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Adiós con el corazón
Era lunes de buena mañana y yo estaba en la cafetería de la octava planta tomándome un café y contándole a mi amiga Isa los desastres de mi cita a ciegas del viernes anterior. Culpa mía, por dejarme convencer por mis amigas de que un año sin ningún tipo de interactuación con el género masculino era demasiado tiempo. Según mi hermana Eva, tienes que tirarte de vez en cuando a un seis en la escala Richter para conseguir desprender el aura follaril suficiente como para atraer a un diez. No sé si me explico; para que yo lo entendiera tuvo que hacerme un diagrama. Teorizar acerca del sexo y la atracción siempre me pareció bastante extraño, pero como haciendo las cosas a mi manera no es que la vida me fuera muy requetebién en ese aspecto…
—¿Cómo pudo ir mal? Pero ¡si era guapo! —se quejó Isa, como si fuese imposible que un tío físicamente atractivo resultara un inútil redomado.
—Lo primero es que no tengo yo tan claro que fuera tan, tan guapo. Desde luego él se creía que lo era. No es que fuera un Orco. Pero le faltaba un palmo. De altura, digo. Bueno, un palmo en general. Y lo segundo es que, chica, llegados a este punto creo que casi ni busco que sea el David de Miguel Ángel. —Suspiré—. Que me guste, que sea aseadito y sin enfermedades mentales a poder ser.
Llevaba tres años soltera desde que Carlos y yo decidimos de mutuo acuerdo que aquella relación no iba a ningún lado. Yo tenía la esperanza de que en ese momento empezaría de verdad mi vida: veintiséis años y soltera. El mundo a mis pies, ¿no? Pues no. Desde entonces mi currículo sentimental se había convertido en una pasarela de sinrazones. Yo pensaba que había aprendido mucho porque me había acostado con varios hombres diferentes, pero lo cierto era que a mis veintinueve años no sabía nada; eso no iba a tardar demasiado en aprenderlo. Ni siquiera tenía idea de lo poco que sabía.
—Entonces, para que yo me aclare…, ¿qué pasó? —preguntó ella mientras mojaba con energía tres galletas en su café con leche.
—Que todo fue estupendo, que él me parecía atractivo, que hasta insistió en pagar la cuenta y que… cuando llegamos a casa…, rasca, mamá.
—¿Cómo que rasca, mamá?
—Que él estaba de lo más entregado y yo estaba allí como el niño del vídeo «David after dentist». Is this real life?
—¿Tan mal?
—Mal habría significado que allí pasó algo, pero si te soy sincera creo que debieron de anestesiarme todos los jodidos puntos erógenos del cuerpo. ¿Sabes ese momento en el que te ves con alguien empujando encima, te vuelve la lucidez y te dices: «A mí quién me manda…»?
—Eh… —exclamó ella con cara de susto. Isa llevaba con su novio desde los dieciséis años y no conocía mucho más.
—Sí, ese momento en el que dices: «¡Joder, qué ascazo! ¡Vete a tu casa!».
—¿¡Lo echaste!?
Tomé un sorbo de café y negué con la cabeza.
—A lo hecho, pecho. Tenía la esperanza de alcanzarlo pero… nada. Que no. De repente lo tenía gritando como un loco que se corría. Nos enteramos los que vivíamos en aquella manzana y probablemente todos aquellos habitantes del distrito de Arganzuela que tuvieran buen oído. Cuando se fue volví a decirme a mí misma eso de que…
—¿Que tienes que ser más exigente a la hora de elegir compañero de cama?
La miré alucinando. Ella era una de las que más habían insistido en que yo volviera «al ruedo» y ahora me decía que tenía que ser más exigente. ¡Por el amor de Dios!
—Pero ¡si llevaba un año sin chuscar! —me quejé—. ¡Si soy más exigente me lo coso!
El primer año y medio después de la ruptura con Carlos había sido más interesante. Tuve dos rollos que duraron unos cuatro meses cada uno pero que me trajeron más dolores de cabeza que orgasmos, la verdad. Después conocí a un chico que me hizo creer que era el hombre de mi vida para, después de prometerme el oro y el moro, intentar desaparecer del mapa porque tenía novia desde los albores de la humanidad. Novia, a todo esto, que estaba al corriente de las canitas al aire de su chico pero que perdonaba por amor ciego. Y ciego casi lo dejé yo cuando le tiré el gintonic a la cara, vaso incluido.
