El fruto del honor

Elif Shafak

Fragmento

Esma

Esma

Londres, 12 de septiembre de 1992

Mi madre murió dos veces. Me prometí que no permitiría que su historia se olvidara, pero nunca encontré el tiempo, la voluntad o el valor para escribirla. Es decir, hasta hace poco. No creo que jamás llegue a ser una escritora de verdad, y ahora lo tengo asumido. He alcanzado una edad en la que acepto mis limitaciones y mis fracasos. Pero tenía que contar esta historia, aunque solo fuera a una persona. Tenía que enviarla a un rincón del universo donde pudiera flotar libremente, lejos de nosotros. Se la debía a mamá, esa libertad. Y tenía que terminarla este año. Antes de que él saliera de la cárcel.

Dentro de unas horas sacaré el halva de sésamo del fuego, lo pondré a enfriar junto al fregadero y besaré a mi marido fingiendo que no he notado la expresión de preocupación en sus ojos. Después saldré de casa con mis hijas gemelas —de siete años, nacidas con cuatro minutos de diferencia— y las llevaré en coche a una fiesta de cumpleaños. Se pelearán durante el viaje y, por una vez, no las regañaré. Las niñas se preguntarán si habrá un payaso en la fiesta o, aún mejor, un mago.

—Como Harry Houdini —comentaré.

—¿Harry qué?

—¡Ha dicho ju-di-ni, tonta!

—¿Quién es ese, mamá?

Será doloroso. Como el aguijonazo de una abeja. La superficie no se verá demasiado afectada, pero por debajo de la piel notaré un creciente ardor. Me daré cuenta, como me ha sucedido en tantas ocasiones, de que no saben nada sobre la historia de su familia, porque les he contado muy pocas cosas. Algún día, cuando estén preparadas. Cuando yo lo esté.

Una vez haya dejado a las niñas, charlaré un rato con las otras madres. Le recordaré a la anfitriona de la fiesta que una de mis hijas es alérgica a los frutos secos, pero que, como es difícil diferenciarlas, será mejor que las vigile a ambas para que no coman nada con nueces, ni siquiera el pastel de cumpleaños. Es un poco injusto para mi otra hija, pero entre hermanas se dan a veces; las injusticias, quiero decir.

Después subiré al coche, un Austin Montego rojo que mi marido y yo compartimos. El viaje de Londres a Shrewsbury dura tres horas y media. Puede que haga una parada rápida justo antes de llegar a Birmingham. Dejaré la radio encendida, a ver si la música me ayuda a ahuyentar los fantasmas.

Han sido muchas las veces que he pensado en matarlo. He tramado planes elaborados en los que aparecían pistolas, veneno o, mejor aún, una navaja automática; por justicia poética, si es que se le puede llamar así. También se me ha pasado por la cabeza perdonarlo, del todo y de corazón. Sin embargo, no he conseguido ninguna de las dos cosas.

Cuando llegue a Shrewsbury, dejaré el coche frente a la estación de ferrocarriles y caminaré cinco minutos hasta llegar al mugriento edificio de la cárcel. Pasearé por la calle o me apoyaré contra la pared que hay enfrente de la entrada principal, y esperaré a que salga. No sé cuánto tardará. Y no sé cómo reaccionará al verme. Hace más de un año que no voy a verlo. Solía visitarlo con frecuencia, pero a medida que se acercaba el día de su puesta en libertad, dejé de hacerlo.

En algún momento, la enorme puerta se abrirá desde dentro y él saldrá. Alzará la vista al cielo, poco acostumbrado a ver esta vasta extensión sobre su cabeza tras catorce años de encarcelamiento. Lo imagino parpadeando ante la luz del día, como una criatura de la noche. Mientras tanto, permaneceré inmóvil, contando hasta diez, o cien, o tres mil. No nos abrazaremos. No nos daremos la mano. Un breve gesto mutuo con la cabeza irá seguido del saludo más exiguo pronunciado en voz baja y entrecortada. Cuando lleguemos a la estación, él subirá al coche. Me sorprenderá su buena forma física. Al fin y al cabo, aún es un hombre joven.

Si quiere fumar un cigarrillo, no me opondré, aunque odio el olor y no permito que mi marido fume en el coche ni en casa. Cruzaremos la campiña inglesa y recorreremos praderas silenciosas y campos abiertos. Me preguntará por mis hijas. Le diré que están bien, que crecen deprisa. Sonreirá, si bien no tiene la menor idea de lo que significa ser padre. Yo no le preguntaré nada.

En el coche sonará la cinta que he elegido para la ocasión. Los mayores éxitos de ABBA, las canciones que mi madre solía canturrear mientras cocinaba, limpiaba y cosía: «Take a Chance on Me», «Mamma Mia», «Dancing Queen», «The Name of the Game»… Porque ella estará mirándonos, no me cabe la menor duda. Las madres no van al cielo cuando mueren. Dios les concede un permiso especial para quedarse por aquí algún tiempo, cuidando de sus hijos, sin que importe lo que haya sucedido entre ellos durante sus breves vidas mortales.

De regreso en Londres, cuando lleguemos a Barnsbury Square, buscaré un lugar donde aparcar mientras refunfuño para mis adentros. Empezará a llover; una lluvia fina, como diminutas gotas de cristal. Por fin encontraré un lugar en el que encajar el coche después de un sinfín de maniobras. Puedo engañarme y convencerme de que conduzco bien, hasta que llega el momento de aparcar. Me pregunto si se burlará de mí por cumplir los tópicos de la mujer conductora. En el pasado lo habría hecho.

Caminaremos juntos en dirección a la casa, la calle en silencio e iluminada frente a nosotros y a nuestras espaldas. Durante un brevísimo instante compararemos el entorno con el de nuestra vieja casa de Hackney, la de Lavender Grove, y nos maravillaremos ante lo mucho que han cambiado las cosas, y cómo la vida ha seguido adelante, incluso cuando nosotros no pudimos hacerlo.

Una vez dentro, nos quitaremos los zapatos y nos pondremos las zapatillas: él, unas clásicas de color gris, de mi marido, y yo las de color vino, sin talón y con pompones. Seguro que torcerá el gesto cuando las vea. Para tranquilizarlo, le diré que son un regalo de mis hijas. Entonces, cuando sepa que no son las de ella, se relajará. El parecido es pura coincidencia.

Desde la puerta me mirará mientras preparó el té, que tomará sin leche y con mucho azúcar, si es que la cárcel no ha modificado sus gustos. Después sacaré el halva de sésamo. Nos sentaremos juntos al lado de la ventana, sujetando las tazas y los platos de porcelana en las manos, como dos elegantes desconocidos, y veremos caer la lluvia sobre las violas de mi jardín trasero. Alabará lo buena cocinera que soy, y comentará lo mucho que ha echado de menos los halvas de sésamo, aunque ha rechazado amablemente un segundo pedazo. Le diré que sigo la receta de mamá al pie de la letra, pero que nunca me quedan tan buenos como a ella. Con eso lograré hacerlo callar. Nos miraremos fijamente y el silencio se sentirá opresivo en el ambiente. A continuación se excusará, dirá que está cansado y que, si es posible, le gustaría irse a la cama. Lo acompañaré a su habitación y cerraré la puerta despacio.

Y lo dejaré allí. En una habitación de mi casa. Ni demasiado lejos ni demasiad

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos