Hasta que las piedras se vuelvan más ligeras que el agua

António Lobo Antunes

Fragmento

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Mi madre era prima hermana suya, es decir prima hermana del padre, no del hijo negro que no fue nunca su hijo aunque lo tratase como a un hijo y el negro lo tratase como a un padre, el primo de mi madre se lo trajo de la guerra en Angola con cinco o seis años, yo aún no había nacido, llegué después y recuerdo a mi padrastro respondiéndome, cuando le pregunté por qué motivo el primo había vuelto con un niño a lo mejor más feliz en los eriales donde lo encontró, que casi todos los soldados volvían con recuerdos, una máscara, un muñeco de madera, una oreja en una botella de alcohol, un niño, un brazo menos, silencios en medio de conversaciones en las que se apartaban muy lejos para seguir allí y en la lejanía me parecía que casi se oían tiros y gritos, mi padrastro no estuvo en África por culpa de los pies equinos pero vecinos aquí del pueblo sí estuvieron y eran diferentes a él, huidizos, bruscos, casi todos raros que se escuchaban las quejas de las mujeres, sentados en una piedra, en medio de la huerta, mirando no sé qué o escuchando hojas de árboles que yo no conocía, uno cualquiera en vez de apartar al perro con la bota lo degolló con el sacho

–Déjame

y se quedó junto al cadáver del animal sin fijarse en él, fumando, cuando se le acabó el cigarro me dio la impresión de que permaneció un tiempo fumándose los dedos, la sobrina le dejó la comida al lado sin que tocase la cazuela, eran los parientes, por la noche, quienes trabajaban la tierra a escondidas y el sujeto en casa bebiendo o con una rabia muda contra ignoro qué enemigo, algunos acabaron en el pozo o ahorcados en la viga del gallinero balanceándose lentamente, un pie con zapato, el otro descalzo y las crías picoteando el zapato con movimientos bruscos, soy yo quien cuida la tumba del primo de mi madre en el cementerio pegado a la primera colina de la sierra desde que ella murió, con tantos pinos susurrando lentamente cuesta arriba y pájaros y arbustos al sol, tan mansos, tan suaves que se llega a envidiar a los difuntos, y allí están ambos, el padre blanco y el hijo negro, más de dos o tres parientes antiguos que desconozco quiénes pueden haber sido

(espero que oigan igualmente los pinos y los arbustos o al menos el viento por la noche arañando, arañando)

de esos reducidos a fotografías poco nítidas

(¿cuándo vivieron?)

con el marco roto, colgados de un clavo, torcidos en las paredes, criaturas viejas a las que nadie presta atención

(a lo mejor lo que oigo por la noche son ellos quejándose de no poder ser tierra)

como nadie se acuerda ya de lo que pasó hace diez años en la época de la matanza, cuando el hijo negro asesinó al padre blanco con el cuchillo todavía lleno de la sangre del animal, no otro cuchillo, el mismo cuchillo y el mismo cuchillo me pareció que para él otro cuchillo muy antiguo, juraría que en su cabeza otro cuchillo muy antiguo, el hijo negro gritándole al padre blanco

–¿Se acuerda de lo que hizo se acuerda de lo que hizo?

intentando atarle las piernas después con la cuerda con la que ataron al cerdo hasta que los hombres, en un torbellino de empujones y patadas, lo empujaron, lo agarraron, lo tiraron al suelo, le rompieron los huesos, le aplastaron la nuca con el hacha, le perforaron el cuello, el pecho, la boca, el vientre, lo dejaron al lado de su padre blanco bajo el cerdo, casi sin sangre, que gimió hasta que la última gota cayó en el barreño y se quedaron los tres solos en la bodega mientras de repente marzo alcanzaba el marco de la ventana abierta.

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Y esta noche, como tantas veces desde hace cuarenta y tres años, he vuelto a soñar con África, no ataques que empezaban siempre con la ametralladora que los soldados llamaban costurera cantando junto a la pista, o sea en los cien metros de tierra batida donde saltaba la avioneta, ni minas ni emboscadas, yo solo junto a la alambrada de espino pensando en Lisboa, viendo el río, los barcos, las casas

(tejados y tejados)

desde la ventana del salón de mis padres, las palomas volando alrededor de la iglesia, mi madre en la cocina

–Chico

para que le abriese la tapa del bote de compota

–Ten paciencia no soy capaz

y la pila de lavar la ropa en la terraza, el baño lleno de camisas mojadas, un vestido de ella, dos vestidos, en el alambre del tende­dero, el taller del señor Abílio, gaviotas al fondo y en esto Angola solo con un milano quieto en lo alto, en esto yo despierto

–¿Dónde estoy?

tardando un tiempo en entender que aquí ya se acabó la guerra, se acabó la guerra, mi mujer palpando la mesilla de noche hasta que el despertador

–¿Tan tarde?

le aparece en la mano, no la chica con la que durante veintisiete meses mantuve una relación de noviazgo por carta, exactamente aquella con la que me casé y que no era esta, con restos de maquillaje pidiendo

–No me dejes

en las mejillas desprotegidas de las gafas, tristes, dentro de nada voy a encontrar un algodón con restos de pintura olvidado en el lavabo junto a la pasta de dientes llena de pegotones en la punta de la rosca

(no recuerdo una pasta de dientes por estrenar, que agujereamos con un palito, el vaso con los cepillos, el tuyo, el mío y otro más, medio calvo, que seguro te perteneció porque tiro los míos al cubo, me encanta pisar el pedal cromado y ver cómo aquello se abre con una energía repentina)

y que se va momificando allí, mi mujer por las cejas subidas, no por la boca, mirando siempre el reloj

–Tan tarde

mientras un pelotón entraba en la habitación de vuelta de la selva, indiferentes a mí, sin afeitar, agotados, algunos arrastrando las culatas aunque yo, colocándose el flequillo

