Todos los hombres

Ethel Krauze

Fragmento

1. Papá

1. Papá

Hay una cosa caliente y rubia que está pegada a algunas otras cosas, o que le pertenece a algunos instantes.

Está en el plato de cuadritos de papaya que mi padre me deja en el buró antes de irse a trabajar.

Está en el agua de burbujas que la nana me pone los sábados en la tina del baño.

En Adelina, mi muñeca de ojos negros.

En el olor a sábanas recién lavadas.

En la espuma de la leche con chocolate.

En las moronas del panqué de natas.

En mis mallas blancas de rayitas.

También está en el instante de la miel en la garganta, en el instante de la cosquilla en mi cuello, en el instante en que se abre el cielo y se va la lluvia, en el instante de una voz en la oscuridad que se enciende exactamente igual que una llamita, porque la veo: puedo ver ese parpadeo delante de mis ojos y puedo sentir su tibieza acercándose a mi corazón.

Es la mano grande como barca, y con olor a tabaco picante, que se adelanta esa mañana hacia mí.

Lo veo acercándose, hecho un faro por la calle, de tan alto y moreno, en el rocío del aire. Entonces, siento un relampaguito de cosquillas y frío en mi interior. Él nunca aparece a estas horas, cuando nana y yo esperamos la camioneta del colegio. ¿Por qué? Viene acercándose. ¿Dónde estabas? Me zafo del delantal de nana y soy una ráfaga, una exhalación sin límites hacia papá. Él abre los brazos y se inclina para pescarme al vuelo. De pronto, navego en esas dos barcas y mi boca viaja por su cuello y sus mejillas.

—Pica, papá. Pica mucho…

Algo muy extraño está pasando y no logro siquiera preguntar qué es. No se ha rasurado y viene sudando, la corbata floja y los ojos tibios.

—Cochino, cochino, pica mucho, ¿por qué, papá?

No me dice por qué está así. No contesta mis preguntas. Brama el claxon de la camioneta. Tengo que soltarme de esas barcas, lanzarme de clavado en el abismo. Necesito portarme bien y no hacerlo enojar. Lo sé. Necesito que me quiera mucho y me despida con su sonrisa de aprobación. Por eso no suelto el llanto, ni grito. Obedezco. Doy media vuelta, contoneándome, mientras me escurre la nariz. Subo a la camioneta. Sólo allí se confunden los ríos que bañan mi rostro.

A la hora de la comida, mamá dice que no debo hablar. Nada. No te muevas. A tu plato.

Papá también está hoy a la mesa, aunque él nunca come con nosotras. Ve fijamente sus macarrones. Una mano sosteniendo la frente, como si la cabeza fuera a caérsele, de tan pesada.

Nada, dice mamá, a tu plato. Mi plato es la casa de los gusanitos que hice con los macarrones: mamá gusana, papá gusano y niña gusanita. Bailan y platican. Se dan de besos.

De pronto, el estallido. Pero hacia adentro. La implosión. Un ruido gutural. Alzo la vista: papá tiene cubierto el rostro con ambas manos. ¿En qué momento sucedió? No lo vi. No sé. ¡Qué pasa! Mamá come. Papá gutural, con las barcas de sus manos apretándose la cara. Algo sube y baja por mi cuerpo a toda velocidad.

—A tu plato, Aurora. No molestes a papá, está llorando porque se murió su papá.

Un trompo al que sueltas… zuuumm… en la acera pulida de sol, y hasta te hiere los ojos ese reverbero en movimiento. Así la frase en mis oídos. No entiendo qué quiere decir. Se murió su papá. ¿Los papás se mueren? ¿Qué es “se murió”? ¿Por qué tiene que llorar? Morir, morir, morir. Llorar, llorar, llorar. Trompo que zumba en el filo del sol. Trompo que zumba. Filo. Sol.

El sol es un dibujo en el cielo, pintado con el dedo dorado que alguien metió en la caja de diamantina. Papá me carga en vilo, mientras yo extiendo mi dedo índice hacia las alturas y giro en redondo para lograr el cuadro completo.

De ese sol que acabo de pintar se ha desdoblado una cobija calientita hasta nuestros hombros. Danzamos. Danza el sol con sus ojos bien abiertos y sus pestañas largas, brinca meneando los holanes de su falda, y danzan también las nubes que dejaron el paraguas en casa porque hoy no va a llover.

¿Se muere el sol? ¿Se mueren las nubes? ¿Se mueren los ojos, las pestañas, los paraguas, la lluvia?

No, azules con blanco, no. Y que no tengan agujetas.

—¡Estos no sirven! ¡Es una niña de cuatro años, no una cabaretera! —exclama mamá con voz de martillo. Y sacude mis zapatos nuevos frente a los ojos de papá.

Rojos, sin trabitas y sin puntas. Con mis zapatos soy una mariposa. Una sirena.

—¡Cómo me atreví a pedirte que la llevaras a comprar zapatos! ¡Hombres!

Soy un sapo bailarín sobre una hoja en el riachuelo. Una rosa colorada a la que le da vergüenza que le digan lo bonita que es. Una sirena que se columpia con sus propios cabellos infinitos.

—¿Que ella los escogió? ¡Faltaba más! Mejor olvídalo, voy a cambiarlos yo misma.

Soy una araña patona muy panzona trepando por la yedra fresca de la madrugada. Una sirena haciendo burbujitas en su isla de cartón.

—A ver, niña, quítatelos ya. ¡Dámelos!

Zuuumm. Zuuumm.

¿Me morí?

Nadé en la piel blanca de las cosas que no tienen nombre. Nadé y nadé. Nadé en la gota de agua de los mares que no van a ninguna parte. Nadé y nadé. En la sombra de las siluetas que no se forman. En el sonido de los ecos que no se pronuncian. En el vuelo de la idea que no se piensa. En la palabra que no se dice.

Nadé y nadé en los brazos de papá.

Nadé y nadé.

Su dorada cola navega cien mares

y las edades cruza,

y las ciudades.

Pero flota también entre los árboles

y un día aparece sonriendo en tu ventana.

2. Dios

2. Dios

Lo desconocido es una gran pelota llena de emociones. Hay que aprender a jugar con ella para seguir inflándola e inflándola, hasta que explote y se revele un universo completo.

Esa pelota se llama Dios.

Está sentado sobre una nube y desde allá ve todo lo que hago.

También ve a Adelina, mi muñeca. Y sabe que tiene los ojos grandes y negros y dos dientitos como sierritas mordelonas.

Sabe que vomité mi leche. Y que no quiero ir a la escuela.

—Y ya apúrate porque sonó el claxon —mi mamá me limpia el uniforme y me manda al camión.

Me quedo con una sensación de confianza, porque alguien sabe todo de mí. Pero, al mismo tiempo, me incomoda no poder escapar de esa mirada invisible.

En cambio, mi angelito de la guarda ha estado a punto de caer varias veces. Estoy segura de que tiene que distraerse en algún momento. Por eso es chico. Siempre anda detrás de mí. Si giro la cabeza, él también. Si me pongo boca arriba, él también. Si doy vueltas y vueltas, él conmigo. Una vez decidí atraparlo ec

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