Después, meses de sequía. Meses y meses de quererme yo sola en mi casa (si se le puede llamar casa al armario de Lavapiés en el que vivía). Lo que yo os diga: pasarela de sinrazones. Había algo en las relaciones que trataba de asentar que fallaba de raíz. Algo me aburría en el puro planteamiento de conocer a alguien formal y sentar la cabeza. Y tampoco es que me sedujera mucho la idea de ir de flor en flor. Me daba pereza volver a intentar «ligar», conocer hombres en bares, hacerme la simpática y terminar teniendo una relación sosa con alguien que me echara un mal polvo los sábados. Sí, ya sé, me estaba poniendo en el peor de los supuestos, pero es que mis expectativas románticas dejaban bastante que desear. Estaba segura de que el amor apasionado estaba reservado únicamente a los guiones de cine.
—Tienes que dejar que te presente al primo de Berto —dijo Isa convencida de que el primo tercero de su novio iba a ser el hombre de mi vida.
—Estoy harta de citas a ciegas. De rollos. De mierdas. Se acabó. Vida contemplativa y vibradores.
Nuestro coordinador se asomó y al verme me sonrió quedamente. Eso me asustó. ¿Habría escuchado lo del vibrador? Ese hombre no sonreía jamás de los jamases. Ni siquiera lo hizo cuando nos anunció el nacimiento de su segundo hijo. Estaba a punto de aclararle que por supuesto yo no tenía vibradores en el cajón de la ropa interior (mentira) cuando se dirigió a mí.
—Alba… —me llamó—, ¿puedes venir un momento?
—Esto…, claro —respondí confusa y algo sofocada. Nunca era buena señal que Rodolfo (Olfo el desagradable para los «amigos») te pidiera un momento.
Di el último trago al café y me dije a mí misma que necesitaba un cigarrillo, pero yo ya no fumaba. Mala señal. El apetito fumador solo despertaba ante situaciones de tensión extrema, como acompañar a mi hermana Eva a comprar el regalo de cumpleaños de mi madre. Algo no iba bien.
Cruzamos los pasillos plagados de fotos de portadas de los últimos treinta años. Trabajaba en uno de los periódicos más leídos del país, en la sección de Actualidad Internacional, aunque también escribía para Cultura cuando me lo pedían, que era bastante a menudo. No obstante, el medio para el que trabajábamos había recibido un fuerte envite de realismo en el último EGM. Corría el mes de junio y se avecinaban cambios…
—¿Pasa algo? —le pregunté a mi coordinador.
—Bueno… Ahora te lo explicaremos.
Cuando me vi sentada en el despacho del superintendente me di cuenta de la realidad: iban a echarme. Ni siquiera escuché las primeras palabras del jefe supremo porque empecé a marearme y tuve que concentrarme en mi voz interior, que repetía sin parar: «Alba, no te desmayes».
Bla, bla, bla, «tiempos difíciles». Algo capté. Traté de prestar atención. Bla, bla, bla, «operaciones poco rentables dentro del grupo». ¿Qué tenía eso que ver conmigo? Bla, bla, bla, bla, bla, bla, «reducción de personal».
Me tapé la cara. «No te desmayes» fue sustituido por un «no llores».
—Dios…, no podéis hacerme esto —dije con la voz amortiguada por mis manos.
—No sabes cuánto lo sentimos.
Levanté la cabeza hacia ellos dos, que me miraban con evidente disgusto. Querían terminar con aquello de una vez.
—¿Por qué yo? —pregunté desesperada—. ¡Trabajo bien! ¡He convertido este periódico en mi vida!
—Esto funciona así, Alba. Estamos perdiendo lectores y estamos perdiendo anunciantes, por lo que nos sobran periodistas. La ley de la oferta y la demanda. El mercado.
—Pero ¡¡nosotros somos información!! —dije a la desesperada.
—Somos una empresa que busca rentabilidad.
—Buscamos la verdad —defendí, porque realmente me lo creía.
—¿Sí? ¿Tú crees? —me interrogó con ironía el superintendente—. Mira, Alba, trabajas bien y lo sé, pero piensa en la redacción y ahora dime: ¿quién fue la última en ser contratada? ¿Y quién será la más barata de despedir? Y la que no tiene hijos que mantener ni hipotecas que pagar y que, por su edad, será la que más fácilmente encontrará un nuevo trabajo…
Agaché la mirada hacia mis manos, que había dejado caer sobre mi regazo. No había nada que hacer. Estaba fuera.
—¿Cuándo me voy? —pregunté con un hilo de voz.
—Ya, a poder ser. No queremos que afecte demasiado a la marcha de la redacción.