–Cuidado con la alfombra

y desapareciendo en la choza de madera y zinc mientras el alférez hablaba en voz baja con el capitán señalando cualquier cosa más allá del poblado sobre el que volaban cóndores, cinco, seis, y la ordenanza del comedor de oficiales, que murió hacía un tiempo debido a un ataque, mi madre

(la ordenanza del comedor, Bichezas, Bichezas)

agitaba platos de aluminio abollados en el cubículo que llamábamos cocina, mi mujer, más inteligente tras sus gafas

–¿Te bañas tú primero o voy yo?

y por tanto cada pestaña una pata pero los ojos no corrían por la cara, escapando uno del otro con miedo de mí, me miraban parecía que alarmados

–Odio cuando me observas de ese modo

tal vez en su cabeza de una forma demasiado brusca porque

–Perdona

con la boca temblando un poquito y qué horror la boca temblando un poquito, si al menos fuese capaz de sentir pena, fuese capaz de sonreírte, cogerte el mentón qué sé yo, besarte la frente por ejemplo pero no puedo, desconozco el motivo pero no puedo, el alférez que vino de la selva tumbado en la cama observando el techo sin pensar en Lisboa, ni río, ni barcos, ni casas, ni tejados, al darle la vuelta a la iglesia, en bandadas, las palomas cambiaban de color, a lo lejos negras, de cerca blancas, si andaban por la acera entre las terrazas, con las manos detrás de la espalda, era la palanca del cuello la que las hacía desplazarse, mañana voy a la bodega con mis hijos para la matanza, recuerdo desde niño a hombres cubiertos por los gritos del animal y por la sangre, recuerdo querer escapar y a mi padre obligándome a quedarme allí cogiéndome por los hombros, disgustado mientras yo vomitaba

–Quería un macho y me han dado un Fernandinho

Fernandinho vestido de mujer por la noche cuando los gitanos acampados en el pinar, rondando sus carros, un día lo encontraron con la cabeza aplastada por una piedra y la culpa no fue de nadie, el cabo de la Guardia lo empujó con la bota

–Cosas que pasan

su madre y el cura detrás del ataúd, era agosto y llovía, recuerdo a la sobrina de la madre y a la otra, mayor, con la que el sacristán protegía al abad, fueron ellos los que echaron la tierra porque el señor Herculano cuyo trabajo era ocuparse de los muertos no apareció, por suerte siempre había dos sepulturas abiertas esperando clientes de modo que las personas mirándose de soslayo

–¿Eres tú quien va a ser el inquilino?

o mirando dentro de sí mismas, con miedo

–¿Seré yo?

los finados de madrugada beben agua en el pozo, una vez al oír orinar en el corral encontré a un viejo con la cara manchada de barro sonriéndome, miré por el postigo antes de acostarme de nuevo y nadie, el primer cerdo aún hoy no se calla en mí, mi padre al empezar a descuartizarlo

–Puedes irte marica

mi madre creyendo consolarme calentando un tazón de leche

–Déjalo es la vida

cuántas veces en Angola tras las emboscadas su voz aquí dentro

–Es la vida

y era la vida de verdad, era la vida, Espinheira con los intestinos al aire era la vida, el chozo donde esperaban los ataúdes vacíos era la vida, cuatro o cinco Fernandinhos de bruces en el sendero eran la vida, si al menos el capitán me calentase un tazón de leche repitiendo también

–Déjalo es la vida

con la mano casi en mi pelo, arrepintiéndose, apartándose, Fernandinho no habló nunca conmigo, me miraba de lejos con dos lenguas que me lamían en lugar de ojos, yo limpiándome su saliva de las mejillas, observando la manga y después enseñándosela a mi madre

–Láveme esto

y mi padre desde la mesa del comedor aprobándome, no se movió ni cambió de expresión pero aprobándome como aprobó en Angola a todos los cerdos que maté y se alegró con los gritos, la sangre, las tripas, él con la gorra de cuadraditos en medio de los soldados, apoyado en el sacho

–Mi hijo

con interés por las escopetas, el bazuca, la radio mientras se empezaba a oír a lo lejos el helicóptero de las evacuaciones que llegó a ras de los árboles para escapar de los guerrilleros, mi mujer, con la toalla de baño con un nudo delante de modo que escondía el pecho que desde hacía media docena de años la avergonzaba, dudando como siempre entre dos vestidos delante del armario abierto, en eso al menos no cambiaste nunca

–¿Este o aquel?

con la maleta, traída del trastero, encima de la cama para doblar dentro la ropa que nos llevaríamos para el fin de semana en el pueblo y la matanza, la casa de mis padres, aunque yo le hubiese añadido una habitación puesto que somos muchos, nosotros, mi hijo y su mujer, mi hija que no se casó nunca y nació dos años después de Angola, parecida a mi abuela, silenciosa, seria, solo le faltaba el taburete del ganchillo y la acidez, hasta el agua de los huesos ya empezaba a salirse de su camino mientras los soldados montaban la seguridad para el helicóptero en el pasto y creo que ninguna antipersonas ahora, ningún ruido, ninguna niebla de polvo, ningún

–Mi alférez mi alférez

desde el suelo, ninguna pierna ausente doliendo, ojales de bota clavados en los demás, que los arranque el doctor

–Callado marica

cuando volvamos, el enfermero que no se entendía con los torniquetes, con las compresas

–Cálmate cálmate

y yo mudo

–Cálmate

yo mudo, mi mujer se puso uno de los vestidos delante del cuerpo

–¿Qué tal este?

después de levantar la persiana el sol en la habitación con la mitad de la cómoda iluminada por una fotografía nuestra y una rosa desmayándose en un florero, un pétalo pálido, suelto, temblaba en un pañito, la cantidad de cosas que yo, si me diese por ahí, podría decir sobre las rosas, quizá un día quién sabe, uno de mis zapatos de lado, el otro, derecho, mucho más vacío que el otro, será que por casualidad tengo el pie derecho más grande que el izquierdo, quién no es asimétrico, vistos desde lo alto al primer vistazo no lo parece, yo a mi mujer, sin fijarme en el vestido

