MANUEL
El día que Manuel Calle Martínez vino al mundo era la segunda vez que algo así ocurría, solo que en esta ocasión era viernes.
Dos días antes, el 25 de abril, un Mussolini acosado decidió huir de Italia amparado por tropas nazis junto a su amante, Claretta Petacci, y dejar en la cuneta a su esposa Rachele y a sus cinco hijos. Y otros dos después, el domingo 29, apenas pasada la medianoche, Hitler se casó con Eva Braun en un búnker de Berlín.
Pero de ninguna de estas escenas de lóbrego amor se habló en Ronda ni en su serranía el 27 de abril de 1945. En primer lugar, porque nadie sabía de ellas en esa parte abrupta de Málaga. Aun así, aunque alguien las hubiera leído en algún periódico de contrabando, la profusión y expansión de opiniones, variadas y desplegadas en abanicos de todos los colores, estuvieron dedicadas en solitario al fruto de un amor clandestino alumbrado en una casa de cabreros del corazón mismo de la calle San Francisco de Asís: la llegada de un nuevo Manuel Calle Martínez.
Se habló de él y, sobre todo (en realidad, exclusivamente), de su madre.
A mí me describieron a Mariquilla Martínez Palmar, la Búcara, mucho más tarde, y lo primero que me dijeron fue que se le murió de hambre un hijo de tres años al final de la guerra. Después añadieron, así como de pasada, que era corpulenta, guapa a su manera, de grandes ojos castaños bajo un ceño siempre fruncido, pelo gris huidizo en guedejas y cubierto por un pañuelo negro que llevaba atado en la nuca del desayuno a la cena, analfabeta, ignorante, muy lista, malhumorada, malpensada, malhablada y malvivida.
Sin embargo, para pintar su retrato, lo que mejor la definía era la muerte del hijo. De ese tipo de mujer era Mariquilla, una a la que se le había muerto un niño, y eso lo decía todo. La Búcara lo llevaba escrito en la frente y en el alma, aunque lo último solo lo sabían los que la conocían bien, que eran pocos, y muchos menos los que alguna vez le vieron el alma.
Jamás le vio nadie tampoco una sonrisa. Al menos, nadie que lo recordara desde el 39.
Un jueves 30 de abril, meses antes de que estallara la guerra, vio la luz el primer Manuel Calle Martínez. Y un jueves 4 de mayo del último año, cuando todavía no había terminado la contienda, al niño, con solo tres primaveras, se le acabó el aliento después de mucho tiempo alimentándose con las escasas tagarninas silvestres sobrantes de marzo que Mariquilla pudo encontrar entre matojos, en medio de la sequía meteorológica y existencial de la sierra.
Tras la muerte del hijo ni dos días tardó el padre de la criatura, Raimundo Calle González, guardia civil leal a la República, en echarse al monte.
Sus vecinos nunca más volvieron a tropezarse con él. Dejó en Ronda a una mujer de luto a la que ya no le quedaban lágrimas para llorar su ausencia y el cadáver de un niño todavía sin cristiana sepultura.
* * *
Raimundo salió vivo del pueblo, eso sí lo sabían todos.
Era primo de Bernabé López Calle, otro guardia civil declarado en rebeldía contra el régimen golpista, montejaqueño famoso por ser el maquis más amado y odiado y el único ser vivo de la tierra por el que Raimundo estuvo dispuesto a dar la vida desde que ambos eran unos mocosos y más tarde al convertirse juntos en beneméritos. Lo hizo. Se la dio cuando Bernabé ya no tenía la suya y a España no le servían de nada ninguna de las dos vidas, pero a Raimundo le duró más que a su primo, al menos hasta entrados los años cincuenta.
Entre medias, sin duda encontró más de una ocasión para bajar a hurtadillas de alguna cueva escondida entre Ronda y Medina Sidonia sin que lo viera la parroquia, robar varias gallinas y, en el 44, hacerle otro hijo a Mariquilla.
Ni siquiera entonces, según contaba la imaginería popular, debió de sonreír la Búcara, y eso que «hasta para que te hagan un bombo en plena posguerra algo de alegría hace falta», murmuraban socarrones los paisanos ante un chato de jerez, ignorando el silencio discrepante de sus mujeres.
Seguro que la Búcara no sonrió entonces ni en los siguientes nueve meses, pero sí llegó a preguntarle ansiosa a la partera Paquita entre resoplidos, sucia de sangre y heces, con el cordón umbilical pegajoso aún entre las piernas:
—¿Es niño?
—Niño es, Mariquilla, ya tienes otro varoncito, qué alegría, hija de mi vida.
—Que se llame Manuel.
—Anda ya, chiquilla, cómo vas a ponerle el mismo nombre que al que se murió, tú también… Desde luego, qué ideas tienes, negras como cucarachas, por Dios bendito.
—Te digo que Manuel, Paqui, cojones. Quiero otro como el que tenía, que Dios me lo estaba debiendo, asín que con este me lo cobro. Manuel le llamo y sanseacabó, coño ya.
Lo dijo de corrido, todavía jadeante, pero sin dar lugar a más discusión. Manuel se llamó y como tal fue inscrito.
En cuanto a los apellidos, no hubo quien se atreviera a ponerlos en interrogante ni en el libro de familia, porque tampoco hubo quien dudara de que el segundo Manuel era hijo de Raimundo, el ausente.
Eso gracias a la intervención de la tía de la criatura y a pesar de que durante el embarazo no habían faltado los escépticos ni las malas lenguas.
—Ya, ya. Raimundo, que ha bajado del monte, dice esa. No tiene cuento ni nada la matutera.
Mariquilla, que para todo lo demás tenía siempre una respuesta, callaba. Pero a su hermana mayor, Toñi, más conocida como la Diezduros, aunque de verbo parvo y poco dada a la prodigalidad, ante la infamia no había nacido quien le cosiera los labios.
—¿Cuento mi hermana, so guarra? ¿Cuento, dices tú? Pues mejor estás calladita, coño, que bien que te bajas las medias de seda que Mariquilla te trae del inglés cada vez que el Pepón te pega a la puerta por las noches, que te crees que los demás nos chupamos el dedo y que no sabemos que a ti otros te chupan todo lo demás.
Gracias a ella, el esfuerzo dialéctico que convierte un ataque en la mejor defensa ya estaba medio hecho antes de que Manuel naciera. Sin embargo, tras el parto no hizo falta incrementarlo, porque fue el propio niño quien se convirtió en argumento irrefutable.
—Pero ¿no le has visto el guisante al crío, hijoputa, que tú sí que eres un malparido y no mi sobrino? —espetó la Diezduros a la primera víbora que todavía tenía agallas para malmeter contra su hermana.
Porque el niño nació con marca de agua: un lunar con forma de guisante en la mejilla izquierda, muy cerca del lóbulo de la oreja, que era el mismo que se le vio durante tres años al primer Manuel y casi cuarenta al padre huido, como probablemente a todas las generaciones de los Calle anteriores. Era un lunar identitario.
Así nació y así creció, con el sello de hijo legítimo grabado a fuego junto a la oreja, con la protección de escudera fiel de su tía ante los zarpazos del mundo inhóspito que lo rodeaba, con los barrotes entre los que su madre lo encerró para alejarlo de la parca por si también venía a reclamar a su nuevo Manuel y con el nombre y el recuerdo de un hermano muerto que le pesaba como una losa en el corazón.
Por todo eso y por alguna cosa más, en los siguientes veinte años tampoco nadie vio al segundo Manuel Calle Martínez sonreír.
Hasta 1965.
LISA
El día que Elisabeth de la Inmaculada Concepción Drake-Requena nació no fue recibida con alegría, a pesar de que era domingo.
Un día antes, el sábado, a Benito Mussolini lo fusilaron el puñado de partisanos que lo habían detenido cuando trataba de alcanzar la frontera suiza con Claretta Petacci. Y el de después, lunes, Adolf Hitler se suicidaba junto con su flamante esposa, Eva Braun, en el búnker de Berlín en el que se habían casado para evitar correr la misma suerte que el italiano mientras las tropas soviéticas estaban a punto de aporrear sus puertas.
El 29 de abril de 1945, situado entre dos sucesos clave para la historia europea, pero, sobre todo, para la del grupo de evacuados gibraltareños que se refugiaban en un barracón militar de Belfast, también fue el día que Consuelo-Connie Requena González parió a su hija con muchos dolores y muchas lágrimas.
A causa de este hecho y sin duda por ignorancia, el padre, Emil Drake, no tuvo tiempo de celebrar las muertes de Hitler y Mussolini. Lo hizo después, cuando supo de ellas, aunque había más desapariciones que también le habría gustado festejar. Ellos y sus fascismos fueron los culpables primigenios, pero no los únicos, de que Connie y él estuvieran en esa especie de campo de concentración de la madrastra patria. Y de que su hija Elisabeth (por la futura reina, Dios la salve) de la Inmaculada (porque así la mantendría tanto como le fuera posible) Concepción (por la añorada Línea en la que Connie se había criado y donde todavía la llamaban Chelo), Lisa para abreviarlo todo, hubiera nacido apátrida, lejos de la Roca en la que estaba su verdadero hogar.