Salí del despacho y, al verme reflejada en una de las vitrinas llena de premios, me sentí ridícula. Ahí estaba yo, tan ilusa, pensando que era una superperiodista que terminaría desenmascarando una importante red de trata de blancas y que me darían el Pulitzer. Asco de vida. Asco de crisis. Asco de media hora que había perdido aquella mañana en ondularme el pelo con tenacillas. Visto lo visto no había valido la pena ni ponerme bragas limpias.
Cogí una caja vacía de folios de debajo de la impresora y agradecí ser de las primeras en llegar a la redacción. Por allí aún no había más que cuatro gatos caminando como zombies hacia la máquina de café.
Isa apareció cuando estaba empezando a llenar la caja con mis cosas.
—Pero… ¿qué haces? ¡¿Qué ha pasado?!
—Me voy. Me despiden —contesté sin apenas voz.
Isa se echó a llorar y yo cogí aire y pedí al cielo paciencia para no meterle el bote de los lápices por un orificio nasal.
—Tranquilízate. Eso no me ayuda —le dije.
—¡Joder, Alba! ¡Qué puto marrón! —sollozó.
Cogí el corcho y, para no darle con él en la cabeza, me entretuve en descolgar las fotos. Mis amigas y yo en la boda de Gabi. Mis padres. Mi hermana con nuestro gato de ochocientas toneladas, sujetándolo orgullosa como quien aguanta el salmón de diez kilos que acaba de pescar.
—¿Qué vas a hacer? —me preguntó al tiempo que se secaba los ojos y los churretes de rímel con la manga.
—Irme a mi casa y emborracharme. —Porque supongo que es lo típico que se dice en esas situaciones, como en las películas americanas.
—¡Son las ocho y media de la mañana! —Que es lo que esperas que alguien conteste ante tu confesión.
Le di un beso. Respiré hondo y después me marché, haciendo una parada en la garita de seguridad para entregar mi tarjeta de acceso con mucho protocolo. El encargado de aquel turno me miró con ojos de cordero degollado y dijo:
—No te preocupes, ya la habrán desactivado. Puedes llevártela de recuerdo.
«Recuerdo tus muertos», pensé. Pero no lo dije porque aquel hombre no tenía culpa de nada. Seguro que él también temía terminar algún día con todas las mierdas de su cuartito metidas en una caja de cartón. Y él sí tendría mujer, hijos, hipoteca… y hasta un muñeco del Fary.
Cuando llegué a casa pensé en ponerme un gintonic, pero lo cierto es que, por mucho disgusto que tengas, no es lo que te pide el cuerpo a las nueve y pico de la mañana. Así que elegí otra cosa en la que ahogar mis penas: un chocolate a la taza, que encima me salió aguado y terminó siendo como un cacao de baja categoría. Me comí todo lo que encontré en los armarios (incluso un trozo de pan duro) y después me senté en el suelo dispuesta a llorar, pero no me salió ni una lágrima. Loser hasta para llorar.
No voy a entrar en demasiados detalles: los siguientes siete días, con sus siete noches, fueron más de lo mismo. Basura, lloriqueos, rabia y un poquito de abandono. Vamos, que ni me metí en la ducha. Me hundí en el victimismo porque, qué narices, tenía derecho a pataleta aunque solo fuera durante una semana. ¿Diez días? Bueno, lo que me dejaran.
Después de toda una semana viendo Ana Rosa, Hombres y Mujeres y Viceversa, De buena ley, los informativos, los deportes, Sálvame Diario, Pasapalabra y pillarme una turca a continuación, mi ánimo estaba por los suelos. Eso y la salubridad de mi alimentación. Una semana comiendo cosas liofilizadas de esas a las que le añades agua y se convierten en un plato de pasta con mucha salsa. Eso y pastelitos al peso del Mercadona. Se me fue de las manos. Me salieron tres granos enormes en la frente. Olía mal. Me sentía peor. Quería morirme.
Isa intentó hacerme entender que aquella era una fase anterior a levantarme, renacer de mis cenizas y volver al ruedo, pero el único ruedo que yo veía formando parte de mi vida era el del plató de Sálvame. A distancia, eso sí. Ellos allí y yo en mi casa.
Mis padres tenían un disgusto de agárrate y no te menees, pero intentaban disimularlo con discursos motivadores a los que yo no hacía el menor caso. Bla, bla, bla, «aprende de esto». Bla, bla, bla, «tienes que levantarte de la cama». Y lo que no comprendían era que yo ya me había levantado de la cama pero no pensaba hacerlo del sofá. Y de quitarme el pijama ni hablamos.