–Está estupendo

pensando en rosas qué alivio, rosas, carruseles, chupa-chups, los compraba con el pretexto de, por ejemplo, querer dejar de fumar, una disculpa que todas aceptan siempre que, claro, no se encuentren el palito en el cenicero y lo tiremos a la basura

–Apesta toda la habitación

mi mujer, enfadada

–No levantas ni los ojos y me dices que está estupendo hace siglos que no te interesas por mí

las aspas del helicóptero despeinándonos a todos, el piloto haciendo señales de

–Deprisa deprisa

debido al enemigo por los alrededores, el pasto inclinado hacia fuera vibrando, un herido, dos heridos, tres, no dos heridos solamente, bocas moviéndose sin sonido, si por lo menos la boca de mi mujer se moviese sin sonido cuando se ensancha en historias larguísimas que se interrumpen de repente con una pregunta desconfiada

–¿Qué es lo que he dicho?

y si yo fuese el hombre que mi padre deseaba le respondería

–Nada en condiciones

mientras el helicóptero, alzándose, se curvaba sobre las copas de los árboles, casi a ras de ellas, en dirección a la alambrada de espino a diez o quince kilómetros de aquí transportando a aquel que soy ahora lejos mezclado con los heridos, uno de ellos insistiendo

–Cuando se entere mi abuelo se mata cuando se entere mi abuelo se mata

y el segundo rezando sin descanso

–Dios te salve María llena eres de Gracia el Señor es contigo

con los dientes blancos en los labios blancos, el enfermero mojándoles la boca y el agua escurriendo por el cuello, deteniéndose en un tendón, desapareciendo en la axila, el enfermero

–Aguanta

demasiado ocupado para llorar, todos agitándose detrás del piloto con el mono azul y el mecánico al lado, todos resbalándose hacia fuera y en el interior de sí mismos preguntándose qué ha sido del aire de respirar, qué ha sido de mi voz que no la oigo, quién habla en mi garganta, quién se queja de frío, mi mujer a mí, con la maleta cerrada

–¿Quieres irte ya o me da tiempo a acercarme al peluquero a teñirme las raíces?

empleadas con medias de descanso y zuecos porque un día entero de pie deja molido y aunque disimulándote las raíces

Salão Nova Onda

no te disimulan el tronco, ni la barriga, ni las nalgas, ni las pieles bajo el mentón que se balancean, se balancean según se va rizando la espalda, el cabo que hablaba del abuelo va a morirse, mi mujer mirándose en el espejo de la entrada tras encender la lámpara plateada del techo, arreglándose la nuca con el cuenco cauteloso de la mano, retocándose las sienes con el meñique, retrocediendo y avanzando un centímetro, con ga­fas desilusionadas en las que hasta la montura de plástico se ponía blanda y el aliento de las pupilas empañaba los cristales, mi hija, con treinta años, ya parecida a su madre, las mismas dioptrías resignadas, los mismos pasos llenos de caderas que no concuerdan las unas con las otras, al mismo tiempo gordas y huesudas, cartílagos diferentes de los nuestros, enormes, de buey de arrozal, en que cada pata una cadencia diferente, cuando la veo caminar busco siempre a un chino invisible, con un sombrero cónico, detrás de ella, dándole con una vara, hija hija hija hija hija, hasta al entrar en casa traes al chino contigo que lo siento sonreír sobre tu hombro, callado, secreto, amable, ya no se escuchaba el helicóptero y sin embargo, dentro de mí, las avemarías no han acabado todavía como no ha acabado la mano tendida

–No me deje morir mi alférez

como proseguían los rezos y yo sorprendido

–¿Cuántas bocas tienes tú?

hasta comprender que tenemos varias hablando al mismo tiempo, hablando, insistiendo no solo en la oración, en el miedo

–No me deje morir

y yo con ganas de responderle

–Quiero paz ahora

no dentro de mí, en voz alta

–Quiero paz ahora

mi madre y mi hija mirándose, quiero paz ahora, no me molestes que tengo que ir al pueblo a la matanza, desde que salí de casa de mis padres, quitando el tiempo en África, voy siempre al pueblo por el cerdo que empezaba a gritar, todavía intacto, en cuanto lo colgábamos en el gancho después de atarlo, sus pestañas transparentes, las patas amarradas, el hocico

–Bendita tú eres entre todas las mujeres

bendito es el fruto de tu vientre, Jesús, el comandante del batallón al cura, eligiendo un cuchillo comprobando el filo

–Este no aquel tampoco no saben ni afilarlos

mientras amarraba mejor los tobillos del animal

–Váyase de aquí capellán que el espectáculo no es para faldas

y el capellán alejándose del prisionero con una bendición disimulada, esto en la penumbra de la bodega con los barreños de sangre debajo que había que ir moviendo con una cuchara no de metal, de madera, mi madre manchas rojas en el delantal, en la blusa, en los brazos, la única mujer entre nosotros, con algodones en los oídos, fingiendo que no escuchaba los rezos pero estremeciéndose con ellos, quién me asegura que el tazón de leche que me ponía por la mañana no serviría después para recoger mi sangre, póngame los torniquetes deprisa enfermero, llamen al helicóptero, llévenme a Portugal porque tras este bosque Lisboa, terrazas, gorriones, iglesias, los patos silvestres en el río, muchos negros vendiendo baratijas, pulseras, anillos, jirafas de madera, en qué cantina las han comprado, el comandante dándome el cuchillo

–Mátelo

menos difícil de entrar de lo que me imaginaba y el cabo de las avemarías callado, no gritos, callado, un diente sobre los labios torcidos, los ojos retrocediendo en los párpados, muy lejos, algo de algo en él aunque todavía respirase y el algo de algo apagando poco a poco lo que quedaba de nosotros, no me arrodillo señor cura, déjese de faldas y póngase de pie como los hombres mientras mi mujer y yo en el coche, no en el unimog, que llamábamos burro de la selva, en el que ella nunca se montó ni vio nunca ninguno, el general prohibió esposas en África, de camino al pueblo