Sí, a Emil le habría gustado poder celebrar más venganzas aquel 29 de abril, pero se conformó con la primera y única que le había regalado su miserable vida: un pecho pequeño que palpitaba ajeno a la podredumbre, una promesa de futuro para él y una maldición del pasado para Connie.
Desde el momento en que Emil abrazó por primera vez aquel trozo de carne aún viscoso, no pudo dejar de acariciarlo. Fue como si se le licuara el corazón de golpe.
Pero, al mismo tiempo, comenzó a dejar de amar a su esposa. Tres días tardó la parturienta en mirar a la cara a su hija. Cuando lo hizo, ni siquiera la tocó. Que estaba agotada, que seguía agotada, que era posible que tenerla la hubiera dejado agotada para siempre. Eso dijo. Se dio media vuelta, de espaldas a la bebé, e hizo como que dormía. Nadie lo entendió y todos la censuraron. Qué pésima maternidad auguraba ese comportamiento desnaturalizado.
El que menos lo comprendió fue Emil, ya enamorado sin remedio de su hija. Al hombre no le entraba en la cabeza cómo una mujer que había sufrido lo indecible para que esa niña lograse respirar ahora se negara a compartir con ella el oxígeno de una misma habitación.
Sin embargo, Connie, a su vez, no llegaba a comprender cómo Emil no entendía que juntos habían cometido la peor de las atrocidades: traer a un nuevo ser vivo a este mundo desgarrado y desgarrador en el que había guerras que los obligaban a huir de noche y de mala manera de sus casas para tratarlos después como ganado en corrales. Un mundo cruel que, desde el día en que se prendó de los ojos de un llanito rubio y guapo que decía descender de piratas, a ella la había convertido en esclava nómada y la había desgajado de los suyos, que a saber dónde y cómo vivirían los pobres en aquella España triste que había dejado atrás. El mismo mundo que le daba días de euforia en los que creía que la pesadilla era eso, nada más que un mal sueño, y otros en los que la tormenta se le instalaba en la cabeza y anhelaba quedarse dormida para siempre bajo el aguacero.
A un mundo como ese no debían traerse hijos. Pero a ese había llegado, sin desearlo, una criatura bella y plácida que gorjeaba en brazos de su padre, que la besaba con arrobo y le recordaba a Consuelo que ella jamás había recibido un beso así, ni siquiera la mitad de un beso así, de labios de su marido.
* * *
Emil no sabía cómo revertir la situación, contraria a toda ley de la naturaleza humana, para conseguir que entre los tres formaran algo que pudiera llamarse familia.
Recordó el éxodo de los últimos años: las sirenas atronando sobre Gibraltar; las amenazas de hacer saltar por los aires el apéndice de tierra que todos deseaban y nadie amaba; la evacuación, con la llegada a Casablanca días antes de que Francia se rindiera ante Hitler y el protectorado pasara de ser lugar de acogida a zona hostil; el regreso de nuevo a la patria perdida sin poder siquiera desembarcar; los nervios, el llanto, la preocupación, la incógnita, el peligro, el futuro borroso, otra expulsión; la travesía por un mar sembrado de submarinos hasta Gran Bretaña; los días aterradores bajo la cúpula de cristal del Empress Hall de Londres, que reverberaba cuando la sobrevolaban los bombarderos y que se hizo añicos horas después de que lo abandonaran; el posterior traslado a un barracón irlandés de desplazados sin domicilio y sin bandera…, y la sopa con gusanos que llevaban tres años comiendo.
—Se acabaron los gusanos, love. Nos vamos para atrás, back de una vez, volvemos a casa. He encontrado quien nos dé techo en Málaga hasta que podamos recuperar el nuestro en el Peñón, si es que queda en pie —anunció Emil a su esposa en junio de 1945, cuando la guerra en Europa se había dado por acabada y la costura mal cosida que casi partió por la mitad a Connie para hacerle sitio a Lisa empezaba a cicatrizar.
A ella se le iluminaron los ojos, solo un brillo fugaz.
—¿En serio me lo estás diciendo, mi alma?
Connie siempre se preguntó cómo pudieron concebir una criatura en aquel barracón. Ella, constantemente embargada de tristeza, pesimismo y añoranza. Él, arrastrando una cojera y otras secuelas menos visibles de la polio que sufrió con cinco años y que más de veinte después, declarado inútil para servir a Su Majestad, le granjeó un lugar junto a su esposa en la evacuación de mujeres, niños, ancianos y enfermos de la Roca.
Pero allí estaba Lisa, como allí estaba también Emil profetizando el regreso a la tierra prometida. Si ese ser tan pequeño que jamás lloraba y aún no podía hablar había conseguido que, al fin, todos pudieran sacudirse el horror de encima con solo clavar los ojos abiertos en su padre, quizá no fuera tan malo haberlo parido.
—En serio, love. Back para Gibraltar.
Volvieron, aunque la travesía por el desierto duró más tiempo del previsto y, cuando acabó, el futuro se les convirtió en pasado como en un suspiro.
Mientras, tanto Emil como Connie se esforzaron en un mismo empeño, aun cuando cada uno creía que los movían intenciones diferentes. Emil, la de criar a un ser humano a su imagen y semejanza, aunque fuera mujer, solo que más libre y valiente, mucho más de lo que jamás llegó a serlo él, esposado a la obsesión con el fantasma de todos los que querían encadenarlo. Connie, la de procurar con todas sus fuerzas, que a veces eran pocas y otras le permitían levantar montañas con una mano, que su hija jamás llegara a enamorarse para que nunca tuviera que renunciar a sí misma.
Y, atada en el centro de la cuerda de la que cada uno tiraba por un extremo, Lisa.
Hasta 1965.
MANUEL
El día, o mejor dicho la noche, que Manuel conoció a su padre, se convenció de que, por más que su tía le dijera que era un cuento, el hombre del saco existía. Se llamaba Raimundo.
Era domingo, 18 de julio de 1954. Y tarde, muy tarde, cuando los fuegos artificiales, los desfiles y las salvas de la fiesta de exaltación nacional ya se habían apagado. Pero Manuel tenía el oído ligero y sintió a su madre trastear en la cocina: entrechoque de cacharros, un líquido que caía en cascada sobre el vaso, chisporroteo de brasas, susurros a menos de media voz y una tragedia que flotaba y volvía espeso el aire que se respiraba en toda la casa.
Vio un riachuelo rojo que iba desde la puerta del corralón de las cabras hasta la de la cocina y supo que era sangre arrastrada por el piso, como la que suelta algo que alguien no tiene fuerzas para elevar en el aire y que, en lugar de chorrear, deja un reguero impreso a su paso. Como el que dejaría un saco lleno de niños muertos.
Debería haberse metido en la cama de nuevo y tapado hasta arriba para rezar las avemarías necesarias que conjurasen al hombre del saco hasta que se marchara sin conseguirle a él como trofeo.
Pero no lo hizo. Se quedó paralizado en la puerta de la cocina. Respiraba ruidosamente. Miraba. Veía cómo su madre, arrodillada, lo mismo daba bofetadas en la cara a un hombre tirado en el suelo que se la cubría de besos y de lágrimas.
Y escuchaba:
—Esto no te lo perdono, me cago en todos tus muertos, Raimundo, si te mueres no te lo voy a perdonar, ¿te enteras? Te vas a ir de este mundo sin mi perdón, porque yo te quiero aquí, aunque no pueda tenerte y la montaña vuelva a tragarte, cojones, que te prefiero vivo y lejos que muerto a mi vera, hijoputa, no te mueras, te lo mando yo, que asín se fuera ido a pudrirse en el infierno el merdellón del Bernabé, pero tú no, por Dios y por la Virgen te lo pido, cabrón, no te mueras, amor mío, no te mueras, que como te mueras te mato…
El hombre del saco la miraba tendido en el suelo, con un boquete en el lado izquierdo de la tripa del que salía más sangre de la que Manuel había visto en toda su vida, y eso que cuando le daban un balonazo su nariz solía convertirse en una fuente, pero nada, absolutamente nada comparable con aquel mar inagotable.
—Deja en paz al Bernabé, mujer, que hace ya que lo mataron, y lo mismo que a él es lo que me ha pasado a mí. Que a mí también me han vendido. Porque me han vendido, Mari, me han vendido…
Y dale, una vez y otra, que lo habían vendido, era lo único que decía. O lo único que Manuel creyó que decía, sin entender muy bien en qué clase de mercado se puede vender a una persona.
La respiración del niño se agitó aún más. Siempre le pasaba, le venía en oleadas. De repente, cuando se pegaba con otros en el descampado o cuando una cabra se le escapaba y tardaba horas en encontrarla, sentía que le faltaba aire o pulmones y que de lo que le quedaba de ambos salía un silbido agudo.
Esa noche, el extraño oyó un resoplido que chiflaba. Dejó de mirar a la mujer que lo abrazaba y lo insultaba al mismo tiempo, extendió la vista, buscó el origen de ese sonido tan familiar y sus ojos lo encontraron a él, el pequeño Manuel, medio escondido entre las sombras, aunque, al parecer, no lo suficiente.
