La última migración

Charlotte McConaghy

Fragmento

Capítulo 1
1

Los animales se están muriendo. Dentro de nada estaremos solos en el mundo.

Tiempo atrás mi marido descubrió una colonia de paíños comunes en la costa rocosa del indómito Atlántico. La noche que me llevó a verlos yo no sabía que eran de los últimos de su especie. Sólo sabía lo agresivos que se volvían en la negrura de sus cuevas y la audacia con que se zambullían en las aguas iluminadas por la luna. Nos quedamos hasta bien entrada la noche, y durante esas horas de oscuridad pudimos fingir que éramos como ellos, libres y salvajes.

Tiempo atrás, cuando los animales empezaban a desaparecer, a desaparecer de verdad, cuando su extinción no era un funesto presagio sino una realidad, y las pérdidas eran masivas, visibles y tangibles, decidí seguir a un pájaro por el océano. Tal vez tenía la esperanza de que me llevaría a donde habían huido los de su especie, todas las criaturas que creíamos haber matado. Tal vez pensaba que así podría averiguar el motivo de esa cruel necesidad de abandonarlo todo, personas, lugares y todo lo demás. O tal vez sólo quería creer que siguiendo la última migración de un ave encontraría por fin mi lugar en el mundo.

Tiempo atrás los pájaros me devolvieron la fortaleza y las ganas de vivir.

Groenlandia

Época de anidación

Tengo la suerte de estar mirándola justo cuando golpea con el ala el fino alambre y la cesta se cierra sobre ella con suavidad.

Me yergo en mi sitio.

Ella, de entrada, no reacciona, pero debe de haber comprendido que ya no es libre, que el paisaje que la rodea ha cambiado un poco, o mucho.

Me acerco despacio para no asustarla. El viento ruge, me azota en las mejillas y la nariz. A nuestro alrededor hay otros pájaros de su especie, posados sobre las rocas heladas y dando vueltas en el cielo, pero se asustan al verme. El suelo cruje bajo mis botas, y veo cómo a ella se le erizan las plumas y aletea titubeante, como preguntándose si merece la pena luchar por liberarse. El nido que ha construido con su compañero es rudimentario, un puñado de hierba y ramitas encajado en una grieta en las rocas. Ya no lo necesita —sus polluelos ya se valen por sí mismos para alimentarse—, pero ella se resiste a abandonarlo, incapaz de resignarse, como todas las madres. Contengo la respiración mientras alargo el brazo para levantar la cesta. Ella aletea una sola vez, en un repentino estallido de rebeldía, antes de que yo le rodee el cuerpo con mi mano helada y la inmovilice.

Ahora tengo que darme prisa. Pero he estado practicando y, con la punta de los dedos, le deslizo rápidamente la anilla por la pata, por encima de la articulación, hasta justo debajo de las plumas. Ella hace un ruido que conozco demasiado bien, uno que yo misma hago la mayoría de las noches mientras duermo.

—Lo siento, ya casi está.

Empiezo a temblar pero continúo, ya es demasiado tarde, la has tocado, la has marcado, le has impuesto tu humanidad. Qué crueldad.

El plástico se ajusta con firmeza a su pata, sujetando en su sitio el rastreador, que parpadea una vez para indicarme que funciona. Y justo cuando estoy a punto de soltarla, se queda muy quieta y noto los latidos de su corazón en la palma de mi mano.

Es un bum, bum, bum tan rápido y frágil que me detengo.

Tiene el pico rojo, como si lo hubiera hundido en sangre, lo que a mis ojos la vuelve combativa. La dejo de nuevo en el nido y me voy llevándome la jaula en la mano. Quiero que estalle en libertad, que haya furia en sus alas, y ahí está, elevándose en todo su esplendor. Patas rojas a juego con el pico, gorro de terciopelo negro, paleta doble en la cola y esas alas de bordes afilados, pura elegancia.

La veo dar vueltas en el aire intentando entender esa nueva parte de su cuerpo. El rastreador no le molesta, tiene el tamaño de la uña de mi meñique y es muy ligero, pero no le gusta nada. De pronto desciende abalanzándose sobre mí con un grito agudo. Sonrío, emocionada, y me agacho para protegerme la cara, pero no vuelve a hacerlo. Regresa a su nido y se posa como si todavía hubiera un huevo que proteger. Los últimos cinco minutos nunca han sucedido para ella.

Llevo seis días aquí sola. Anoche mi tienda de campaña salió volando hacia el mar sacudida por el viento y la lluvia. Unos pájaros con fama de ser los más protectores del cielo me han picoteado una decena de veces en el cráneo y las manos. Pero, como premio a mis esfuerzos, tengo tres charranes árticos con anilla. Y sal en las venas.

Me detengo en lo alto de la colina para admirar el paisaje por última vez, y el viento se calma un momento. Es una vasta y deslumbrante extensión de hielo, delimitada por un océano monocromo y un horizonte gris a lo lejos. Incluso ahora, en pleno verano, se ven enormes bloques cerúleos flotando lánguidamente. Y miles de charranes árticos que oscurecen el blanco del cielo y la tierra. Son los últimos, tal vez del mundo. Si fuera capaz de quedarme en algún lugar, sin duda sería éste. Pero los pájaros no se quedarán, y yo tampoco.

He puesto al máximo la calefacción del coche de alquiler. Acerco las manos congeladas a la rejilla y siento un cosquilleo en la piel. En el asiento del copiloto hay una carpeta llena de papeles y la revuelvo buscando el nombre. Ennis Malone. Capitán del Saghani.

He probado suerte con los capitanes de siete barcos, pero sospecho que una parte de mí —la más insensata— deseaba que todos rehusaran desde el momento en que leí ese nombre al final de la lista. Saghani significa «cuervo» en inuit.

Reviso la información que he conseguido recopilar. Malone nació en Alaska hace cuarenta y nueve años. Está casado con Saoirse y tienen dos hijos pequeños. Su barco es uno de los últimos con autorización para pescar arenques en el Atlántico y cuenta con una tripulación de siete miembros. Según el calendario de la autoridad portuaria, el Saghani debería estar atracado en Tasiilaq las dos próximas noches.

Introduzco el nombre del pueblo en el GPS y me pongo en camino por la carretera helada. Es un día de trayecto. Dejo atrás el círculo polar ártico y me dirijo al sur mientras voy pensando en cómo enfocaré el asunto. Todos los capitanes a los que se lo he propuesto han rehusado. No soportan la idea de llevar a bordo a desconocidos sin experiencia. Tampoco les gusta que les interrumpan sus rutinas y les cambien las rutas. Por lo que he visto, los marineros son muy supersticiosos. Son animales de costumbres. Sobre todo en los últimos tiempos, cuando su estilo de vida está seriamente amenazado. Del mismo modo que nosotros no hemos parado hasta acabar con prácticamente todos los animales del cielo y la tierra, los pescadores han vaciado el mar de peces hasta casi extinguirlos.

La idea de estar a bordo de uno de esos buques despiadados, rodeada de la gente que causa tales estragos en el océano, me pone los pelos de punta, pero no tengo otra opción y se me acaba el tiempo.

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