Los pasos que nos separan

Marian Izaguirre

Fragmento

1

Ya está. Sé lo que ocurre.

Soy viejo y voy a morir. Me enterrarán en un puñado de tierra. Sí… Seré nada en nada de tiempo. Por eso tengo que hacerlo ahora.

También sé que no puedo hacerlo solo, que necesito ayuda. Tiene que ser alguien joven, una energía nueva que me arrastre hacia el lugar preciso donde debo dar las gracias.

Por ella.

Por Edita.

—El taxi, señor.

Eulàlia cerró la cortina y se plantó frente a Salvador Frei con las manos una sobre otra, a la altura del delantal. Se lo quedó mirando, esperando pacientemente a que él abandonara su ensimismamiento, ese estado que poco a poco le iba apartando de todo y de todos, al mismo tiempo que le confería la particular indulgencia de la vejez. Observó cómo recogía lentamente sus cosas de la bandeja que había en el velador y esperó, tiesa y con el gesto huraño, a que revisara el billetero y lo guardara en el bolsillo interior de la americana.

—¿Está seguro de que no quiere que le acompañe mi Toni? —Sí, Eulàlia, completamente seguro. Por Dios…, solo voy a poner un anuncio en el periódico. No es para tanto.

—A ver si se va a tropezar como el otro día y tenemos un disgusto.

Salvador la miró y movió la cabeza a ambos lados. Era un hombre mayor, pero en una primera impresión lo mismo podía tener sesenta que ochenta. Aquel era un día cualquiera de un verano de finales de los setenta, y él llevaba unos dockers de algodón y una chaqueta de verano, más oscura, de un color a medio camino entre el beis y el verde. Alto, bien plantado, con aspecto distinguido y una abundante cabellera de pelo blanquísimo que le costaba mantener bien peinado, parecía un apuesto seductor entrado en años. Luego, cuando se movía, la impresión cambiaba de inmediato. Se notaba que aquel hombre de ademanes lentos llevaba una pesada carga consigo. Quizá tenía que ver con el coste de la vida o con la pereza de seguir adelante.

—Y debería quitarse esa chaqueta —le riñó Eulàlia con tono maternal—. Hace un calor de mil demonios.

Salvador trató de no entrar en una de esas discusiones absurdas. Simplemente asintió al pasar por su lado.

—Vale, Eulàlia, vale. Me voy, que el taxi está esperando. Subió con torpeza los dos escalones que conducían a la puerta. El taxista había aparcado en el vado y estaba fuera del coche, fumando. Salvador le saludó brevemente y se metió en el vehículo.

—A la calle Pelayo, por favor —ordenó antes de que el hombre se sentara—. Voy al edificio de La Vanguardia —añadió—, ¿sabe en qué número está?

El taxista le observó con cara de pocos amigos por el espejo retrovisor.

—Sí —respondió secamente.

Salvador apartó los ojos del retrovisor. Odiaba viajar en taxi, meterse en un vehículo ajeno con alguien a quien no conocía, compartir el humo del tabaco, el olor corporal, la música o los estúpidos comentarios sobre política. Echaba en falta su viejo Ford. Mientras vivía Edita todavía tenía algún sentido conservarlo, pero ahora ya no, era más un inconveniente y una fuente de problemas que una ventaja.

—¿Le molesta el aire?

El taxista había bajado completamente ambas ventanillas. —No —respondió sin demasiada convicción. El chorro que entraba era caliente como el vapor de una cafetera. Se reclinó en el respaldo y cerró los ojos.

Oía el sonido de los otros vehículos cuando pasaban cerca, las motos, los cláxones, el aullido lejano de una sirena, voces y fragmentos aislados de conversaciones que se colaban en el taxi cuando se detenían en un semáforo, los tacones de una mujer en el asfalto… Era una sensación extraña, como si él se estuviera muriendo y el mundo se redujese a esa cantidad inmensa de ruidos inconexos. Seguramente se durmió.