—Ven acá pacá, muchacho.
Y este, sin saber por qué y muy en contra de su voluntad, con el pecho silbando, fue.
El hombre del saco tenía un guisante en la mejilla izquierda, cerca del lóbulo de la oreja, y hablaba con voz ronca de pozo oscuro, también entrecortada por un jadeo de agonía parecido a su pitido.
—Mira que estás crecido, chiquillo, ya eres todo un hombre.
Esbozó una mueca que tenía más de dolor que de sonrisa mientras con una mano se aferraba a un saco de arpillera ensangrentado y con la otra, igual de empapada en sangre, trataba de rozar al niño.
En un primer movimiento instintivo, Manuel, asustado, se retiró. Después, también sin saber por qué y sin poder evitarlo, dio un paso al frente y se acercó a la mano tendida sin tocarla, citándola como a un toro.
La mano entró al trapo y se posó sobre el algodón blanco lejía del pijama de Manuel hasta impregnarlo de rojo.
El hombre del saco siguió hablando, muy despacio:
—Escucha, criatura, lo que te voy a decir, que, si no me salen mal las cuentas, ya tienes años suficientes pa saber a lo que me quiero referir.
Un estertor de silbato muy parecido al de Manuel le interrumpió. El extraño tosió y escupió más sangre, pero no le soltó la manga del pijama.
—Lo que te vengo a decir es que tú eres un Calle y, a partir de ahora, te quedas como el hombre de esta casa. Y ni los hombres ni los Calle abandonan a sus mujeres como perros en la cuneta, ¿me estás oyendo, mi alma?
Más tos.
—Yo lo he hecho todo mal en mi vida, hijo. He faltado a todo, o séase, a la hombría y al apellido. Pero tú no, ¿me estás oyendo?, tú no, Manolillo, tú no hagas na de lo que he hecho yo. Tú, con tu madre toda la vida, asín le tengas que dar tu última boqueada pa que ella pueda respirar, ¿estamos? Tú siempre con tu madre, que pa ti es lo más sagrado que tienes a partir de ahora. ¿Me estás oyendo o no me estás oyendo?
De nuevo toses y de nuevo sangre.
—Prométemelo, hijo de mi alma, prométemelo. Dime que tú nunca dejarás sola a tu madre. Por encima de todo y de todos, tú eres un Calle y los Calle no hacen lo que yo. Dime que me has entendido, niño.
Ante el apremio del moribundo, Manuel asintió sin estar seguro de a qué estaba diciendo que sí. Después, una vez más sin saber por qué y todavía muy en contra de su voluntad, salió corriendo.
Esa noche la pasó escondido debajo de la cama, sin dormir, llorando tan silenciosamente como pudo, rezando avemarías, ahogándose en sus propios silbidos y tratando de que se oyeran lo menos posible.
* * *
A la mañana siguiente ya no había un reguero de sangre en el suelo ni ningún hombre tirado en él con un boquete en la tripa. Todo parecía limpio, relucía y olía a Zotal.
Encontró a su tía la Diezduros sentada ante la mesa camilla de la cocina. Estaba callada, extrañamente callada, más de lo que solía, y eso que solía estarlo con frecuencia. Sorbía café migado en un lebrillo de barro al tiempo que su hermana calentaba un cazo de leche sobre el carbón con el ceño fruncido pero sereno, en lugar del rostro desencajado de desesperación de la noche. Todo era raro y distinto, pero al menos no quedaba rastro de nada ni de nadie.
Y qué rastro iba a quedar si, con toda seguridad, lo que fuera que hubiera sucedido solo había pasado en la cabeza de Manuel. Las pesadillas son así.
El tiempo que tardó en tranquilizarse a sí mismo con esos pensamientos bastó para exasperar a Mariquilla.
—Pero ¿se puede saber qué te pasa a ti hoy, jodío, tieso bajo la puerta como un pelo del culo, que no haces más que estorbar? Aligera y mueve, bébete la leche de una vez, cojones, ahí tienes la palangana, te lavas y te peinas, bien escamondao te quiero antes de tirar pa la escuela, que no tengo yo todo el día pa mirar tu cara bonita. ¡Andando, coño ya con el niño!
Manuel se dispuso a hacer lo que le decían y solo entonces se dio cuenta: la manga de su pijama blanco lejía estaba teñida de rojo y, encima de la mesa, junto a la palangana, descansaba el saco de arpillera que traía el hombre de aquel mal sueño.
Aún estaba boquiabierto de espanto cuando su madre, sin mirarlo, le ordenó en un murmullo por encima del hombro y en voz bajita, suave y desconocida:
—Deja ahí el saco y no lo abras, Manuel, que aún eres muy chico pa ver lo que hay dentro. Yo te lo guardo y te lo doy cuando te hagas grande, te lo juro por estas, pero mientras, no te se vaya a olvidar que tú eres un Calle, y las madres, pa un Calle como Dios manda, tienen que ser sagradas, asín que si un día tu madre te pide venganza, tú te vas al fin del mundo pa dársela. Entodavía no lo ves, pero ya lo entenderás. Recuérdalo pa entonces, que tu padre te lo ha dicho.
El silencio se hizo oscuro como el humo y largo como la noche. Lo rompió la Diezduros, que logró lo que nadie más que ella lograba de su hermana: traerla de vuelta al suelo que pisaba.
—Deja en paz a la criatura, Mari, coño, que te estás poniendo muy espesa.
Mariquilla salió del trance, cambió de tono y recuperó el iracundo habitual mientras se volvía de espaldas para que su hijo no la viera secarse los ojos con la punta del delantal.
—Pues ea, tira pa la escuela de una vez, porque, como me vuelva y te vea ahí entodavía, me saco la zapatilla y hoy sales caliente de casa, coño ya con el niño.
Manuel obedeció, porque era un hijo sumiso y sin inclinación alguna a la sublevación. Pero mil hombres del saco, a los que otros hombres aún peores que el que la noche anterior había visitado su casa trataban de vender en una subasta, lo acompañaron en sus sueños y en sus madrugadas durante muchos años.
Incluso más allá de la infancia.
Hasta 1965.
LISA
El día de 1954 que Emil le levantó la mano a su hija fue el primero y el penúltimo. La descargó con poca fuerza, como si se hubiera arrepentido a medio camino, pero a Lisa le dolió como cien bofetadas juntas y, lo peor, viniendo como venía del hombre que más amaba en su vida, le rompió el corazón.
Al evocar aquel episodio, Lisa siempre reconoció que lo fácil fue culpar después a la matutera que les vendía chacinas recién traídas de Ronda el segundo lunes de cada mes. Ese era el día que llegaba a Gibraltar para remendar los uniformes del colegio Loreto Convent School, junto al batallón de mujeres de La Línea que diariamente atravesaban con sus pases especiales la barrera de las four corners, conocida como la Focona.
—La culpa ha sido de la matutera y no se hable más —repitió Emil durante mucho tiempo, hasta que todos terminaron creyéndolo.
Culparla fue lo fácil, sí, porque culparse a sí misma y a su padre dolía más, así que Lisa siempre trató de evitarlo.
Hasta el 10 de mayo de 1954, la niña se llevaba bien con las españolas vestidas de negro que se presentaban en el Peñón cargadas como Santa Claus en Navidad, solo que ellas con exquisiteces escondidas de las que disfrutaban en la cena como si fueran una familia de verdad. La noche de la chacina no había gritos ni discusiones ni llantos en casa de los Drake. Sobre todo, no había los silencios de después, que le dejaban a la cría los sueños en blanco, deseando que vinieran de nuevo las matuteras y les vendieran a módico precio un banquete de salchichón que los convirtiese en gente normal.
Le gustaba sobre todo una de esas mujeres: alta, con un pañuelo atado en la nuca y mechones grises que se escapaban por debajo con tanta rebeldía como la de su lengua cuando despotricaba.
—La madre que os parió a cada uno, so hijos de la Gran Bretaña, hay que ver, ¿eh?, hay que ver, que me dais medio chelín por mis manjares y eso que en la puta vida habéis comido zurrapa con manteca colorá mejor que la mía, y después me cobráis cojón y medio por esta mierda de pastillas, que ustedes le decís azucarina o yo qué sé, pero a mí me saben a aspirina dulce, cago en todo, coño ya. —Así regateaba con los comerciantes que la abastecían de mercancías desconocidas o escasas en España a cambio de alimentos que en el Peñón no se producían.
Nunca había oído Lisa tantas palabras prohibidas disparadas por una misma boca, y menos por la de una mujer, hasta que conoció a aquella. Lo mismo que nunca antes se había sentido al filo del precipicio de la vulgaridad que reinaba al otro lado de la valla, y contra la que tanto le había advertido su padre, como comenzó a sentirse los días que llegaba a su casa aquella rondeña ordinaria y deslenguada.
A la recovera le resultaba fácil conseguir con desparpajo para su contrabando de matute lo que la España pobre necesitaba: café, harina, telas, medias, latas de carne combí, chocolate, penicilina y, lo más importante, sacarina, que endulzaba el triple que el azúcar y abultaba una quinta parte.
Pero lo que le obsesionaba por encima de todo era hacerse con un producto muy concreto. Un día se lo explicó a Connie mientras trasladaba a la fresquera de su cocina el jamón serrano y la morcilla que les había traído para la cena de esa noche:
—Es que yo tengo una criatura y lo crío sola, que el padre se largó, me han dicho que por la cueva del Hoyo de Medina anda con todos los suyos, el muy desgraciado, que ya ni baja ni na por Ronda, y yo no tengo ni pa darle de comer al niño… El tiempo del mío tendrá la suya, calculo yo.
La matutera miraba a Lisa mientras trajinaba, calibrándola y comparándola con su hijo en la memoria.
—El crío me nació con unos silbidos en el pecho que, cuando le atacan los muy cabrones, lo dejan sin aliento en el pulmón y el pobre me se ahoga. Usted no vea, doña Consuelo, la angustia que le entra a una cuando siente que un hijo no puede respirar.
Connie asentía callada. No, no lo sabía. Pero sí sabía de la angustia que se sufre cuando unas tenazas comprimen el pecho a la altura del corazón y comienza a galopar en busca de oxígeno.
—Porque a mí ya me se murió uno en la guerra, sabe usted, con solo tres años, pero ese fue de hambre. Al que me queda vivo, que se llama igual que el otro, cada vez que le pita el pecho sin que le entre el aire me dan ganas de soplarle yo todo el mío y quedarme muerta en el sitio. Un médico muy enterado que viene una vez al mes por el barrio me tiene dicho que lo que le pasa es que le ha dado el asma, asín lo llama, y que le tengo que hacer vapores en una olla con agua y un mejunje que solo se vende aquí en la Roca, y con eso, si no lo curo, al menos lo alivio, asín que a por ese pringue vengo, que aquí en el inglés tenéis ustedes de todo, aunque al moro hasta incluso me tendría ido si fuera sido necesario para quitarle los silbidos a mi criatura.
La matutera, siempre de luto de los pies a la cabeza, contaba historias raras con un lenguaje más raro todavía. Raras y tristes. Nunca estaba alegre ni traía buenas noticias ni tenía un motivo para estar contenta. Y jamás callaba.
A la madre y a la hija les gustaba su compañía. A Lisa, los discursos con muchos tacos juntos, que le raspara la mejilla con su mano áspera y que le dirigiera una mueca mellada y de medio lado como gesto de despedida cada vez que se iba. A Connie, la verborrea, que daba algo de música a sus tardes de silencio.
Pero, a su marido, ninguna de esas cosas. Ni una sola.
* * *
Lisa nunca olvidaría el 10 de mayo de 1954, porque le pusieron el vestido de los domingos, le colocaron al cuello una guirnalda roja, blanca y azul y le dieron una banderita de los mismos colores que debía agitar sin descanso en lo alto aunque le doliera la muñeca. Y porque ese segundo lunes del mes había tantos uniformados rodeando los límites de Gibraltar por tierra y por mar que era imposible que por allí se colara una mosca ni siquiera con permiso de trabajo.
Lisa se resistió a salir de su casa y, cuando no le quedó más remedio que claudicar, lo hizo enfurecida. De esa guisa, vestida de árbol de Navidad y de morros, la llevaron al estadio Victoria para ver junto a cientos de niños cómo el Britannia, vencedor sobre el Europa en el partido de la víspera, recibía la Copa Isabel II de manos de quien le daba nombre, Su Graciosa Majestad en persona, que se había dignado a hacer una visita al Peñón durante una travesía.
A Lisa no le importaba el fútbol, que era cosa de niños. Ni la reina ni sus hijos de paso por la ciudad, que eran cosa de mayores. Ni las serpentinas, los aplausos o los estandartes que ondeaban por las calles, que eran cosa de estúpidos. A ella lo que realmente le preocupaba era que por la noche se iría a la cama sin la Mariquita Pérez que la matutera había prometido llevarle ese lunes, justo el lunes del mes que le tocaba visita al Peñón, por culpa de una señora que, por muy rica e importante que fuera, llevaba colgando del brazo un bolsito ridículo, y quizá vacío, que movía y movía la mano como si desenroscara una bombilla, que nunca antes había pisado Gibraltar y que lo más probable es que nunca volviera a hacerlo en el futuro.
Triste y furiosa, además de agotada, volvió Lisa a su casa por la noche aquel 10 de mayo.
También debía de estar Connie triste y furiosa, porque a ella, cuando se sentía así, le daba por comer. Al llegar, se dirigió a la fresquera antes incluso de quitarse los zapatos, metió los dedos en el frasco de lomo con manteca y lo devoró a dos manos, masticando con la boca abierta y sin apenas respirar.
—Ahora entiendo cómo te has puesto últimamente, love. —Emil soltó la risita irónica que solía preceder a un comentario doloroso como herida de navaja—. Te estás volviendo una ballena, la whale del Estrecho voy a llamarte a partir de ahora.
—Tú ya sabes que como cuando estoy preocupada, Emil…
—Preocupada estás siempre, pero hoy es día de fiesta y muchos motivos no tienes.
—¿Te parece poco motivo el carnaval que habéis montado para recibir a la reina y de paso enfadar a España? ¿Y ahora qué? ¿Qué crees que va a pasar mañana, tú que lo sabes todo? Ya se han llevado al cónsul español y a saber si lo devuelven. ¿Qué va a hacer Franco, según tú? ¿Quedarse de brazos cruzados? ¿Y si no puedo salir más ni volver a ver a mi madre, Emil? ¿Y si me dejan aquí encerrada contigo?
—Sí que te interesará a ti mucho lo que haga o deje de hacer ese Hitler de El Pardo, ya veo, como si no hubiera pasado un siglo desde que dejaste de ser española, que por algo estás casada conmigo. Pues nada, hija, si tienes ganas de preocuparte, sigue haciéndolo por tonterías y soluciónalo comiendo, come y come, no pares ni para toser. Pero olvídate de venir conmigo ni a una celebración más, que me da vergüenza llevarte del brazo, yes indeed. Además, no creo que nadie tenga que encerrarte a ti, love, te vas a tener que encerrar tú sola porque a este paso no vas a caber por la puerta.
Hasta ahí pudo soportar Lisa las torturas del día.
—¿Queréis callaros ya de una vez? —gritó— ¡Y tú deja en paz a mummy, vamos, hombre!
Fue tanta la sorpresa que Emil ni pestañeó.
—Qué hartita me tenéis los dos, pero más tú, dad, todo el día insultando a mamá, que ya está bien, vamos, hombre. ¿Que quiere comer?, que coma, y, si está gorda, mejor para ella, asín no se morirá de tisis como mistress Gertru, que estoy hasta los pelos de tanta pelea.
Por primera vez en su vida, Connie le dedicó a Lisa una sonrisa. Solo años más tarde supo que aquella no fue una sonrisa de madre, sino de mujer. O sea, una de agradecimiento, que es de las que menos alegran el rostro, pero de las que más iluminan la mirada.
La reacción de su padre fue muy distinta. Lisa no supo si lo que más lo ofendió fue que le plantara cara sin haber cumplido los diez o que construyera mal y feas las frases, como si fuera una matutera española, y que incluso las adornara con un «asín» tan sonoro que le hizo daño en los oídos.
Tuvo que ser lo segundo. Lo sospechó cuando, de un solo alarido, Emil la mandó a la cama sin cenar y ella no consiguió dominarse. En respuesta, se le escapó de las tripas un exabrupto atroz, aprendido de su amiga la estraperlista de Ronda, sin entender siquiera lo que decía ni darse cuenta de a quién se lo dirigía:
—¡Y un mojón para ti, vamos, hombre! —le soltó a su padre mirándolo a los ojos, de golpe y con los brazos en jarras.
Emil no tenía dudas de que la causante de que su mujer se cebara a sí misma con embutidos grasientos y de que su hija se le insubordinara con palabras malsonantes incluidas, absolutamente inaceptables en una niña, era esa contrabandista alta, ejemplo vivo de la España atrasada. Pero aquel estallido era el comienzo de algo y no presagiaba nada bueno.
Estar rodeado de mujeres era como atravesar un campo de minas, él lo sabía, por eso se empeñaba tanto en mantenerlas a raya. Sin embargo, lo que nunca imaginó es que, entre todas ellas, su hija le saldría la más explosiva.
Fue entonces cuando le levantó la mano y, aunque la descargó sin mucha fuerza, a Lisa le dolió como cien bofetadas juntas.
* * *
Al día siguiente, nada más amanecer, Emil se fue derecho al Loreto Convent School arrastrando la pierna deforme y balanceándose, algo que no le restaba velocidad cuando estaba enfadado, y habló con sister Madeleine.