–Barba dura

decía él

–Barba dura

ahora más abandonada, con tantas casas vacías, unos viejos, unos perros, unos cabritos y unas gallinas en las calles casi siempre vacías y la charla de los olmos sobre nuestras cabezas que me despertaba, encogido de miedo, en invierno, por la noche, cuando yo era pequeño, pidiéndoles

–No me lleven a la sierra

en la que mi abuela contaba que lobos, milanos, de esos que roban polluelos, se los comen en un agujero de la roca y yo tan ligero, Dios mío, por no mencionar a los gitanos, serios, solemnes, todos de piedra, en cuclillas alrededor de una hoguera escupiendo tabaco y hablando extranjero, al llegar a la alambrada el capitán llamó al guía

–¿A dónde los has llevado canalla?

y los milanos de la sierra en Angola, también sobre los poblados de alrededor y allí estaba el cementerio en el primero, el guía

–Capitán capitán

ladera antes de la montaña, intentando agasajarse con los brazos

–Capitán

el café en la plazoleta, hombres con boina, uno de ellos

Señor Idalécio

con la manga de la chaqueta vacía porque un andamio cedió cuando trabajaba en las obras en Lisboa, juntos a la sombra de un muro sonándose con pañuelos difíciles de sacar del bolsillo, interminables, sucios, una cabra balando perdida, la escuela en la que estuve hoy dos paredes pero el sitio de hacer pipí, quién me dice la razón, casi intacto, mi mujer, a la que no le gustó nunca el pueblo, callada, igual que el guía callado cuando el capitán

–Te he preguntado a dónde los has llevado canalla

dándole la vuelta a la pistola y poniéndole la culata en la cara, su camuflado diferente al nuestro, casi sin color, más roto, un codo flaco al aire, una rodilla flaca al aire, prácticamente ningún botón, un trozo de mandioca en el bolsillo, ninguna ración de combate, como nosotros, en la faltriquera de los pantalones, el capitán una patada al guía, dos patadas al guía

–Levántate canalla

y pisoteándole la barriga, el pecho, el hombro, relámpagos a lo lejos acercándose a nosotros, como siempre del este, y nada de lluvia mientras el guía pidiendo

–Capitán capitán

doblado sobre sí mismo, con las manos unidas

–Capitán

con un collarcito de abalorios al cuello que uno de mis furrieles le arrancó de un tirón, mi prima, que cuidaba nuestro panteón, gesticulaba desde la puerta de mis padres acompañada por su hija de nueve o diez años, qué sé yo, también rubia, también gorda, con vergüenza de nosotros, intentando esconderse dentro del delantal, si me tapo los ojos y no los veo no me ven, mi prima empujándola

–Quieta

con la bata de costumbre, las zapatillas de costumbre y el moño de costumbre, la sonrisa parecida a la de mi padre que no sonreía casi nunca pero cuando hice el examen del graduado escolar sonreía y lloraba apretándome la barriga, ahogándome y el reloj de acero del chaleco me hizo daño en la frente con la tapa, estuve una semana con una marca en ese sitio, sus pantalones y su chaqueta no combinaban y olían a armario, veo una bola de naftalina y me acuerdo de usted y del retrato de mis abuelos en un marco de margaritas de cerámica, algunas rotas, donde mi abuelo sentado, con la corbata torcida y uno de los cuellos de la camisa hacia arriba y mi abuela detrás de él con los dedos en sus hombros, ambos vestidos de domingo, ambos solemnes, agobiados, delante de un paisaje nórdico, lleno de nieve y renos, por no mencionar el garrafón de líquido de revelado junto a ellos perjudicando al Polo Norte, la recuerdo golpeando con una cuchara una lata de maíz llamando a las crías y los pollos saltando a su alrededor, a mi abuelo un vecino lo transformó en dos con la azada debido a un problema de, el capitán, riegos, el capitán al guía

–Los has entregado a los guerrilleros canalla

y el cielo cada vez más negro, los relámpagos cada vez más cerca, una especie de noche sólida, de pizarra, sobre nosotros, rompiéndose en llamaradas instantáneas, el mástil de la bandera se convirtió en cenizas, un árbol, otro árbol, todo esto de momento sin lluvia, solo azufre y magnesio, la tierra inestable, el pasto en pánico, el viento derribando chozas, el capitán, de rodillas encima del guía, subiendo y bajando la culata de la pistola, bajo los truenos, indiferente, gritando sin parar

–Los has entregado a los guerrilleros los has entregado a los guerrilleros

dañándole la nuez, las mejillas, el mentón, el pecho y yo quieto a su izquierda inclinado sobre él, yo también dándole con la pistola, dándole, dándole madre, yo dándole, despertándome al lado de mi mujer, sudando, agotado y a pesar de sudando y agotado durmiéndome de nuevo para pegarle más, yo en el pueblo sonriéndole a mi prima y a su hija que había empezado a llorar, mi prima sin entenderlo

–¿Qué te ha pasado niña?

mi prima

–Hasta parece que te están haciendo algo

mientras yo pegaba, pegaba, mi mujer examinando la habitación

–El armario está lleno de polvo es mejor dejar la ropa en la maleta

además del armario una cama, la lámpara sin tulipa colgando del techo con un moscardón en el cable, mi mujer observándolo de lado

–En cuanto eche a volar me voy de aquí corriendo

el corral por cuidar, el huerto abandonado, ventanas torcidas, aquella tabla de la tarima casi suelta y a lo mejor ratones, a lo mejor cabras

–Me voy corriendo

y seguro toda la noche los grillos sin dejarme dormir, la casa no era así como no era así el pueblo, no tanta ruina, tantos perros esqueléticos, tantas casas abandonadas, tanto viento en las calles, tantos ecos de nuestros pasos de pared en pared, el delantal de mi madre en un clavo en la cocina, si lo tocase su voz