Últimamente solía dormirse con demasiada frecuencia. A veces no diferenciaba los sueños de esos otros recuerdos confusos que le asaltaban en cuanto cerraba los ojos.

La noche. La casa de Spalic.
¿Cómo poner en palabras la intensidad de esas imágenes que vuelven a su mente? ¿Cómo podría explicarlo si un día quisiera hacerlo?

Rossina.

Sus propios pasos jóvenes, deshonestos y culpables. La oscuridad amenazante, el silencio y la traición. Olía a hiedra. Y a lejía.

La palabra que lo defi ne todo es muy común, solo tiene cuatro letras, pero pesa como si encerrase la historia del mundo en su interior.

Robo.

Fue un robo. Así de simple.

—Ha vuelto muy pronto.

Eulàlia había abierto la puerta antes de que él acertara a meter la llave en la cerradura. Salvador suspiró por toda respuesta. Pasó ante el ama de llaves, bajó los dos escalones y se dirigió a la pequeña habitación que le servía de biblioteca.

—Bueno, ¿qué? ¿Ha puesto el anuncio?

Oía los pasos amortiguados de Eulàlia tras él. Sabía que no le dejaría en paz.

—Sí, lo he puesto. Saldrá mañana.
—¿Tan pronto? ¿Para qué? ¿Es que ahora le han entrado las prisas por hacer ese viaje?

La habitación estaba relativamente fresca y en penumbra. Salvador se desplomó en su butaca.

—¿Y para qué tiene que buscar a nadie? Mi Toni podía acompañarle perfectamente.

—Ya lo sé, Eulàlia, ya lo sé. Sería estupendo, pero es que tu Toni no habla inglés.

—¿Y es tan necesario eso?

No quería perder la paciencia, pero al final no pudo contenerse.

—Coño, Eulàlia, que te lo he dicho mil veces… Tenemos que llegar a Yugoslavia, hay que hacer un montón de gestiones y, admítelo, tu Toni no me sirve. No es que no hable inglés… es que no ha salido nunca de Cataluña.

El ama de llaves se estiró como una gallina en posición de alerta.

—Ni falta que hace… No sé yo qué se le ha perdido a una persona como usted, de su posición, en un país donde la gente todavía tiene piojos, que me lo ha dicho en el supermercado una señora, que su hija fue a Yugoslavia de viaje y volvió con piojos… y los cogió en un hotel…

Salvador soltó una carcajada sin poder evitarlo.
—Sí, usted ríase, pero a ver si luego va a venir con cualquier cosa. De esos países no se trae uno nada bueno.

—Anda —terció Salvador un poco más apaciguado—, sírveme un vaso de limonada, que he pasado mucho calor.

—Vaya, por fin dice algo sensato. Señor, qué hombre este… Iba a salir por la puerta, cuando se volvió de improviso. —Ya se me olvidaba. Han llamado de Nueva York. Me han dicho que le volverán a llamar sobre las cuatro.

—¿Quién era? ¿Spencer?

Eulàlia se encogió de hombros.
—Creo que sí, porque no había quien le entendiera con ese acento.

—Vaya, hoy pensaba echarme un rato. Ese Spencer es pesado como él solo.

Salvador se puso en pie y se quitó la americana. La dejó de cualquier manera sobre el brazo del sillón y volvió a sentarse. Parecía agotado.

Eulàlia cogió la chaqueta sin preguntar si podía llevársela. En vez de eso murmuró con el mismo tono cascarrabias:

—Otra cosa, no comprendo por qué no tiene usted una secretaria o alguien que le ayude con el teléfono y las cartas, que yo según qué cosas no sé cómo van… —Y luego, mientras sacudía motas invisibles de la chaqueta, añadió como si hablara sola—: En eso sí que le convendría gastarse los cuartos y no en viajes raros.

Mientras la mujer preparaba la limonada en la cocina, Salvador se quedó quieto y en silencio. A pesar de que las cortinas estaban e

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