—Tienen ustedes que estar muy aliquindoi[1] sister, que la española que viene de Ronda una vez al mes a coserles los uniformes no es trigo limpio. —Bajó la voz hasta el tono de confidencia inconfesable—. Me ha contado una de mis fuentes de San Roque que la matutera, además de coser y vender chorizos, también espía para Franco, que en España quieren saber cosas de nosotros, a ver si pueden invadirnos. Tiene al marido escapado por los montes de Medina Sidonia, en una cueva que llaman del Hoyo, ya ve usted qué nombre les ponen a esos sitios…, así que la mujer quiere hacer méritos ante el régimen para que le perdonen la vida cuando lo apresen. En fin, que le digo que tenga cuidado porque esa es capaz de traicionar al mundo entero para salvar a su hombre, y no imagina usted cómo se han puesto las cosas ahí fuera, ahora que está tan de moda gritar eso de Gibraltar español y se les están despertando las ganas de comernos, no le digo más…
La monja empalidecía por momentos, ya se veía en el ojo del huracán de una trama de espionaje internacional que podía acabar con su Roca, tan pequeña y a la vez tan amenazada desde siempre. Se santiguó tres veces.
—Pero ¿cómo va a ser eso posible, si en el fondo somos lo mismo, España que Gibraltar y que Inglaterra, y nos llevamos de maravilla, y ni aquí ni allí nadie hace distinciones de dónde ha nacido cada cual, que todos somos hijos de Dios?
—Así habrá sido hasta ahora, sister, pero el diablo enreda y ya no somos tan hijos del mismo padre, son tiempos difíciles.
—Eso sí que es verdad, indeed, difíciles lo son un rato. Usted lo sabrá mejor que nadie, que para eso es periodista. No se preocupe, mister Emil, que esa mujer no vuelve a poner aquí los pies. ¿Qué va a ser de nosotros, Dios santo, con el mal siempre acechando? Si es que yo no sé ya qué más podemos hacer…
—Algo pueden, sister, estar aliquindoi. Pero todo el tiempo y sin bajar la guardia.
Emil Drake se marchó satisfecho de la escuela y con la conciencia intacta. Aquella mentira difamatoria era la única forma de evitar que su familia se fuera a pique. Porque la culpa de lo sucedido la noche anterior había sido única y exclusivamente de la matutera.
«Y no se hable más».
Jamás volvieron a verla en la casa de los Drake ni en sus alrededores.
Sin embargo, a Lisa, que no llegó a enterarse de la visita de su padre al Loreto, pero intuyó que su comportamiento irrespetuoso de la noche de la reina había tenido consecuencias, sí que se le quedó sucia la conciencia.
Eso, unido al bofetón y a la ausencia de su única amiga la española, fue lo que le dejó el corazón roto.
Hasta 1965.
MANUEL
El día que Milú apareció en Ronda preñada de un tocadiscos fue el primero feliz en diecinueve años para Manuel Calle.
La Búcara y la Diezduros eran la pareja de hermanas más conocida en el pueblo, pero también la más respetada por unos y la más temida por otros. Solo había que fijarse en sus apodos.
A Mariquilla le pusieron el suyo veinte años antes por sus habilidades en el comercio prohibido con Gibraltar. Si lo hacían los hombres, era estraperlo, y, si lo hacían las mujeres, matute, pero en el fondo se trataba más o menos de lo mismo: obtener de fuera lo que en la España de posguerra no se encontraba y se necesitaba. O lo que hacía ilusión tener, que de eso también se vive.
Se inició en el matute en el otoño del 44 por pura necesidad al quedarse sola con Raimundo echado al monte y un segundo Manuel en camino.
Por pura necesidad y porque Cefe la convenció:
—Si todas las matuteras juntas fueran la mitad de listas que tú, a ver de qué iban a comer los civiles de la sierra.
Cefe era un hombre como fabricado de cartón o, mejor dicho, de esa pasta de papel que primero se moja y después se endurece hasta convertirse en un tablón rugoso pero irrompible. Y del color de la mojama, que es el que da vivir en lo alto y con el sol al alcance de la piel. Era circunspecto, duro, tallado a golpe de martillo y yunque, los mismos de la fragua en la que se crio, en la que se ganaba el pan y en la que siguió los pasos de todos los Ceferinos que fueron antes que él.
Solo que el Cefe de cartón, el enjuto y apergaminado Cefe, tenía un punto débil que le ablandaba el cuerpo entero hasta convertirlo en simple papel mojado: Mariquilla.
Toda Ronda veía cómo el rostro se le desdoblaba en mil pliegues alrededor de la boca evocando una sonrisa cada vez que le compraba leche. Toda Ronda oía cómo se le cortaba la respiración siempre que ambos se cruzaban y, sin detenerse siquiera, se lanzaban un «a las buenas» sin otra intención que saludarse. Toda Ronda lo sabía. Como sabía también que Cefe, amigo leal del fugitivo Raimundo y sobre todo fiel a sí mismo, podía tener la cara acecinada, pero el corazón lo conservaba íntegro, liso y llano, y jamás le diría a Mariquilla palabras que ella no estaba dispuesta a oír.
Toda Ronda lo sabía, menos Mariquilla. Aunque tampoco le habría importado, porque lo único que a la mujer le preocupaba de verdad no era su virtud, que esa la dejó enterrada en una fosa con el primer niño Manuel, sino los cuartos que necesitaba para que el segundo naciera y, además, llegara a viejo.
Cefe era el mejor maestro herrero de toda la serranía. Tan bellos al tiempo que eficaces eran sus pestillos, cerraduras, verjas y enrejados para ventanas y balcones que, nada más acabar la guerra, su fama le trascendió y se vio abocado a la exportación.
—A Casares, San Roque, Los Barrios y hasta Tarifa tengo yo ido más de una vez a poner cerrojos, que los de allá abajo solo se fían de los hierros de Ronda para protegerse de los bandidos que bajan de las montañas muertos de hambre —le explicó un día a Mariquilla, cuando ya llevaba unos cuantos viajes fuera de la serranía haciendo patria chica con su forja.
La intención era persuadirla para que probara con el estraperlo.
—Que tienes que tirar para delante, mujer, con o sin Raimundo, porque las cabras de tu hermana no dan para criar tú sola a la criatura esa que tienes dentro cuando llegue. Me han contado que en el inglés te quitan de las manos lo que les lleves, vamos, que te lo compran todo a punta pala porque esa piedra no sirve ni para plantar papas.
—Qué inglés ni qué cojones, Cefe, qué pinto yo en eso, a ver cómo llego yo tan lejos si no tengo ni las cuatro letras…
—Yo te puedo acercar una vez al mes hasta la frontera. Una parte de las montañas te la haces tú andando para que los civiles no se cosquen, y la otra, la más larga, te llevo yo en la camioneta. Por probar…
Bien mirado, no era mal negocio. De hecho, era el único negocio que podía permitirse y que muchas otras ya hacían cada día al cruzar los montes sin un Cefe que las acompañara.
Meses después se dio cuenta de que era también su única esperanza. En el paraíso del inglés, donde los productos mágicos colgaban de los árboles, sin duda encontraría la medicina que curase a su hijo de los pitidos en el pecho con los que había nacido y le garantizase la vida eterna.
Cefe la convenció y ella se dejó convencer. Lo demás lo puso su inteligencia.
* * *
Eran tiempos duros. Y los viajes, mucho más de lo que Cefe le había dicho. Pero en una cosa el herrero tenía razón: Mariquilla era más lista que todas las contrabandistas juntas. Así que, poco tiempo después de comenzar en el asunto del matute, ya eran innumerables los ingenios que había discurrido su cabeza para escapar de la vigilancia en la sierra.
Uno de ellos tenía forma de botijo. Con él atravesaba la valla del Peñón y después, tras unas cuantas horas en la camioneta de Cefe, un trecho corto aunque peligroso a pie, el de los bosques que rodeaban Ronda.
En el interior del botijo escondía las mercancías más pequeñas del contrabando, como la penicilina o la sacarina. Las metía y sellaba en tubos finitos que cupieran por la boca ancha del búcaro, bien envueltos en tela o corcho, de forma que flotaran en el agua sin hacer ruido si entrechocaban entre sí o con las paredes del cántaro.
Si alguno de verde la paraba por el camino y le preguntaba de malos modos por lo que llevaba, Mariquilla siempre contestaba:
—¿Y qué voy a llevar yo en un botijo, señor civil? Pues agua, como todo quisqui. Ande, tome usted un traguito, que ya veo que le anda haciendo falta.
Y le tendía la vasija por el pitón. Los guardias, malhumorados por la evidencia, a veces la dejaban pasar para no perder el tiempo con obviedades y otras bebían un chorrillo sin saber que estaban bebiendo estraperlo en sopa.
Hasta que, un día, a la mujer se le rompió un búcaro de barro a los pies de un tricornio. Fue la única vez en su vida que la matutera no supo qué decir.
La suerte vino en su auxilio.
—¿Tú eres la Mariquilla? ¿La mujer del Velorio?
Así llamaban a Raimundo porque era delgado como un cirio de muertos y circunspecto como un funeral. Sin embargo, por prudencia siguió callada.
