Ella imagina

Juan José Millás

Fragmento

cap1

Ella imagina

[Ella sale con cautela de un armario e inspecciona el espacio en el que se encuentra hasta reconocerlo. Se trata de una habitación de hotel fantástica. Estamos en el interior de una fantasía y todo debe colaborar a conseguir ese efecto].

Bueno, aquí está otra vez esta obsesión, pero parece una obsesión vacía porque no veo a Vicente en ella. Como no esté en el cuarto de baño... ¿Vicente? ¿Vicente? No hay nadie. Me quedaré un rato obsesionada, por si vuelve... Yo no sé por qué la gente tiene gatos pudiendo tener obsesiones. Las obsesiones hacen más compañía que los gatos, que desaparecen durante horas y luego, cuando se te ponen encima para que los acaricies, no sabe una dónde han estado ni de qué tienen manchadas las patas. Las obsesiones no pueden alejarse de los cuerpos porque viven de ellos, de su sangre. Y los cuerpos no pueden vivir sin esta tortura, aunque esto no sé por qué es. A veces parece más fácil dejar de fumar que dejar de sufrir. El caso es que la obsesión se acuesta a nuestro lado, se arregla el pelo al mismo tiempo que nosotras, nos acompaña a la cocina, al mercado, al dentista, al ginecólogo y al otorrinolaringólogo. Lo sé decir entero. Otorrinolaringólogo. Lamelibranquio. Puedo con todas, con todas las palabras. Anatomista, ventricular, saceliforme. Yo, si un día me despertara y se me hubieran ido las obsesiones, no me atrevería a salir fuera, aunque tampoco sabría qué hacer dentro. Dentro y fuera.

Por eso, en lugar de tener gatos, tengo obsesiones. Vicente Holgado consiguió despertar en mí la obsesión por las cosas que están dentro de algo: los huevos, por ejemplo, que están dentro de la cáscara o las sardinas en conserva, que están en el interior de una lata. Yo creo que esta obsesión, aunque la despertara Vicente, me viene de mi padre. Si cierro los ojos y recuerdo el comedor familiar, en seguida estalla en mi boca el sabor del pescado que mi padre nos hacía tragar a la fuerza. Para papá el pescado tenía propiedades mágicas, de otro modo no podía entenderse la pasión con que lo comía y lo hacía comer a los demás. Como toda pasión, carecía de lógica, pero él, que rendía culto a los argumentos —como Descartes, que se creía que las cosas sucedían unas después de otras—, él, digo, solía repetir para justificarla que dentro del pescado había mucho fósforo y que el fósforo era bueno para el cerebro, o sea, para la cabeza; de ahí, pensaba yo para darle la razón, que las cerillas tuvieran la cabeza de fósforo. Otras veces, si estaba más teórico o acababa de leer alguna revista de divulgación científica, añadía que el pescado procedía del mar y que el mar era el caldo primordial, el lugar del que había brotado la vida, la gran cazuela de la que procedíamos todos. Pero esa idea de la cazuela, en lugar de reconciliarme con el pez que tenía delante, me hacía comerlo con más asco, pues lo del caldo primordial me sonaba a potaje, a guiso marrón en el que flotaban cosas que una no sabía lo que eran. Yo, si el fósforo era tan necesario, habría preferido que me lo hubieran dado en pastillas, aunque mi hermano tenía un amigo que se llamaba Ferrero —la vida a veces hace estas gracias— que tenía problemas con la memoria y durante los exámenes le daban pastillas de esas de fósforo Ferrero que por lo visto también son afrodisíacas; el caso es que en lugar de aprobar se le levantaba la cosa más de lo corriente. Yo se la vi levantada un día, mientras se la enseñaba a escondidas a mi hermano, y me impresionó porque el extremo libre tenía el tamaño de la cabeza de un bebé, y como yo siempre he tenido una necesidad patológica de darle la razón a mi padre, deduje que efectivamente el fósforo era bueno para la cabeza, incluso para la cabeza de la polla. Qué barbaridad, en esta fantasía digo polla sin problemas.

Pero lo que más asco me daba de los peces era el soldadito de plomo, me acordaba del personaje del famoso cuento y era incapaz de comer, aunque tuviera hambre, porque imaginaba que iba a encontrar un militar con la pierna amputada dentro del pescado. A lo mejor no era porque le faltara una pierna, que también, sino porque venía de las alcantarillas, donde van los pelos de los que se quedan calvos mientras se duchan y todo lo demás. Así que el soldadito minusválido tendría el uniforme y la cabeza llenos de inmundicias que no podían darle buen sabor al pescado. Otra cosa que me pasaba con el soldadito es que me parecía un mutilado loco que lo que en realidad llevaba al hombro a modo de fusil era la pierna amputada. Si a ello añadimos su procedencia inmunda, se comprende que lo que más asco me diera de los peces fuera el soldadito. Además, en el cuento en el que yo lo leí, la bailarina tenía cara de viciosa. En fin.

El caso es que en esta situación de conflicto con mis vísceras, mi padre, que se creía que Descartes era belga, para arreglarlo, se ponía a hablar del caldo primordial asegurando que en los huesos de los peces escribían mensajes nuestros antepasados. Y también eso era verdad, como lo de las relaciones entre la cabeza y el fósforo: cuando había besugo, que en aquellos años, no sé por qué, era un plato de pobres, mi padre le sacaba de esta zona donde a mí me salían los ganglios una espina plana que si la mirábamos al trasluz se veía la Virgen de los Desamparados, de la que en casa éramos devotos. La cuestión es que a la posibilidad de encontrarme con un soldadito loco, amputado y sucio tenía que añadir también el terror supersticioso de morderle el cuello sin querer a una virgen. Por cierto, que mi madre tenía en su mesilla una virgen de plástico a la que le brillaba la cabeza en la oscuridad; se trataba, pues, de una virgen fosforescente y con ello volvía a demostrarse que el fósforo era bueno también para las cabezas de las vírgenes. Mi padre puede reposar tranquilo en su tumba: sigo dándole la razón siempre que puedo.

La cosa es que gracias a los peces, o quizá por su culpa, aprendí las nociones de dentro y fuera. De adolescente, me gustaba dirigir mi rostro al sol al tiempo que abría y cerraba los ojos. Cuando los cerraba, me parecía que estaba dentro y abrirlos era como salir afuera. Dentro y fuera. De pequeña me infundían temor, o asco, las cosas que tenían dentro y fuera. Los peces tenían las dos cosas, y también las vacas que veía abiertas en canal cuando iba con mi madre al mercado. Y los huevos y las latas de mejillones y los armarios de tres cuerpos... Los armarios de tres cuerpos, en fin... Visto desde la distancia, o desde la memoria, que quizá no sea lo mismo, creo que lo que me preocupaba de las cosas que tenían dentro y fuera es que apareciera dentro algo distinto a lo que esperábamos los de fuera. Por eso, cuando hacíamos tortillas para cenar, sufría mucho; siempre pensaba que podría salir del huevo algo aún más repugnante que lo que suelen tener dentro de la cáscara. Y en cuanto a las latas de mejillones, yo sé que normalmente tienen mejillones, pero nadie puede garantizarlo, nadie puede asegurar que un día, en lugar de los mejillones, aparezca una inmundicia peor, del mismo modo que

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