Al principio solo hay oscuridad. De a poco, el sonido empieza a emerger desde el fondo impreciso del escenario. Un chasquido metálico de platillos y un gong anuncian una música primitiva, ritual. La escena se va iluminando. El cuerpo de una mujer ocupa el espacio. Va descalza y tiene la cabeza agachada. Una máscara blanca con rasgos orientales le cubre la cara. Lleva un traje de lamé rojo cobrizo con reflejos negros y plateados. Está sentada, con las piernas flexionadas y las plantas de los pies enfrentadas. Las rodillas suspendidas a pocos centímetros del suelo. En un golpe de percusión, la cabeza se proyecta hacia el cielo y los brazos la siguen como flechas. Las manos se apoyan en los tablones de madera y luego suben por una pared invisible. Su columna se agita en espasmos. Los omóplatos convulsionan. El pecho se hincha, se vuelve rígido. Mary Wigman se toma de los tobillos. Los pies empiezan a elevarse. Suben y bajan golpeando el piso al ritmo del gong. Son un instrumento más. A pesar de la máscara, cada movimiento transforma la expresión de su rostro. Según la posición que adopta, los ojos parecen abrirse o cerrarse. Alrededor de su boca flota una sonrisa impenetrable. Está ahora en el borde del escenario, casi a punto de caer sobre la platea. Nadie la ha visto avanzar.
¿Repta?
Se mueve con una energía oscura. Una fuerza subterránea hace temblar el piso y la madera cede. Mary es ya puro ataque, una masa de músculos que se estremecen. Sus pies se mueven rápido, levantando chispas que encienden el aire. El ambiente está caldeado y las partículas anuncian la hoguera. Las llamas toman impulso y se aferran a las tablas.
Pero no a ella.
Su cuerpo parece hecho de piedra. El fuego lame su piel y la vuelve lustrosa como el bronce. Los gritos empiezan a subir desde la sala. El público, que antes se arqueaba incómodo en sus asientos, se ha puesto de pie. La gente vocifera y se apretuja aterrorizada en dirección a la salida del auditorio, que da a una calle de Múnich de 1914. Aunque no entienden muy bien lo que han visto, prefieren creer que fue una pesadilla o un momento de histeria colectiva. Salen sin mirar atrás. Ya afuera, las mujeres se cierran los abrigos con fuerza y los hombres se ponen los sombreros. Se van en silencio, suspendidos en el vértice de una catástrofe incomprensible.
¿Ahora gritan?
¿Qué gritan?
«¡Arde, arde!».
Sobre el escenario, los inmensos tablones que se han desprendido del suelo forman una pirámide. Vista de lejos, parece un árbol que se incendia. La escena hace pensar en las antiguas fiestas de la cosecha en las que los campesinos, bailando en ronda en torno a una hoguera, ofrendaban los frutos de la tierra a los dioses de la fertilidad y de la noche.
Mary tiene el cabello revuelto y los ojos hundidos en las órbitas. Parece un animal al acecho. Por fin logra verse realmente. Ahí está la criatura de la tierra y de la noche. El engendro lujurioso y salvaje, repulsivo y fascinante. Ahí está la bruja.
La bestia se despierta todavía varias veces durante la noche. Verónica se acostumbró a dormir poco. Como las raíces de ciertas plantas que crecen en el desierto, sus sueños se fueron adaptando a las condiciones austeras. No sabe dónde surgirán los nuevos brotes, pero se sorprende al ver que las historias continúan incluso después de varias interrupciones. Algunas imágenes se imprimen en su memoria y pueden ser retomadas varias noches más tarde. Con el paso de los meses, aquel soñar fragmentado empieza a ensanchar la zona gris en la que lo vivido y lo imaginado se confunden. Ciertas escenas reaparecen tan seguido que se pregunta si no serán más bien recuerdos que su inconsciente saca a flote como piezas sueltas de un rompecabezas.