—Sí, yo te reconozco, que alguna vez te saqué a bailar en la feria antes de la guerra. A mí me salvó la vida el Velorio cuando estuvimos juntos en el frente. Aluego él se echó a perder por culpa de ese comunista, su primo Bernabé, pero yo nunca me olvidé.
La mujer continuaba en silencio, solo levantó la cabeza y lo miró directa. Se sostuvieron los ojos hasta que el guardia civil dijo:
—Ea, tira ya para arriba que yo no te he visto. Pero con esto pago la deuda, no le debo nada al Velorio, esté donde esté escondido si es que está vivo todavía, ni a ti, conque díselo si lo ves, porque como te vuelva a agarrar vas derecha al calabozo y no respondo, ¿estamos?
Estuvieron.
Nunca más se encontraron en el bosque. Solo una vez en la romería de la Virgen de la Cabeza y no se hablaron ni nadie imaginó que se hubiesen visto antes en circunstancias comprometidas.
Tampoco volvió Mariquilla a usar botijos en el matute, por si se hubiera corrido la voz de que en ellos había algo más que agua. Le echó imaginación e inventó cien formas diferentes de ganarse el sustento transportando entre los muslos, con refajos y bragas de doble fondo, entre muchos otros escondrijos, todo aquello por lo que hubiera quien estuviera dispuesto a pagar dos perras, además de medicinas para su hijo.
Las últimas las buscó de punta a punta de Gibraltar durante años, a pesar de que, en el nefasto 1954, de golpe le vino todo en contra.
* * *
Primero, inexplicablemente y justo unos días después de que fuera a verlos su reina, la echaron de malas formas de una escuela religiosa en la que zurcía.
—Mire, doña María, puede usted ir yéndose a su casa y no aparezca más por el colegio, que las niñas van a aprender a coserse solitas sus uniformes y de paso un oficio para la vida. Ya me gustaría a mí no tener que decirle esto, Holy Mother of God, porque yo creo que a este y al otro lado de la valla somos todos los mismos siervos del Señor, solo que no me lo ha puesto usted nada fácil, qué falta nos hará que venga nadie a espiarnos, pero ya ve, lo que pasa es que no queremos que nos llamen traidoras, esto es muy pequeño y con la buena gente ya llenamos la Roca. Hala, vaya con Dios.
No solo la andanada de la monja —llena de frases indescifrables para ella, por mucho que después las analizara y se las repitiera en la cabeza para encontrarles algún sentido— dejó a Mariquilla sin palabras, sino que estuvo a punto de dejarla sin el pase de trabajo que le garantizaba la entrada en el inglés y el abastecimiento de lo otro, que no por secreto dejaba de ser su principal, aunque magra, fuente de ingresos.
A partir de aquel momento, además, las cosas habían empezado a ponerse peligrosamente desagradables a los pies de la Roca.
Los vistas de la aduana miraban con recelo y mucha desconfianza a las mujeres que cruzaban desde La Línea y las examinaban de arriba abajo aunque tuvieran los papeles en regla. Las españolas empezaron a criticar a sus empleadores y a quejarse de que las hacían de menos, algo que era verdad y se convirtió en más frecuente de lo normal. Y todos, los de dentro y los de fuera, comenzaron a observarse de reojo por las calles de uno y otro lado en cada una de sus ciudades, como si temieran que, al cruzarse, alguno robase la cartera al vecino.
Unas semanas después de su despido ocurrió lo peor: Raimundo llegó a casa de noche con un tiro de fusil. Se lo había disparado alguien que sabía dónde se escondía gracias a la delación de un traidor, algún día averiguaría ella quién fue, vamos que lo haría. Le había dejado un agujero en el vientre que era un volcán de sangre, pero Mariquilla no pudo hacer nada por cerrárselo.
Murió en sus brazos y la dejó sola. Irremediablemente sola.
Menos mal que al año siguiente, a pesar de las nuevas dificultades, la vida se le enderezó un poco y consiguió encontrar empleo en el otro extremo de Gibraltar fregando los suelos de una de las casas nuevas que estaban camino del Faro. Era la de un señor judío muy educado llamado Abraham Cazes, que resultó ser médico y no la trataba como otros trataban a las demás españolas. Tan bien la trataba que hasta le facilitaba muchos de los medicamentos que Manuel necesitaba. Al menos, eso que salió ganando tras el disgusto de lo de las monjas.
Al cabo de dos décadas, en 1964, de aquella primera etapa de su actividad como matutera solo le quedaba el mote de la Búcara.
* * *
La historia del apodo de la Diezduros era más conocida en Ronda.
Antonia Martínez Palmar no se hizo famosa por su atuendo estrafalario, vestida siempre de los colores del parchís para compensar su sobriedad filosófica, sino por haber encontrado una fortuna perdida junto a la Cueva del Moro: cien billetes de diez pesetas metidos en un sobre. Ni un minuto dudó de quién podía ser su propietario.
—Dale esto al señor, haz favor —le dijo al criado que abrió la puerta del cortijo del marqués de Rómboli mientras el señor en persona la observaba de lejos—, y dile que a ver si tenemos más cuidado y mete en cintura al capataz, coño, que la jornalera de los que se desloman todos los días en su huerta es sagrada y no puede perderla el cabrón del Domingo asín como asín ni dejar tirados los sobres en cualquier esquina siempre que sale como una cuba de en Ca Paco.
Al día siguiente, alguien le metió por debajo de la puerta un sobre con seis billetes, cinco de diez pesetas y otro en blanco con una sola palabra escrita: «Gracias».
Las gracias le sirvieron para abrirle la cancela del cortijo una tarde al mes, cuando el marqués la invitaba a una partidita de chinchón a dúo. Y los diez duros, para granjearse el apodo, montar un pequeño almacén en la calle Santa Cecilia en el que guardar los bidones para la leche que daban sus cabras y comprarle una perra a su hermana para que la ayudara en sus labores ilícitas.
Así llegó a sus vidas la dulce Milú.
* * *
No puede decirse que, en las casi dos décadas que llevaba vividas, Manuel hubiera sido desgraciado. Tampoco dichoso. A veces sufría altibajos entre uno y otro estado, eso sí, pero la mayor parte del tiempo se había sentido plano. Callado, reconcentrado en espiral lo mismo que una caracola, con mucho bulléndole dentro sin que ni él lo entendiera ni pudiera definirlo, ni siquiera discernía si era bueno o malo, ni mucho menos sabía cómo liberarlo para que le pesara menos en los intestinos. Un espectador de sí mismo.
Si algo podía sacarle de vez en cuando de la llanura árida de su vida y transportarlo a un pico de emoción era la compañía de los perros. Sobre todo, la de aquella mastina gigante de color canela que lo miraba con ojos de arrobo y se le acurrucaba junto a las pantorrillas en las noches serranas.
Milú estaba bien educada y eso que, por aquel entonces, a los perros matuteros se les enseñaba por las malas: los entrenadores se vestían de color oliva y tricornio, se perfumaban de vino peleón y apaleaban a los animales con la cara tapada; así los adiestraban para huir de los guardias civiles como de los rayos en la tormenta cuando transportasen sobre los lomos sus cargas ilegales.
Pese a todo ello, Milú seguía siendo dulce. Por eso Manuel la quería tanto. Dar dulzura cuando solo se recibían amarguras era para muchos un defecto, pero para el chico era un don. Y un sino.
Fue él quien le dio el nombre.
Manuel dejó pronto la escuela, no hubo otro remedio, aunque algo se le quedó: las cuatro reglas y la afición de leer todas las letras juntas que le pusieran por delante. Hasta entonces, lo primero le había servido para echar una mano en los negocios respectivos de su madre y de su tía, pero para lo segundo pocas ocasiones se le habían presentado.
Hubo una, sin embargo, que lo enganchó al carro de la lectura.
—Anda, toma, Manolo, que me ha sobrado esta revista de las que uso pa apañar el fuego cuando hay poca leña —le dijo un día su tía mientras le tendía un ejemplar antiguo de Blanco y Negro—. A ver si encuentras ahí algo que te interese, tú que eres el único de la familia que sabe leer, y dejas de andar todo lánguido, chiquillo, que pareces un alma escapada del día de difuntos, me cago en tu sombra.
Lo encontró. Venía en forma de viñetas y contaba las aventuras de un extraño muñeco. El dibujo se llamaba Tintín, y su mascota, Milú. Se hizo adicto a ellas y ya nunca más pudo la Diezduros quemar ni un solo Blanco y Negro, por muy bien que prendieran sus páginas.
Rebuscó en la leñera hasta que reunió todos los que pudo para dárselos a su sobrino.
—Pero si tienen la tira de años, chiquillo…
Lo decía sonriendo, qué más le daba a ella la actualidad si lo que importaba era el brillo en la mirada de Manuel cuando los recibía.
En honor a Tintín y Milú quedó bautizada la mastina. Y ella, en agradecimiento, nunca lo defraudó, como tampoco el fox terrier a su dueño.
El día que su madre trajo a Milú del inglés con un Cosmo de maleta, atado bajo la tripa y tapado con una manta tosca de pelo largo que imitaba el de la perra en forma y color para camuflar el cargamento, fue el día que Manuel cumplía diecinueve años y el más feliz de su vida, sí.
El tocadiscos no venía solo. Traía dentro un disco plano y negro con el que probarlo. Manuel no sabía cómo hacerlo funcionar, de modo que colocó la aguja en mitad del vinilo y, puede que solo fuera casualidad, la magia de la música hizo el resto.
Primero sonó una armónica y después una estrofa que lo describía a él:
There is a place
where I can go
when I feel low,
when I feel blue,
and it’s my mind
and there’s no time
when I’m alone.
Hay un lugar
al que puedo ir
cuando estoy deprimido, cuando estoy triste,
y es mi mente.
Y el tiempo no existe
cuando estoy solo.
Supo lo que significaba cada palabra. Era una de las ventajas de ser avispado, tener buen oído y trabajar de temporero en Las Abejeras, una finca de más arriba, por donde el camino a La Indiana, que en tiempos albergó decenas de colmenas y ahora pertenecía a un señor apellidado Giles que llegó de Liverpool hacía mucho. Trataba bien a Manuel y le pagaba buenas pesetas, pero a cambio el chico tuvo que aprender los rudimentos de su idioma porque el jefe jamás se rebajó a hacerlo con los del español.
Por eso pudo entender y, más aún, sentir cada palabra de aquella canción. Esos cuatro chavales de la portada del disco, asomados a una escalera y con caras de niños a punto de cometer una travesura, le habían dado en pleno centro de la diana.
El primer día que Manuel Calle Martínez oyó a los Beatles cantar a los cuatro vientos que le conocían a él, supo también lo que quería a partir de entonces: ser como ellos, aprender a contarse a sí mismo como le contaban ellos.
Manuel tenía diecinueve años y no había vivido. Pero, gracias a aquellos cuatro chicos, eso iba a cambiar muy pronto.
Concretamente, en 1965.
LISA
El día que Lisa oyó a la nanny Pepa llamar a su padre el Llanito Solitario casi se atraganta con el hueso de una aceituna chupadedos del ataque de risa que le dio.
No le vino mal reír, que ya tenía ganas. Porque motivos para entregarse a la risa como cualquier chica de su edad no había encontrado demasiados antes de ese 29 de abril de 1964, el de su decimonoveno cumpleaños. De hecho, había tenido poquísimos desde que llegaron de Belfast con ella recién nacida.
En las casi dos décadas que mediaron entre el regreso y el casi atragantamiento de Lisa habían sucedido tantas cosas y, al mismo tiempo, tan pocas que en medio de las risas y las toses, a la joven se le pasaron todas por la mente como en cinemascope.
Al concluir la guerra, la familia Drake abandonó Irlanda e hizo una escala de varios meses en España, el único país en el que aún quedaba el mismo fascismo que a Europa tanto dolor le había costado derrotar, según le explicó su padre.
Fueron los invitados de un escritor británico, de nombre Gerald Brenan, aunque respondía con más agrado al de don Gerardo. Emil lo había conocido por casualidad en 1935, justo antes del desastre, cuando coincidieron en un tren y Brenan le pidió que le sirviera de traductor con los albañiles mientras adecentaba una casa en una barriada malagueña peculiar, Churriana. En ella los acogió en su periplo hacia más al sur años después mientras Emil hacía gestiones para averiguar si la herencia de los Drake en la Roca seguía habitable tras la guerra.
Puede que fuera en los meses que vivieron en Churriana cuando, además de la desazón, a Emil se le despertó la rabia, dormida mientras le caían encima las bombas, comía sopa de gusanos y tenía una hija.
Al fin, a comienzos del 46, con un par de maletas escasas de pertenencias, pero llenas de los libros que les había regalado don Gerardo —algunos prohibidos y por tanto secretos—, concluyeron su largo viaje y llegaron a Gibraltar.
Respiraron aliviados al ver que la herencia continuaba allí: era el edificio vetusto del número 1 de Armstrong Steps, justo enfrente de los astilleros, que habían abandonado casi con lo puesto. Todavía miraba a poniente, aún olía a mar y a barcos recién hechos y seguía teniendo ventanas desde las que casi se tocaba África. Pero ya no era el mismo. Era una casa cansada, desconchada y envejecida. Como Europa.
Tampoco los Drake eran los mismos. Ni la bahía. Ni el azul del Mediterráneo ni el verde del Atlántico.
Nada era lo mismo ya.
* * *
Emil era hombre de pocos encantos. Ya no quedaba casi nada del intrépido y joven periodista que describía las bellezas de la Roca en el Gibraltar Chronicle antes de la guerra ni tampoco del heredero de piratas que conquistó a Connie con dos ojos tan azules como el mar del Estrecho mientras trataba de aprender a bailar sevillanas cojeando, con escasísimo éxito y menos gracia todavía, durante La Velada de La Línea de 1935.
En 1945, de Belfast volvió alguien distinto, un señor calvo, con bigote, de barriga redonda y creciente, desaliño improvisado y americana, tirantes y pantalón siempre mal conjuntados. Sin embargo, mantenía desde la juventud un detalle de coquetería atemporal: una pajarita que le adornaba el cuello en invierno y en verano, en fiestas formales o salidas al campo, en el Corpus de junio o en la comida de Navidad. Pajaritas de muchos colores, de lunares y estrellitas o en mil variaciones del tartán escocés. Era su seña de identidad, como el apellido, la de un pirata que había cambiado el garfio por la pajarita.
Connie, en cambio, no tenía identidad. Ella decía que la perdió el día que parió a Lisa. En ese mismo momento se convirtió en la mujer desgraciada que suspiraba de la mañana a la noche y los arrastraba a todos hacia su agujero de tristeza, oficialmente con jaqueca, aunque se la oyera llorar durante horas pese a que, como su familia sabía bien, de dolor de cabeza no se llora tanto tiempo.
Por culpa de Lisa, todo por culpa de Lisa.
La niña creció con una pesada bola de hierro atada al tobillo, la de ser la única y última causante de que su madre hubiera extraviado el rumbo. Y así lo creyó durante sus nueve primeros años, hasta que la nanny Pepa le explicó la verdad: que, en realidad, su madre había nacido sin rumbo.
Se lo dijo una vez que la cría rompió un jarrón de baratillo y la reacción de Consuelo se multiplicó hasta el infinito en ondas concéntricas que iban ampliando su ira y su pena como si fueran una piedra arrojada al río. Connie terminó postrada en la cama, a oscuras y gimiendo con la cara hundida en la almohada durante una semana, sin querer siquiera oír la voz de su hija.
—No, mi alma, mi niña bonita, mi niña morena, no es tu culpa —explicó la abuela Pepa a su nieta apretando los dientes, acariciándole la mejilla y mirándola muy fijo a los ojos—. A tu madre le importaba un carajo ese jarrón, que era más feo que Carracuca. Tu madre, mi Chelito, que es mi hija, Dios me perdone, ya nació enritá. Desde muy chica nos montaba estos chochos por cualquier chuminada. Y lo que sufría tu abuelo Fede, que en paz descanse, cuando la veía así. «Esta niña no está sana, Pepa, que te lo digo yo, esta niña acaba en un loquero», me decía. Pero después vino la guerra, y a tu abuelo lo mataron, y a los loqueros también, y los que quedamos vivos nos volvimos tan majaras como tu pobre madre, y ya no quedaba loquero que nos curase. Conque no, que no es tu culpa, Lisa, mi vida, que se te quite eso de la mollera. Que tu madre nació con la enfermedad de la enritación y ya está, no te vayas a creer tú lo que no es.
No llegó a convencer del todo a Lisa, aunque la niña, que era muy lista y sabía atar cabos, sí que se sintió algo más ligera de carga. Pero, desde entonces, optó por cambiar una porción de culpa por otra de responsabilidad, la de conseguir que Connie no se hundiera por el camino en busca del rumbo perdido.
Por eso la defendía ante los embates de Emil. Por eso le enfriaba la frente con paños mojados cuando amanecía torcida y todo le daba igual, porque todo le provocaba llanto. Por eso llegó a pasar noches enteras ovillada junto a ella en la cama, acariciándola hasta que se quedaba dormida.
Pero, por todo eso, tampoco supo hasta que ya fue tarde que los seres de la noche que se comen los miedos de los demás terminan atragantados y corren el riesgo de contagiarse de lo que nunca fueron ni desearon ser.
* * *
Al recuperar su trabajo en el Gibraltar Chronicle, Emil vio reverdecer viejas amistades y encontró otras distintas, se embebió de corrientes frescas y enarboló nuevas banderas.
La visita de la reina Isabel II en 1954 sirvió para que, azuzado por tantas amistades, corrientes y banderas, la rabia que se le despertó en Churriana comenzara a desperezarse. Y a nublarle la vista, a pesar de los esfuerzos por aclarársela de su esposa Consuelo.
A Emil no se le escapaba que los días brillantes de Connie eran realmente luminosos. Hablaba con una inteligencia de mayor calado que el que nadie en la familia le atribuyó jamás, excepto Lisa, que era quien mejor la conocía, mejor incluso que su abuela.