–Ya hace unos años que no estamos aquí hijo

mi voz de antiguamente respondiéndole

–¿A dónde ha ido señora?

su suspiro no sé dónde

–A veces andamos por ahí

y por ahí en qué sitio si no estaban junto al pozo ni en el olivar que heredaron de la madrina, casi en el pueblo siguiente, es decir una mitad en el pueblo siguiente y la otra en el nuestro, una docena de olivos como mucho rodeados por un murito de piedra color calabaza que nadie saltaba, espero que alguien recoja las aceitunas mezclado con los pájaros, la buganvilla de Fernandinho, seca, agitando sonajeros huecos, su puerta abierta hacia un cuarto donde gatos y sombras, mi mujer limpiando una silla con lo que parecía haber sido una escoba, antes de sentarse

–Lo que queda hasta el domingo

y lo que queda hasta el domingo realmente, los pardillos de la sierra planeando, mi padre fumando en el escalón de la cocina, al atardecer, dibujando en la arena, armado con un palo, rayas paralelas que deshacía con la bota para dibujarlas de nuevo sin mirarme, mi madre de espaldas a nosotros poniendo cazos al fuego y cogiendo no sé qué de las estanterías, a veces equilibrada en un trípode para llegar más arriba, apretándose la espalda con la palma de la mano, todavía con la nuca de una chica joven, todavía con los omóplatos derechos aunque la cintura, aunque las piernas, aunque los tobillos se le hinchaban y yo echando de menos verla correr entre las tomateras retándome

–No me coges

y aunque las atravesara en lugar de rodearlas no sería capaz de cogerla, de vez en cuando casi la alcanzaba por la falda y se me escapaba, se daba la vuelta riéndose de mí

–Eres un patoso

y se alejaba de nuevo hasta agarrarme por la cintura y subirme al nivel de sus ojos, no castaños como los míos

–Ya hace unos años que no estamos aquí hijo

los imaginaba más claros, puntitos verdes y puntitos amarillos que la línea de las pestañas volvía dorados, una peca junto a la parte derecha de la nariz, su piel de repente sin arrugas, lisa

–Eres casi de mi edad

ella dejándome en el suelo

–Ojalá

y olvidándose de mí, me recordaba sin motivo, me abandonaba sin razón y yo desilusionado por no existir de repente, sin lugar en la familia, sin lugar entre ellos, cuáles son mis parientes de verdad, a quién pertenezco, un dedo índice despeinándome

–Me perteneces a mí bobo

y yo tan feliz con el

–Bobo

palabra, feliz de pertenecerle como la caja de la costura o el collar que fue de su tía, encerrado con llave porque

–Nunca se sabe

en el cajón de la cómoda, de modo que si me encerrase con llave con él, a pesar de la oscuridad allá dentro y solo Dios y yo conocemos las amenazas de la oscuridad, mi padre guiñándome el ojo

–¿Quieres hacer de él un marica?

mi madre sin escandalizarse

–Sí

meciéndome de un lado a otro, conmigo en brazos desafiando a mi padre

–Lo querría aunque fuese un Fernandinho

que cuando la madre no estaba, me han contado, se entretenía probándose su ropa, se echaba detrás de cada oreja dos lágrimas de perfume, se entretenía al espejo haciéndose caricias, Fernandinho dos o tres años más joven que mi padre, más pequeño, más delgado claro, si a mi padre le apeteciese lo despedazaba con una sola mano, a mí nunca me hizo nada, era su hijo

–Mi chico

yo para convencerme, esto con catorce o quince años

–Lo era ¿verdad?

y él de repente diferente, parecido a mi madre qué raro

–Sigues siendo un chico

cuando me lastimé el pie me llevó en brazos hasta la otra punta del pueblo para que el herrero, que aprendió de huesos en la mili, me arreglase aquello hasta que se oyó un crujido y ya no me dolía, podía saltar, palabra, volví corriendo con una pirueta a cada veinte pasos, alegre, llamándolo

–Míreme señor

con pena aunque feliz, es posible tener pena y ser feliz al mismo tiempo, no ser dos y poder verme igualmente, qué bonitas las enredaderas, qué bonitos los chopos, qué bonito todo, no me voy a morir un día, lo prometo, ni envejecer qué tontería, me quedo vuestro chico para siempre aunque el delantal en el clavo de la cocina me asegure

–Ya hace unos años que no estamos aquí hijo

mi voz de otrora, qué palabra tan bella, otrora, preguntándoles

–¿A dónde han ido Dios mío?

su suspiro no sé dónde

–A veces andamos por ahí

y por ahí en qué sitio díganmelo, les prohíbo que se callen o se alejen, por su felicidad no se callen, tengo cincuenta y cuatro años y ustedes treinta o así y por lo tanto soy yo quien manda hoy, he sido alférez, he estado en la guerra, les prohíbo que se escapen, los quiero aquí para la matanza y por consiguiente interrumpan las rayas en la arena y la cena en la cocina, denle una silla en condiciones a mi mujer, saquen a ese moscardón de la habitación, nada de grillos afuera, nada de culebras en el huerto, la casa limpia, la estampa del Sagrado Corazón, el cristal del marco rajado, otra vez en el clavo con forma de anzuelo, padre madre yo, padre madre yo, padre, madre yo, no les escribí mucho desde Angola, perdón, no era posible contarlo y después mi caligrafía, mi pereza, mi falta de tiempo, estoy mintiendo, tuve un montón de horas cuando no salía a la selva, tardes enteras en la cama contemplando el techo, con la escopeta contra el cabecero y no tenía ni que limpiarla, mandaba a los soldados, volviendo a la estafa de las cartas no quería preocuparles, las encontré todas en el pueblo dentro de una lata de galletas, casi rotas por los pliegues, estoy fenomenal, no hay problema, un beso a madre y un abrazo de hombre a hombre, claro, somos grandes los dos, a padre, sobre todo nada de lloreras por favor, he vuelto un macho de la guerra que además, contra lo que juraban algunos, no era tan peligrosa, más vacaciones que otra cosa, un viaje en barco y después un safari, animales etc, casi un paseo, un descanso, solo un muerto en un accidente de autobús que accidentes los hay en todos lados y así fue, un recluta que se lesionaba de vez en cuando pero sin grandes problemas, unos cuantos negros metidos en vereda y punto final y mientras mandaba estos caramelos a Lisboa la lluvia una especie de noche sólida, de pizarra, cada vez más pesada, cada vez más baja, sobre nosotros, ya no relámpagos, los relámpagos alejándose en la selva, solo la lluvia, mi prima señalándome a la hija que se le pegaba a la cintura