Por lo general, esos sueños tienen un trasfondo pesadillesco que le deja un gusto amargo. De madrugada, el llanto de la bestia la encuentra con los puños apretados contra las sábanas. Una saliva espesa se le acumula en la boca y la asquea. Antes de levantarse para tranquilizar a su hijo, tantea en la mesa de luz buscando el vaso de agua. Espera, resignada, que la sensación de pesadez se le instale en la nuca y la sien.
Esa noche arrima el sillón de cuero a la cuna. El cuerpito que segundos antes gemía aferrado a los barrotes se desploma sobre el colchón. Se autoriza a cerrar los ojos. Sabe que no podrá abandonar esa posición durante los próximos treinta minutos. Es un tiempo estimativo que le permite asegurarse de que la bestia duerme un sueño profundo. Un sueño que no será perturbado por el crujir de sus pasos sobre el parqué. No logra sacarse de la cabeza una historia que escuchó esa misma mañana en la radio. La emisión presentaba a una misteriosa mujer que vivía exiliada del mundo en los bosques de las Cévennes. Debía tener aproximadamente su edad y era hija de una sesentista, una de aquellas jóvenes que participaron del Mayo del 68 y se entusiasmaron con un destino hippie. Al principio era prácticamente invisible. El bosque la acobijaba y la protegía de la curiosidad de los lugareños, como a tantos otros animales salvajes. Nadie sabía muy bien cómo se alimentaba o vestía. Pero ese equilibrio endeble había empezado a quebrarse. Cada vez más seguido, entraba en las casas vacías buscando alimento o ropa. Se rumoreaba que rompía los juguetes de los niños abandonados en los patios traseros. A veces, le atribuían la aparición de extraños montoncitos de piedras, hojas secas y ramas. ¿Qué la llevaba a penetrar en los jardines para montar esos altares inquietantes? Frente al aumento de las denuncias, las autoridades locales habían tenido que admitir el problema. De criatura excéntrica y legendaria pasó a ser una amenaza. ¿Se trataba de una víctima de la sociedad de consumo o de una joven con algún trastorno mental? En todo caso, esa marginal acobardaba a las nuevas generaciones de treintañeros que, desde hacía algunos años, se instalaban en la región buscando reconectar con la naturaleza.
En la penumbra de la habitación, escucha el ritmo discontinuo de la respiración de su hijo. No entró todavía en una fase de sueño profundo. Ella querría no estar ahí. Querría ser otra. Hunde la cabeza entre los hombros y se acurruca en el sillón tratando de imaginar el rostro de la desconocida. No le falta atractivo, pero su apariencia es completamente dejada. La ropa descolorida le queda grande. Camina sin apuro, abriéndose paso entre los árboles de las Cévennes y sus ojos se pierden en un punto impreciso del bosque.
De repente, el recuerdo de otra mujer se le presenta con la nitidez de una fotografía. Es una joven de pelo rubio ceniciento. Sus mechones se escapan de unas trenzas deshechas y le cubren los ojos. Aunque presiente que esa confusión de imágenes es un síntoma típico de adormecimiento, se deja llevar por el fluir de su conciencia. No sabe de dónde le viene el recuerdo, aunque juraría que es algo que ha visto, algo que conoce. Ve una cabaña, un bosque, una fogata y, alrededor, una mujer que ensaya movimientos con un dejo de danza. La silueta plateada asoma entre las llamas.
De a poco, la respiración de la bestia se va estabilizando en una cadencia continua, cada vez más honda. El movimiento de su pecho le recuerda el aleteo de algunas mariposas nocturnas que ondean sin ton ni son, peligrosamente atraídas por el fuego.
Otra noche blanca. Hace algunos días desplazó su cama al salón. Le dijo a Adrien que era para no despertarlo con sus idas y vueltas, pero intuye que esa separación, que ella insiste en describir como pasajera, es síntoma de otra cosa. Al salir de la ducha, se mira en el espejo del baño buscando la parte dañada. No hay moretones ni rasguños, solo ojeras y una palidez que se acentúa con el paso de las semanas.
Son las nueve de la mañana y la casa está vacía. Los meses de encierro de la pandemia quedaron atrás. La bestia volvió a la guardería, Adrien a su oficina, y ella recuperó el usufructo del espacio doméstico. Ningún ruido viene a perturbar su soledad y le alegra constatar que, con el inicio de la primavera, las enredaderas que cubren el inmueble vecino reverdecieron. Tapizan ya de un verde brillante toda la pared.
Recorre con la vista el espacio módico que separa la cocina del salón y prueba un resto tibio de café. Durante las últimas semanas, sus salidas se redujeron a lo estrictamente necesario: hacer las compras, pasar por la farmacia, llevar y traer a Nico. Su contrato como profesora de Artes en la universidad se acaba en unos meses, pero le anunciaron que posiblemente no pueda renovarlo. Necesitan el puesto para un recién llegado, un doctorando joven y prometedor. Tiene que ser comprensiva: la prioridad es proteger a los que escriben sus tesis. El argumento es relativamente convincente, pero no deja de preguntarse por qué el sistema no contempla nunca ayudarla a ella. Tal vez tiene que empezar a resignarse: las aulas de la universidad no son para ella. El horizonte cercano del desempleo la obliga a reconsiderar la opción más simple y menos seductora: presentarse al concurso de español que le permitirá enseñar en colegios secundarios. Un año más de estudio, encierro y angustia. La idea de volver a pasar por exigentes exámenes le provoca un nudo en el estómago. Todo eso para aspirar a un trabajo que no le entusiasma.
Podría, si no, postular a puestos administrativos, buscar empleo en un café o en una librería, aprender a usar Excel, InDesign, Photoshop o cualquier otro programa que la vuelva más atractiva en el mercado laboral. Los libros del concurso ocupan ya la mesa del salón. Los esquiva como si tuvieran ántrax. No hay apuro, se dice. De todas formas, en unos meses tendrá que buscarse un puesto de reemplazante en colegios suburbanos. Seguramente esperarán a ver qué academia le toca en suerte antes de organizar la mudanza. El sueldo de Adrien no alcanza para mantener el alquiler y los gastos, y renunciar a la guardería no es una opción. La única salida es alejarse del centro. La mayor parte de sus conocidos tomaron esa decisión, y hasta los más reacios terminaron aceptando las ventajas de ganar unos cuantos metros cuadrados. Aunque la mudanza parece ser el plan lógico, la perspectiva de abandonar al mismo tiempo la enseñanza universitaria y el departamento en el que vivieron los últimos años antes de la llegada de la bestia la entristece.
Hace poco leyó sobre una especie de lagartija que, al ser capturada por la cola, es capaz de desprenderse de ella para sobrevivir. La evolución la llevó a transformar el desgarro forzado en una renuncia voluntaria. El pedazo de cola que queda bajo las garras del depredador se pierde, pero da lugar a una regeneración celular asombrosamente rápida. Al cabo de algunas semanas, la lagartija engendra una nueva cola completamente distinta en color, largo y textura de la original. ¿Será algo así lo que la gente entiende por «reinventarse»? Le avergüenza reconocer que la sola idea de cambiar de barrio la estresa. En términos estrictamente evolutivos, se encuentra a años luz de la astuta lagartija. Por su parte, la actitud de Adrien la hace pensar en la abulia aristocrática de una medusa. Él afronta el futuro incierto con resignación y una pizca de melancolía. Acepta que cuando se tienen tentáculos cortos y poco aptos al braceo, lo más sabio es entregarse a los designios de la corriente. A diferencia de ella, Adrien sería capaz de sobrevivir sin problemas en un nuevo ecosistema, por más hostil que este pudiera resultarle. Su técnica consiste en dejarse arrastrar, ingerir el alimento que se pega a sus filamentos gelatinosos y mantenerse listo para activar el modo hibernación. Es, salvando las distancias, lo que viene haciendo desde hace años: subsistir en una empresa que le exige interminables y monótonas jornadas de trabajo bastante mal remunerado.
Para evadirse, revuelve las carpetas y papeles ubicados debajo de la biblioteca del salón. Son varios estantes en los que tiene archivadas las diferentes clases que le ha tocado dar en su vida. Menos de un metro cúbico de papel. En esa escasa porción de espacio cabe todo su conocimiento. Busca los apuntes de un curso de introducción a la danza que dio hace ya varios años. Entre esas notas deberían estar las referencias sobre Monte Verità, una colonia naturista fundada a inicios de 1900 en las colinas de Ascona, en la Suiza italiana.
Además de ser el lugar donde Rudolf von Laban y Mary Wigman sentaron las bases de la danza moderna, la comunidad fue un terreno de experimentación de modos de vida alternativos. En teoría, defensores de un retorno a la naturaleza y a un matriarcado primitivo. En la práctica, ávidos de tomar baños de sol desnudos y de iniciarse en el consumo terapéutico de drogas. Lleva algún tiempo investigando sobre el tema y, a diferencia de lo que suele pasarle con otros proyectos, su interés no decae. Al contrario: por primera vez en los últimos años, se siente con la energía suficiente para encarar un estudio más ambicioso. ¿Tal vez un libro?
No logra dar con sus notas. Abandona la búsqueda para preparar más café. Sobre el parqué, las migas del desayuno recién tomado a las apuradas se confunden con las de la cena. Es una buena señal: Nico no tuvo tiempo de ingerirlas en sus idas y vueltas matutinas. Debería pasar la aspiradora. La claridad con la que formula esa idea le genera dudas: ¿por qué en Francia nadie usa la escoba? ¡Qué ganas de levantar polvo y de gastar electricidad!, se dice con la mirada perdida entre las migas. Sobre la mesa ratona reina el cochecito-xilofón, con sus cubos de madera de colores chillones que Nico todavía no consigue encastrar en los huecos. Sobre la alfombra, tres libros musicales, variedad de autitos y peluches. ¡Dichosas las que logran abstraerse del desorden para leer algunas páginas de corrido y asegurarse un poco de vida interior!
De todas formas, ayer hizo avances. Evitó todos sus compromisos laborales y, en su lugar, se contentó con leer varias páginas de Silence, de Tillie Olsen. No fue mucho, pero el contenido le resultó revelador. Reflexionando sobre la repartición desigual de las facultades creativas durante el siglo XIX, Olsen explica que, de las mujeres cuyos logros perduran hasta hoy, la mayor parte no se casó ni tuvo hijos. Su lista incluye a Jane Austen, Emily Brontë, Christina Rossetti, Emily Dickinson, Louisa May Alcott y Sarah Orne Jewett. La autora agrega que algunas como George Eliot, Elizabeth Barrett Browning, Olive Schreiner o Charlotte Brontë se casaron tarde, en la treintena, y que solo cuatro —George Sand, Harriet Beecher Stowe, Helen Hunt Jackson y Elizabeth Gaskell— tuvieron hijos siendo jóvenes. Todas ellas disponían de servicio doméstico. Verónica mira las migas y los juguetes desparramados por el salón sin decidirse a activar ningún resorte de su cuerpo. A pesar de todo, tiene bastante suerte. La guardería francesa es el equivalente republicano de las niñeras: no hace desaparecer el caos, pero le alcanza para avanzar con unas cuantas páginas de lectura improductiva.
