El día que mi madre conoció a Audrey

Yolanda Guerrero

Fragmento

Manuel

MANUEL

El día que Manuel Calle Martínez vino al mundo era la segunda vez que algo así ocurría, solo que en esta ocasión era viernes.

Dos días antes, el 25 de abril, un Mussolini acosado decidió huir de Italia amparado por tropas nazis junto a su amante, Claretta Petacci, y dejar en la cuneta a su esposa Rachele y a sus cinco hijos. Y otros dos después, el domingo 29, apenas pasada la medianoche, Hitler se casó con Eva Braun en un búnker de Berlín.

Pero de ninguna de estas escenas de lóbrego amor se habló en Ronda ni en su serranía el 27 de abril de 1945. En primer lugar, porque nadie sabía de ellas en esa parte abrupta de Málaga. Aun así, aunque alguien las hubiera leído en algún periódico de contrabando, la profusión y expansión de opiniones, variadas y desplegadas en abanicos de todos los colores, estuvieron dedicadas en solitario al fruto de un amor clandestino alumbrado en una casa de cabreros del corazón mismo de la calle San Francisco de Asís: la llegada de un nuevo Manuel Calle Martínez.

Se habló de él y, sobre todo (en realidad, exclusivamente), de su madre.

A mí me describieron a Mariquilla Martínez Palmar, la Búcara, mucho más tarde, y lo primero que me dijeron fue que se le murió de hambre un hijo de tres años al final de la guerra. Después añadieron, así como de pasada, que era corpulenta, guapa a su manera, de grandes ojos castaños bajo un ceño siempre fruncido, pelo gris huidizo en guedejas y cubierto por un pañuelo negro que llevaba atado en la nuca del desayuno a la cena, analfabeta, ignorante, muy lista, malhumorada, malpensada, malhablada y malvivida.

Sin embargo, para pintar su retrato, lo que mejor la definía era la muerte del hijo. De ese tipo de mujer era Mariquilla, una a la que se le había muerto un niño, y eso lo decía todo. La Búcara lo llevaba escrito en la frente y en el alma, aunque lo último solo lo sabían los que la conocían bien, que eran pocos, y muchos menos los que alguna vez le vieron el alma.

Jamás le vio nadie tampoco una sonrisa. Al menos, nadie que lo recordara desde el 39.

Un jueves 30 de abril, meses antes de que estallara la guerra, vio la luz el primer Manuel Calle Martínez. Y un jueves 4 de mayo del último año, cuando todavía no había terminado la contienda, al niño, con solo tres primaveras, se le acabó el aliento después de mucho tiempo alimentándose con las escasas tagarninas silvestres sobrantes de marzo que Mariquilla pudo encontrar entre matojos, en medio de la sequía meteorológica y existencial de la sierra.

Tras la muerte del hijo ni dos días tardó el padre de la criatura, Raimundo Calle González, guardia civil leal a la República, en echarse al monte.

Sus vecinos nunca más volvieron a tropezarse con él. Dejó en Ronda a una mujer de luto a la que ya no le quedaban lágrimas para llorar su ausencia y el cadáver de un niño todavía sin cristiana sepultura.

* * *

Raimundo salió vivo del pueblo, eso sí lo sabían todos.

Era primo de Bernabé López Calle, otro guardia civil declarado en rebeldía contra el régimen golpista, montejaqueño famoso por ser el maquis más amado y odiado y el único ser vivo de la tierra por el que Raimundo estuvo dispuesto a dar la vida desde que ambos eran unos mocosos y más tarde al convertirse juntos en beneméritos. Lo hizo. Se la dio cuando Bernabé ya no tenía la suya y a España no le servían de nada ninguna de las dos vidas, pero a Raimundo le duró más que a su primo, al menos hasta entrados los años cincuenta.

Entre medias, sin duda encontró más de una ocasión para bajar a hurtadillas de alguna cueva escondida entre Ronda y Medina Sidonia sin que lo viera la parroquia, robar varias gallinas y, en el 44, hacerle otro hijo a Mariquilla.

Ni siquiera entonces, según contaba la imaginería popular, debió de sonreír la Búcara, y eso que «hasta para que te hagan un bombo en plena posguerra algo de alegría hace falta», murmuraban socarrones los paisanos ante un chato de jerez, ignorando el silencio discrepante de sus mujeres.

Seguro que la Búcara no sonrió entonces ni en los siguientes nueve meses, pero sí llegó a preguntarle ansiosa a la partera Paquita entre resoplidos, sucia de sangre y heces, con el cordón umbilical pegajoso aún entre las piernas:

—¿Es niño?

—Niño es, Mariquilla, ya tienes otro varoncito, qué alegría, hija de mi vida.

—Que se llame Manuel.

—Anda ya, chiquilla, cómo vas a ponerle el mismo nombre que al que se murió, tú también… Desde luego, qué ideas tienes, negras como cucarachas, por Dios bendito.

—Te digo que Manuel, Paqui, cojones. Quiero otro como el que tenía, que Dios me lo estaba debiendo, asín que con este me lo cobro. Manuel le llamo y sanseacabó, coño ya.

Lo dijo de corrido, todavía jadeante, pero sin dar lugar a más discusión. Manuel se llamó y como tal fue inscrito.

En cuanto a los apellidos, no hubo quien se atreviera a ponerlos en interrogante ni en el libro de familia, porque tampoco hubo quien dudara de que el segundo Manuel era hijo de Raimundo, el ausente.

Eso gracias a la intervención de la tía de la criatura y a pesar de que durante el embarazo no habían faltado los escépticos ni las malas lenguas.

—Ya, ya. Raimundo, que ha bajado del monte, dice esa. No tiene cuento ni nada la matutera.

Mariquilla, que para todo lo demás tenía siempre una respuesta, callaba. Pero a su hermana mayor, Toñi, más conocida como la Diezduros, aunque de verbo parvo y poco dada a la prodigalidad, ante la infamia no había nacido quien le cosiera los labios.

—¿Cuento mi hermana, so guarra? ¿Cuento, dices tú? Pues mejor estás calladita, coño, que bien que te bajas las medias de seda que Mariquilla te trae del inglés cada vez que el Pepón te pega a la puerta por las noches, que te crees que los demás nos chupamos el dedo y que no sabemos que a ti otros te chupan todo lo demás.

Gracias a ella, el esfuerzo dialéctico que convierte un ataque en la mejor defensa ya estaba medio hecho antes de que Manuel naciera. Sin embargo, tras el parto no hizo falta incrementarlo, porque fue el propio niño quien se convirtió en argumento irrefutable.

—Pero ¿no le has visto el guisante al crío, hijoputa, que tú sí que eres un malparido y no mi sobrino? —espetó la Diezduros a la primera víbora que todavía tenía agallas para malmeter contra su hermana.

Porque el niño nació con marca de agua: un lunar con forma de guisante en la mejilla izquierda, muy cerca del lóbulo de la oreja, que era el mismo que se le vio durante tres años al primer Manuel y casi cuarenta al padre huido, como probablemente a todas las generaciones de los Calle anteriores. Era un lunar identitario.

Así nació y así creció, con el sello de hijo legítimo grabado a fuego junto a la oreja, con la protección de escudera fiel de su tía ante los zarpazos del mundo inhóspito que lo rodeaba, con los barrotes entre los que su mad

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