–Saluda a este señor que es casi tu tío

la hija escondiendo la nariz en las piernas de su madre

–No quiero

e hiciste bien en no querer chica, hiciste bien porque yo ocupado ayudando al capitán a levantarse sobre el guía muerto al que él seguía insultando

–Canalla

deseando matarlo más

–Quiero matarte más

pisoteando las tiras de su ropa de camuflaje, las espinillas, lo que quedaba de las botas de lona, los brazos sin carne, la cabeza donde no se distinguían rasgos, uno de los pies más grande que el otro como los tengo ahora, el trozo de mandioca, que no comería, cayéndole de los pantalones junto con los restos de pescado seco, ya podrido, lo que soportan esos estómagos señores, sangre que la lluvia disolvía hasta que nada de sangre, ningún hombre en la posibilidad de que haya sido un hombre, un trozo de cartílago deshecho en la posibilidad de que haya sido un cartílago asomando en un cuello de barro y el capitán

–Canalla

vaciándole, bala tras bala, el cargador de la pistola encima, gritando por última vez

–Los has llevado a los guerrilleros

casi apoyado en mí, agotado, marchito, vomitando compulsivamente, vomitándose a sí mismo manteniendo el equilibrio en mi hombro, con las rodillas flojas, a punto de resbalarse de él mismo, de resbalarse de mí, insistiendo con el guía

–Saluda a este señor

no, mi madre

–Ya hace unos años que no estamos aquí hijo

no, el capitán levantándose poco a poco

–Llama a dos soldados y enterradlo donde acaba la pista

de repente más joven que la hija de mi prima, más indefenso, más débil, más escondido de sí mismo y de mí, el capitán ahora de rodillas, ahora en cuclillas, ahora de pie apartándose sin sentido creyendo que se dirigía a lo que llamábamos comedor, un chozo mitad de ladrillos y mitad de tablones, con la mesa torcida donde los cinco oficiales que éramos comían y jugaban a las cartas en una mesa hecha también con tablas de barrica y un tejado de placas onduladas de zinc, puestas al azar, que vibraban con el viento y hasta con la más mínima hoja que cayese en ellas, el comedor en el cual, después de cenar a las cinco y media para aprovechar la claridad del día ya que a las seis, sin transición, casi sin crepúsculo, repentinamente noche

(¿cómo escribir sobre esto en una carta a mis padres?)

y nosotros sombras, menos que sombras, pobres fantasmas inmóviles esperando a que el primer tiro, la primera ráfaga de metralleta, el primer mortero cayese en el interior de la alambrada para echar a correr por el suelo no de tierra, de arena, gritando órdenes, comprobando si el personal en los refugios disparando al azar y cómo se pone esta monstruosidad en una carta padre, madre, el miedo, los heridos, cómo se puede explicar esto, díganmelo, cómo se puede insistir en esto yo que debía callarme y seguir callado para siempre a pesar del psicólogo en el hospital, los miércoles, junto con otras marionetas que no conocía, antiguos oficiales tan muertos como yo y el psicólogo insistiendo en que hablemos, hablemos, el psicólogo que no lo entiende y asegura que lo entiende, más joven que nosotros, crecido ya sin guerra, ni África, ni cadáveres, creyendo escucharnos sin escuchar el viento, ni la lluvia, ni las explosiones, ni las avemarías de los heridos, ni el olor de los moribundos, el psicólogo una hora después

–Nos vemos el miércoles que viene señores

a los viejos que casi somos ahora, no a los casi niños que éramos entonces, yo que tengo que acostarme en la cama de mis padres, en medio de ellos, que mi madre no me deja y por tanto yo para allá desde la pista de aviación tropezándome con la vegetación, con los dos soldados, cada cual con su escopeta y una pala y los destrozos del guía, yo palpando el pasto con la bota

–Aquí

media docena de palmos bajo las suelas, para qué más, media docena donde tal vez una hiena lo olisquee e intente sacarlo antes de que Angola se lo coma todo y se come todo de inmediato como me comió a mí, mi mujer

–¿En qué estás pensando?

y yo respondiendo, en esta casa de pueblo donde ahora solo existimos nosotros dos, que no estoy pensando en nada, palabra, pensando en nada, me limito a hacer rayas en la arena con un palo, a borrar las rayas y a hacerlas de nuevo mirándote sin reconocerte, reconociéndote con dificultad, sonriendo una sonrisa casi dulce, lo aseguro, que no me costó mucho, mi mujer sorprendida conmigo

–Hace mucho que no te veía feliz

tumbándose a mi lado

–Deberíamos venir más veces al pueblo te sienta bien

y yo sin responderle, asintiendo o sea de acuerdo sin las palabras que me sienta bien el pueblo, por qué no de acuerdo aceptando que me sienta bien el pueblo, nada me sienta tan bien como el pueblo, es verdad, a pesar de los bandidos de estos perros hambrientos, de media docena de viejos, la mayor parte con gorra, mirándome en silencio, protegidos por un muro, de una cabra solitaria renqueando calle arriba con el cencerro al cogote que ya no suena, mientras yo a los soldados distinguiéndolos mal, distinguiéndome mal tras la pista de aviación

–Venga vamos a cavar deprisa que no tengo toda la noche

bajo el cielo ahora limpio, no de pizarra, transparente, con un vapor de nubes quietas sobre mí, constelaciones que no son las mías en lo alto, presencias que desconozco o sea las que circulan por ahí repitiendo en silencio mi nombre y luciérnagas, zarzas, el eco de los olmos, agua corriendo no sé dónde añadiendo más silencio al silencio, al volver de la pista de aviación ni una luz en la alambrada, ni un sonido, los soldados desaparecieron con las palas en dirección a las tiendas de lona que llamábamos casernas, tardé en encontrar la especie de cabaña donde dormían los oficiales con la cama del capitán separada de la nuestra por esteras y su catre insistiendo

–Canalla

insistiendo

–Canalla

insistiendo

–Canalla

de modo que ahora, como mis padres andan por ahí, he empezado a escribirles esta carta hecha con rayas en el suelo.

hasta_las_piedras-epub-4

2

Dijo que salíamos a las tres y como de costumbre

(¿alguien alberga todavía ilusiones?)

Su Excelencia aunque no fue a trabajar por la tarde solo se dignó aparecer a las seis, seis y once minutos para ser más exacto que mi reloj no miente, por el precio que pagué por él también era lo que faltaba y además las agujas una pinta tan segura que ni me atrevo a llevarles la contraria, les lleva la contraria Su Excelencia que por lo menos hojalata, que la parta un rayo, tiene para dar y vender

–Esa porquería tuya suiza que encima costó un dineral siempre se adelanta

y entre las tres y las seis y once

(lo he mirado en el móvil y estaba bien, además qué será eso del tiempo, esta cuestión nos llevaría lejos)

estuve sentado, con la maleta cerrada, lista, junto al sillón, el único que tenemos y no pega

(lo eligió ella claro, para quien el problema del tiempo, casi todos los problemas por lo demás menos una cana, que yo no veo, delante)

–Mira esta desgracia

(me importa un pito)

con el sofá de tres plazas y la señal de la grasa de la nuca de Su Excelencia en uno de los almohadones, aquel donde por lo general se apoya

–Por amor de Dios déjame descansar

para la telenovela, con las rodillas dobladas bajo el cuerpo en su vocación de metro articulado, si la metiera como contorsionista en el circo no habría en esta casa problemas de dinero si es que puede llamarse casa a tres cuartos estrechos con el vecino de abajo y la vecina de arriba no viviendo abajo y arriba, aquí con nosotros, por lo menos la cisterna de la señora descargando agua en el interior de mi cabeza y la tipa del sujeto de abajo despertándome con sus gritos noche sí noche no

–Ay Carlos ay Carlos

parecía que tiraba de la bomba, de esas a palanca de los pozos, calculando por los crujidos de los tornillos de la cama, a Carlos que me lo encontraba a veces en la entrada del edificio repartiendo a hurtadillas, espiando el ascensor y las escaleras, la publicidad de su buzón por los demás buzones, equitativo, un papelito en este, un papelito en aquel de modo que no tengamos celos de nadie, su sentido de la justicia me conmovía hasta el punto de contener un

–Ay Carlos ay Carlos

que ya me salía de los labios en forma de corazón, por lo tanto yo las tres y once minutos apoltronado en el sillón interrumpiéndome de vez en cuando para excursiones a la ventana espiando la calle y a Su Excelencia, una de las aceras al sol y la otra a la sombra ya que todas las calles cojean, ni rastro de modo que quizá un amante, quizá una tienda de ropa, todo serio prefiero a los amantes porque siempre dan dinero mientras que las tiendas de ropa lo quitan, es decir me lo quitan a mí porque ya se sabe que quien paga es aquí el tonto, siempre el tonto claro, para qué sirve y cómo entre las tres y las seis una eternidad en los descansos de apetecerme estrangular a Su Excelencia con el hilo dental con el que se escarba por la noche, inclinada sobre el lavabo, la boca enorme, en dirección al espejo, solo colmillos y encías, ni nariz ni ojos, con la lengua fuera como las culebras vibrando, vibrando, la cabeza me va de un lado al otro despertando episodios que tengo por ahí como un señor de edad entre los mil objetos rotos de un anticuario, cogiendo este, examinando aquel, desdeñando un tercero, trayendo un cuarto aquí fuera para verlo a la luz, colocándose las gafas en la frente para ver mejor dado que el problema de la miopía del cerebro más grave que el de los ojos y entonces me surgen en la morra, turbados por el polvo del olvido, escenas antiguas, escenas cercanas, olores, sonidos, recuerdos vagos, cosas que creía perdidas ocultas bajo cosas que no me pertenecían, pertenecían a extraños y no sé por qué motivo se encontraban allí un perro llamado Sporting, un caballero que me trataba de

–Alfredo

yo que no me llamo Alfredo ni conozco a ningún Alfredo, aguanten un poco, esperen, me ha venido una lucecita o lo que creía una lucecita y me he equivocado, la verdad es que no conozco a ningún Alfredo, de repente recuerdo nombres lejanos, Miúdo Malassa, Miúdo Machai, Martelo Chibango, de dónde vienen Dios mío, recuerdo a una mujer que hablaba conmigo

–Kamona

otra mujer de la que no distingo los rasgos de los de la mujer que hablaba conmigo

–Qué

descalzas, con trapos a la cintura, troncos al aire y los dientes serrados, recuerdo un río y niños junto al río, sin nariz, sin dedos, lavándose con los muñones de las manos, recuerdo gallinas minúsculas, hombres fumando en cachimba, a mi padre vestido de verde agarrándome, protegiéndome de otros sujetos vestidos de verde

–A este chaval no lo matéis me lo quedo para mí

en medio de gente tumbada, quieta, con cuerpos sin rostro que ardían en medio de la paja, de crías que ardían, de cabritos, de gemidos no

–Ay Carlos ay Carlos

diferentes, del olor a gasolina al que arrimaban una cerilla, de un sujeto verde a mi padre