Con una nueva taza de café en las manos, se esfuerza en recordar cuándo escuchó hablar de Monte Verità por primera vez. Fue hace muchos años, durante su otra vida de estudiante de Artes en la Universidad de Buenos Aires. Asistía a un seminario optativo de Estética en el que se hablaba de danza contemporánea. Allí, entre los nombres y las fechas que se apuraba a copiar en un cuaderno espiralado de tapas rígidas, en medio de Rudolf von Laban, Isadora Duncan y Mary Wigman, había escuchado el nombre del lugar. El tema le había parecido pintoresco y los personajes la habían fascinado durante toda la clase, pero el interés no sobrevivió a la vuelta a la rutina. Las colinas de Ascona se esfumaron entre las charlas con amigos, que acompañaba con panes rellenos y un líquido dulzón que un vendedor instalado en pleno pasillo del primer piso de la facultad vendía como café con leche y que los estudiantes degustaban en vasitos de telgopor.
Unos diez años después, durante sus primeras vacaciones en Argentina con Nico, la comunidad suiza volvió a entrar en su vida. Estaban en la casa de playa de sus padres, falsamente situada frente al mar. Falsamente porque los urbanistas del popular centro turístico consideraron imperioso construir gigantescos restaurantes y puestos de alquiler de carpas que, en temporada alta, bloqueaban la vista al mar con una marea espesa de lonas verdes y cemento.
La escasez de ayuda que recibieron como padres primerizos durante los primeros meses de vida de su hijo les hizo apreciar aún más las bondades de una familia en la que todavía no había niños. En su círculo íntimo, la llegada de un bebé constituyó un evento increíble. Padres y tío se pusieron a los pies de la bestia, que no escatimaba en risitas y todas las ínfimas monerías de las que era capaz. En esas primeras vacaciones, Nico estuvo al cuidado exclusivo de sus abuelos largas horas del día.
Parte de su rutina consistía en hacer caminatas sobre la playa. Le gustaba sentir el agua fría del mar en los pies, salpicándole las pantorrillas y el extremo inferior de su camisola. Salía temprano, antes de que la turba de turistas estuviera ya instalada al borde de la orilla con reposeras, lonas y sombrillas, por no hablar de las heladeritas con refrigerios. Por suerte, a esa hora, solo unas cuantas personas de la tercera edad compartían el usufructo de la playa. A diferencia de los grupos de turistas que llegaban hacia el mediodía, más desinhibidos e impúdicos, las pocas parejas de jubilados con las que compartía el espacio leían y hablaban bajo. Como buenos madrugadores, se observaban discretamente, con un sentimiento tácito de aprobación. Sabían que ninguno osaría ocupar con sus cuerpos y bultos la pequeña franja de arena húmeda por la que circulaban algunos corredores. Aquella mañana, antes de empezar la marcha, se acomodó el sombrero y los auriculares. Quería acompañar el paseo con alguno de sus podcasts preferidos. El reflejo del sol en la pantalla del celular le impedía leer el título de la emisión. Mientras se echaba a andar, le dio play y se abandonó a la voz elegante del presentador del programa que solía escuchar. Con sorpresa, distinguió las palabras «Monte Verità». Debía reconocer que la idea de la comuna no era mala. En los primeros meses de «vuelta a la normalidad» que siguieron a la pandemia, ¿quién no soñaba con curas en medio de la naturaleza, poliamor y niños abandonados a una crianza salvaje?
Volver a Francia después de aquellas vacaciones le resultó particularmente duro. El trabajo de Adrien se había vuelto demasiado exigente. Salía temprano y regresaba tarde. A veces ella ya estaba dormida cuando percibía sus gestos lentos para meterse en la cama sin despertarla y no lograban hablar hasta el otro día. Cada vez más seguido se encontraba sola con la bestia, haciendo malabares para no tener que anular sus clases y dar con alguien que aceptara cuidarlo a último momento durante las recurrentes jornadas de huelga que la guardería anunciaba sin demasiada anticipación. Tal vez para no desmoralizarse, se convenció de que tenía que empezar el nuevo proyecto académico en el que estab