En sus momentos de euforia, Connie era locuaz, aguda, afilada, intuitiva, un lince. Y disparaba dardos con una precisión quirúrgica.
¿Se quedará Franco de brazos cruzados? ¿Volverá el cónsul? ¿Qué pasará ahora? Fueron las preguntas que escupió a su esposo el 10 de mayo de 1954, preocupada por las consecuencias de una visita real que, nadie se engañaba a uno y otro lado de la valla, tenía más de provocación a España que de muestra de afecto de Buckingham por los gibraltareños.
Emil habría hecho bien en pararse a reflexionar sobre las dudas de su mujer antes de despreciarlas. No eran disparates de depresiva ni farfullas de comilona ni llantina de migraña.
Connie, como siempre que hablaba sin llorar, tuvo razón: el cónsul español nunca regresó. España y, lo que no era lo mismo, Franco se dieron por provocados. Y los gibraltareños, tras la partida del Britannia con Isabel II a bordo, se sintieron igual de desamparados que antes de que atracara.
—Si es que los de aquí no sois ni españoles para el del bigotillo, que solo os quiere como moneda de cambio para que le den de una vez la soberanía de esta piedra, ni ingleses para vuestra reina, que no deja que tengáis la nacionalidad de verdad. ¿O es que ya no te acuerdas de lo que nos llamaban en Londres a todos los evacuados, Emil?
El padre de Lisa se acordaba, cómo iba a olvidarlo. Tuvo que soportarlo durante tres años. Los primos pobres de Gibraltar eran para los altivos londinenses dagos, wogs y rock scorpions; desde diegos hispanos, pasando por orientales de categoría despectiva, hasta escorpiones de roca. Los más educados les decían «nativos». Es decir, ni ingleses ni españoles ni sal ni pimienta.
—Y vosotros nos llamáis sosos, siesos, malajes y no sé cuántas cosas más.
—Vas a comparar, hombre, por Dios, vas a comparar…
Emil callaba porque sabía que era verdad; los insultos no eran comparables. Al menos, los españoles de a pie de toda la comarca del Campo de Gibraltar, que eran los más cercanos, conocían mucho mejor a los vecinos de la Roca que sus compatriotas británicos a miles de kilómetros y no los despreciaban, eso era innegable. Todo lo más, echaban en falta en ellos algo de salero.
Pero enseguida contraatacaba:
—O sea que hemos aguantado lo que hemos aguantado en Europa para que ahora, según tú, nos tengamos que dejar invadir por el tal generalísimo y nos convirtamos en ciudadanos de un país militar y fascista, con tanta cantinela de Gibraltar español…
—A mi familia no se lo habrás oído tú, que en La Línea no hay ni uno que lo diga, ni se nos ocurre, porque para nosotros esta piedra es tan nuestra como vuestra, o mejor dicho de nadie, y Dios en las piedras de todos.
—A tu familia de La Línea puede que no, pero a tus primos sevillanos estoy harto de oírselo, te digo que estoy por no visitarlos más whatsoever. A ver si os enteráis todos de que vosotros y vuestro Franco tendréis que pasar por encima de mi cadáver para que a mi tierra se la quede la tuya.
—Parece mentira que me digas tú eso, sabiendo como sabes que a mi padre lo pasearon los nacionales. Ni es mi Franco, mal rayo le parta, ni yo quiero pisotearte muerto, aunque a veces me entran ganas, my dear. Lo que te digo es que Gibraltar es muy chico e Inglaterra muy grande. Y está muy lejos, no como España, que nos tiene a tiro de piedra, o de cañón si se lo propone. Como las cosas se pongan más feas de lo que se están poniendo, vete buscando otro barracón para exiliarnos, porque en la Roca no vamos a poder vivir. Pero esta vez que sea en Jamaica, que al menos hace calor como aquí.
Connie, la perspicaz Connie cuando no estaba enritá, apuntaba bien al centro de la diana.
En 1954, con la excusa de la queja oficial española por la visita de la reina Isabel II a su colonia, se endureció el juego del gato y el ratón que hacía tiempo se había iniciado entre España y Gran Bretaña. Los políticos lo llamaban medidas y contramedidas. Los ciudadanos, la partidita de pimpón. Los primeros querían que su bandera ondeara solitaria en Gibraltar. Los segundos, vivir en paz con sus vecinos y seguir disfrutando de la prosperidad que se proporcionaban los unos a los otros.
Pero no. El game había empezado.
Primero fueron las restricciones al paso de personas a través de La Línea en ambos sentidos. Lisa recordaba bien las colas interminables en la aduana, que no podían cruzar más de una vez al día cuando deseaban ir a ver a la nanny Pepa, y también las de los españoles que querían pasar en dirección contraria y solo podían hacerlo si eran obreros afiliados al sindicato que el régimen de Franco había creado para poder trabajar en la Roca.
Y lo más preocupante: separado unos cien metros del enrejado que Gran Bretaña ya había construido unos cuarenta años antes para controlar el comercio ilegal, España levantó otro, una cancela de barrotes duros e impenetrables. El rastrillo, le decían algunos. La Verja, con mayúscula, lo bautizó el régimen. Cualquier cosa menos llamarlo frontera.
Se hizo todo lo posible, en fin, para apretarse mutuamente los tornillos que anclaban a España y a Gran Bretaña al Tratado de Utretch, hasta que uno de los dos decidiera dejar de forcejear.
La siguiente vuelta de tuerca llegó hasta la ONU, que ya había advertido al mundo sobre la obligación de descolonizar lo colonizado. España, recién admitida en el organismo y a pesar de que no le gustaba globalizar los asuntos internos, que para eso el caudillo sabía muy bien cómo barrer hacia dentro, aprovechó ese insólito reconocimiento internacional para reclamar la soberanía de Gibraltar. Y consiguió que se le escuchara: en 1964 ya estaba un comité a punto de pronunciarse a favor de España y contra Gran Bretaña.
La Connie serena era una profeta certera en su tierra.
—¿Y todavía no sabes por qué estoy preocupada, Emil, mi alma, en serio que no lo sabes…?
* * *
La que no lo sabía era Lisa y, aunque trató de entenderlo poco a poco, nunca llegó a hacerlo del todo. Oía discutir a sus padres, oía a la gente discutir por la calle, oía discutir a los españoles que perdían empleos que ningún llanito quería hacer, pero eran imprescindibles para el buen funcionamiento de la ciudad, oía discutir a los gibraltareños que siempre habían vivido como si compartieran el mismo país con sus familiares de La Línea, San Roque y Algeciras, y cada día tenían más difícil visitarlos… Los oía a todos, pero no entendía mucho.
Solo comprendía que aquel día era el de su cumpleaños número diecinueve y que lo único que deseaba era pasarlo en La Línea con su abuela y no en el Peñón, porque le había prometido un regalo especial y, aunque Lisa sabía que no podía ser caro porque a la mujer la pensión de viudedad apenas le daba para comer, sí sabía que sería literalmente lo prometido: especial.
Emil se resistió, como siempre, pero Pepa no lo dejó seguir:
—Anda y cállate ya, desaborío, Llanito Solitario, que vas a terminar quedándote solo predicando en el desierto. Tú déjame aquí a la niña y vete para tu pedrusco, hombre, que te la devuelvo mañana y virgen, como me la has traído.
Siempre que Pepa sacaba a relucir la sal de su Sevilla natal, Lisa se desternillaba. Esa vez estuvo a punto de atragantarse con el hueso de la chupadedos de la carcajada que le subió como un tornado por el pecho.
La tos no tuvo consecuencias, pero le abrió los alveolos, cerrados durante tanto tiempo.
Su regalo estaba en la calle del Clavel, a dos esquinas de la casa de Jardines donde vivía la abuela, que pagó una entrada para su nieta y mostró a la taquillera una tarjeta de pensionista que le daba derecho a precio reducido para el Imperial Cinema y el Teatro Parque.
Se apagaron las luces.
Amanecía en una gran ciudad. Una joven en traje de noche negro, gafas de sol y collar de perlas enormes descendía de un taxi y se detenía embelesada ante el escaparate de una joyería mientras sujetaba un cruasán con la boca y una bolsa de papel y un café con las manos.
Y, a partir de ahí, la magia del celuloide hizo el resto.
Lisa siguió mirando, con los labios apretados y sin pestañear. Ni siquiera se rio cuando oyó la voz de un actor de doblaje llamar «señorita Galigai» a Holly Golightly. No pudo reír ni llorar, porque estaba hechizada.
Y embrujada siguió, como en un trance, fuera de su propio cuerpo, hasta que aquella mujer perfectamente imperfecta, de rostro besado por un dios y corazón mordido por un demonio, la despertó.
Acababa de describir su vida, exactamente la vida de Lisa en Armstrong Steps al lado de su madre, cuando la casa se envolvía en días rojos y negros.
Los días negros se está triste y nada más, vino a decirle Holly mirando a Lisa a los ojos desde la inmensidad de la pantalla. Pero los rojos son terribles, continuó, porque de repente se tiene miedo y no se sabe por qué.
