nos ofrecen tres millones de dólares!

Es cierto que Monegros se había convertido en una de las citas más importantes de música electrónica a nivel europeo y, por lo tanto, resultaba lógico que le salieran novias, pero oír esa cifra me provocó una sacudida. Sin embargo, procuré disimularla interes

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