–Ya crecerá mi alférez y se vengará de usted

y en esto sin saber por qué empecé a llorar sin sentir nada excepto olor a pólvora, olores de cuerpos y yo en el sillón del salón, debo de haberme dormido un instante y como siempre que me duermo el alma llevando y trayendo misterios que perdía enseguida sin acordarme de ellos, Su Excelencia agitándome en medio de la noche

–¿Qué te pasa que no me dejas descansar?

despeinada, furiosa, con uno de los hombros desnudo puesto que el tirante de la camisa, encarnada, se deslizó sobre el brazo mejorando los gestos hasta que los rasgos se ahogaron de nuevo en la almohada, lejísimos de mí susurrando un

–Negro de mierda

que como es natural no escuché como no escuché hace años

–Siempre me juraron que los negros están mejor armados que los blancos al menos en tu caso es mentira

esto no sonriendo, en serio, cogiéndomela con dos dedos y soltándola, con un labio de desprecio

–Una piltrafa

y una piltrafa es verdad, una especie de rojo avergonzado que escondí en la mano rezando con la esperanza de que ganase vida con el ejercicio y no la ganó, encogía, todo encogía en mí, el orgullo, el estómago, la capacidad de pensar mientras crecía la humillación, nunca habría una mujer en mi cama gritando

–Ay Carlos ay Carlos

nunca tuve la cara de endosarle, triste por mi volumen íntimo, la basura de mi publicidad a los vecinos, tumama tchituamo, lelo kundjanhire, fragmentos de diálogos antiguos escuchados no sé dónde o sea claro que lo sé, en África, solo ignoro qué significan y cómo han llegado aquí, hombres fumando de una sola cachimba con agua que se pasaban entre ellos, mujeres cavando la tierra con un sacho mientras les hablaba un fulano con una escopeta surgido de los cañizos de maíz, la cabra agobiada a la que media docena de perros le estaban quitando la piel, le gustaba desnudar así a Su Excelencia mordiéndole el cuello

–Di ay Carlos ay Carlos

ella tambaleándose agradecida, feliz

–Vosotros negros

arrancándome los pantalones con una prisa ansiosa

–Tan grande

a medida que vacilaba, sangraba, tropezaba con los cascos, se caía pidiendo

–Ahora

no oliendo a animal, oliendo a perfume

–Desgárrame

y yo partiéndola con las uñas, los codos, las rodillas, los dientes que por cierto me falta uno atrás, el médico

–Si le duele avíseme

y cómo podía avisarlo con la garganta llena de instrumentos por no mencionar la luz que me cegaba, curioso cómo una silla crucifica a una persona, el médico curvándose con los alicates sobre el sillón de la sala a la cual Su Excelencia no hay forma de que llegue

(un amante o una tienda, a pesar de los agobios de la tarjeta de crédito todavía prefiero la tienda, los blancos de golpe y porrazo mejor armados que los negros, una pensión baratita, una sábana llena de manchas, un pelo desconocido en la funda de la almohada, un cubo no sé para qué en un rincón)

y por extraño que parezca mientras llega a este apartamento yo muy huérfano, el médico, lo estaba contando, alicate en ristre

–Mientras viene y no viene su esposa le saco tres o cuatro más

a medida que la empleada me absorbía la saliva con un tubito, también con mascarilla, colocando muela tras muela

(tengo cientos)

en el pañito sobre el aparador, entre el Cupido de loza y el jarrón de cristal con media docena de corolas marchitas, de esas que les gustan a las mujeres, sepultadas en una agüilla grisácea, quién se las habrá regalado que no la veo comprándolas porque demasiado caras y hay que obligar a los seductores a horas extraordinarias en el trabajo, al menos con el dentista, válganos eso, aquí conmigo, ahora estará acostada mientras mi padre de camuflaje nos espera en el pueblo, apuesto que junto al muro observando abajo la carretera preguntándole la hora a mi madre y en la carretera solo un camión de vez en cuando, bicicletas, una moto vieja, mi padre que se preocupaba

–¿Habrá habido algún problema?

tirándose del sombrero hacia delante de modo que los soldados dejaron de verle la cara, solo los movimientos rápidos de la boca

–A este chaval ni soñarse que lo matáis me lo quedo para mí

y yo lo entendía porque mi otro padre había estado en la escuela de la misión ahora ruinas que el pasto

(y arbustos y árboles)

derribaba lentamente, hasta un laguito seco había en el medio del claustro, o sea unas columnas de cemento a las que les faltaba el techo destruido por un bazuca, trozos de macetas y una regadera de aluminio en un rincón, el dentista que ordenaba sus chismes en un maletín mirando la regadera abollada cerca de la mesa del comedor

–Ahí no queda mal

mientras me preguntaba

–¿De dónde ha salido esto?

sin acordarme enseguida del claustro, me pareció que la llave de Su Excelencia en la puerta y falsa alarma claro, no hay edificio de mediana edad al que no le gusten las bromas, falsos grifos abiertos, falsas cisternas en el dormitorio, una luz falsa en la terraza porque luz auténtica evidentemente ninguna, el reflejo de una farola de la plazoleta en las traseras donde una agencia funeraria, una carnicería y una escuela de danzas orientales, una vez al pasar por la agencia funeraria vi dentro, sin que se fijase en mí, a una adolescente con los brazos en alto bailando entre ataúdes y velas, en cuanto me dejó con la lengua fuera no sé si por ser negro o por ser persona, creo que por ser negro, ganas de preguntarle

–¿Ya has encontrado algún negro muerto?

no en un poblado, en un ataúd, con corbata como vosotros, zapatos, manos con la palma blanca y el dorso oscuro, la nariz achatada, esa especie de lana en el pelo

–¿No te dan asco?

a Su Excelencia sí o por lo menos yo le daba seguro, cerraba los párpados cuando la tocaba y permanecía inmóvil, un domingo hace meses, después, me pidió apartándose hacia el otro lado del f

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