Oscura es la noche

Raquel Brune

Fragmento

1. Sandra

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Sandra

Santa Bárbara, década de 2020

Sandra O’Brian buscaba un lugar en el que desaparecer, pero en vez de volverse invisible como deseaba, tenía la impresión de haber viajado en el tiempo. Eso fue lo que sintió al verse ante el hotel París, apoyada sobre una maleta de mano, hecha deprisa y corriendo. Aquel sería su alojamiento durante las próximas semanas.

Aguardó a que el taxista sacase el resto de su escaso equipaje del maletero: una mochila y la funda de su guitarra. Quizá estuviese huyendo, pero no podía vivir sin tener a su alcance algo que le permitiese interpretar música, aunque fuese en pleno exilio, un exilio de lo más glamuroso. El edificio, de un suntuoso estilo art déco, no era lo que esperaba encontrar después de pedirle a su mánager que le consiguiese el rincón más apartado en el extranjero. Su plan era esconderse allí hasta que pasase la tormenta. Sandra había imaginado que se refugiaría en un remoto pueblecito, pero el hotel parecía de esos que presumen de haber alojado a estrellas de cine del Hollywood dorado y a cabaretistas conocidas en el mundo entero. Se las figuró detenidas en el mismo lugar donde se hallaba ella preguntándose qué vestido lucirían en esta o aquella fiesta y si esa noche asistirían Rodolfo Valentino o Luis Buñuel; si podrían charlar con Tamara de Lempicka o Mary Pickford. Pero la ilusión se rompió enseguida porque, muy a pesar del nombre del hotel y de su estilo arquitectónico, no estaba en París, sino en una ciudad fantasma del norte de España de la que jamás había oído hablar.

Fue el sonido de la funda de la guitarra chocando con el suelo lo que la sacó de su ensoñación. Le bastó con echar un vistazo a su alrededor para descubrir edificios abandonados por doquier. Un siglo atrás fueron las mansiones y palacetes más codiciados de esa zona de la costa, y quienes se morían por experimentar el encanto efervescente de Santa Bárbara los compraban y alquilaban por precios desorbitados. Pero de ese pasado glorioso únicamente quedaban cristales rotos que no merecía la pena reparar y humedades que hacían inhabitables casas en las que nadie quería vivir.

No, Sandra no había viajado en el tiempo, solo estaba en un lugar que había sido engullido por él.

Un retiro muy apropiado para una artista en horas bajas como ella.

El taxista le tendió la mochila con una sonrisa bonachona. Ella lo agradeció con un leve asentimiento y una propina generosa pero discreta. Lo último que quería era llamar la atención más de la cuenta.

—Bonito, ¿verdad? —preguntó el hombre al notar que observaba el entorno—. Los mayores del valle, al otro lado de la montaña, solían decir que Santa Bárbara sacaba lo peor de las personas. —Hizo una pausa mirando el edificio con una intensidad que le provocó un escalofrío, o quizá se debiese a la fresca brisa nocturna del Cantábrico, luego negó con la cabeza para espantar aquella sensación fugaz y rio a carcajadas—. ¡Me figuro que sabían cómo divertirse, eh!

Sandra había notado que, en las pocas horas que había pasado siendo rubia, la gente había cambiado por completo la forma que tenía de tratarla, como si el tono dorado de su cabello la volviese más cercana y accesible, una persona divertida y sin maldad. No le hacía ninguna gracia. Había tardado muchos años en labrarse la reputación de seria y distante y, aunque tampoco la entusiasmase, la protegía de las malas intenciones de los demás.

Supuso que tendría que acostumbrarse.

Se había teñido el pelo la noche anterior en el baño de un hotel de tres estrellas y moquetas de cuestionable olor frente al aeropuerto de Heathrow. El tono de tinte rubio ceniza que Tillie, su mánager, había comprado en un Tesco de la zona desentonaba con las cejas de un castaño oscuro que rozaba el negro y con su piel bronceada. La elección no era una cuestión de estética, sino de pragmatismo. Sandra O’Brian era conocida por agitar su melena oscura sobre el escenario: junto con su voz, era su mayor seña de identidad. En cualquier caso, a nadie parecía importarle que su cabello rubio fuese dolorosamente falso.

—No vengo a divertirme —admitió mientras recuperaba su guitarra como si se tratase del objeto más preciado de la Tierra.

—¿A desconectar de la gran ciudad, entonces? Perdone la indiscreción, señorita, pero después de la reapertura no han venido demasiados clientes. En verano traje en el taxi a algunos turistas, a la gente le encantan los chollos, ya se sabe, aunque duró poco. Desde que empezó a hacer fresco creo que usted es la primera a la que traigo aquí.

—¿Ha estado cerrado mucho tiempo? —preguntó Sandra con curiosidad. Se giró hacia la ciudad semiabandonada que parecía alzarse en pie a modo de desafío, como si quisiese reafirmar que el viento, el frío y el salitre no podrían con ella tan fácilmente.

—Cerró mucho antes de que yo naciese, señorita, así que depende de los años que me eche —rio—. ¡Que tenga una buena noche! Y que disfrute de sus vacaciones.

Sandra sonrió y se aseguró de que sus gafas opacas estuviesen bien colocadas y ocultasen su famosa mirada. Se trataba de un viejo hábito que no lograba quitarse de encima, como el de buscar paparazzis por encima del hombro. No había ninguno al acecho. Su mánager estaba en lo cierto al decirle que nadie en su sano juicio buscaría a Sandra O’Brian, la estrella, no, la diva de la música, en la bahía de Santa Bárbara, escondida entre valles, bosques y montañas en el norte de la península ibérica. Dudaba que alguno de sus compatriotas británicos conociese aquel rincón. Preferían hacer turismo en las islas y la costa del Mediterráneo. Sandra no era del todo británica: el idioma y la sangre española los había heredado de su abuela materna, una valenciana que por azares de la vida había terminado casada con un maquinista de trenes de Bristol. Hablar esa lengua con soltura y casi sin acento le había sido muy útil en sus giras por Latinoamérica, para charlar con sus fans y dar entrevistas, y esta vez le daría algo aún más valioso: un poco de paz y libertad.

Inspiró hondo, decidida a aprovechar su retiro temporal. Parecía difícil que fuese a disfrutarlo, como le deseó el taxista, si bien podía intentar dejar de ser su peor enemiga durante unas semanas, ya vería cuántas, según cómo estuviese yendo la cosa en Londres. No recordaba la última vez que se había tomado unas vacaciones de verdad, sin ensayar, sin componer... Tampoco tenía claro si recordaría cómo era no hacer nada, pero al menos estaba en un hermoso lugar para intentarlo.

Avanzó hacia el hotel París con la maleta en una mano y la funda de la guitarra a la espalda. Cuando cruzó las puertas giratorias, se zambulló en un mundo de estímulos contradictorios. Sus ojos le decían que se hallaba en una estancia antigua, con historia y romántica, bañada por la tibia luz de la bahía que entraba a través de las enormes cristaleras. Sin embargo, solo podía oler el aroma del plástico nuevo.

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