Pero… una semana más tarde se pasó por casa lo que yo llamo el gabinete de crisis, que son básicamente mi hermana Eva, Isa y mis otras dos mejores amigas, Diana y Gabi. De ahí lo de «Gabi-nete de crisis». Solo se juntaban por cuestiones de gran seriedad, como el outlet bienal de Manolo Blahnik o el despido de la pánfila de Alba, que soy yo, claro.
Trajeron vino con muy buenas intenciones, esperando que brindáramos las cinco antes de abrazarnos y dar por solucionado el problema. Pero me lo bebí yo entero a morro mientras ellas tiraban del culo de la botella y gritaban que emborracharse no era la solución. Soy muy rápida bebiendo: ellas tuvieron que conformarse con un poco de zumo de piña cero por ciento azúcares añadidos.
—Alba, no es el fin del mundo; haz el favor de buscar soluciones —dijo muy firmemente Gabi.
—Lo que es el fin del mundo es la pinta que tienes. ¿Desde cuándo no te duchas? —inquirió mi hermana.
—Albita, tienes que levantarte del sofá y hacer algo. Apuntarte al paro o algo así —propuso Isa.
—Era autónoma, no va a cobrar paro —apuntó Diana.
Me tapé la cara con un cojín esperando a que se callaran y, gracias a la melopea del vino, tras unos minutos con el soniquete de sus cantinelas de fondo me dormí. Cuando desperté ellas no estaban allí pero la casa se encontraba más o menos recogida, tenía comida china en la cocina esperando a ser ingerida y una nota en la nevera en la que ponía: «Mueve ese culo que Dios te ha dado y recupérate. Nosotras estaremos contigo. Pero dúchate antes. Apestas a tigre».
Sonreí, ingerí la mayor cantidad de tallarines tres delicias que pude y después me metí en la ducha, donde pasé un buen cuarto de hora. Después de toda la rutina de belleza habitual, me vestí de persona y me fui a… lloriquear y a buscar mimitos a casa de mis padres. Tampoco iba a comerme el mundo el primer día. Ya era un paso haberme levantado del sofá.
Tres días después, Gabi me llamó para decirme que su prima estaba buscando una administrativa para su empresa, que le había hablado de mí y que pasarían por alto mi falta de experiencia en el tipo de trabajo si salía victoriosa del proceso de selección, en el que me tratarían con mimo. Era el primer paso. Los siguientes los fui dando yo, amargada por dentro de tener que contentarme con un trabajo que no tenía nada que ver con mi vida como periodista y mi sueño de ganar un premio por mi labor de investigación. Sin embargo, algo tenía que hacer para pagar el lujo de vivir sola en aquella especie de armario empotrado que era mi piso. La peor de las derrotas para mí habría sido claudicar y volver a casa de mis padres, donde mi madre me trataría como a un pollito abandonado y regurgitaría la comida para que yo no tuviera ni siquiera que masticar. Eva me ofreció buscar un piso para las dos y compartir gastos ahora que había terminado la universidad, pero, vaya, que conozco a mi hermana y me conozco a mí lo suficiente como para saber que eso acabaría como el rosario de la aurora y terminaríamos siendo un escabroso titular de sucesos: «Dos hermanas se asesinan la una a la otra porque el mando a distancia tenía huellas de Nocilla sobre la tecla del cinco». Sí, lo sé. Demasiado largo.
A la primera entrevista no fui vestida adecuadamente. Pensé que unos vaqueros, camisa y americana estarían bien, pero se trataba de una de esas empresas en las que el dress code exige traje o equivalente. Pedí disculpas a la persona de Recursos Humanos que se reunió conmigo y prometí adecuarme al estilo de la empresa para la próxima ronda, aunque perdí la fe en conseguir aquel trabajo. Sin embargo, sorpresa, sorpresa, volvieron a llamarme.
En la siguiente cita que tuve con ellos me hicieron un test de personalidad y otro de aptitudes, unas pruebas de inglés oral y escrito y nuevamente una entrevista personal, esta vez con otra chica a la que no le caí bien y que no se esforzó en absoluto por disimularlo. Cuando me preguntó qué preferiría ser, si una galleta o un pájaro, pensé que no volverían a llamarme jamás, pero, vaya…, volvieron a hacerlo. Y eso que dije «galleta» (porque las galletas son dulces y alegran la vida y los pájaros volarán muy alto pero muchas veces sus cacas caen a la gente en la cabeza). No me digáis que no es purito milagro que me cogieran…
La última reunión la tuvimos en una oficina diferente donde una mujer de mediana edad se presentó como la coordinadora de secretarias y me hizo la oferta en firme. Al parecer no estaba precisamente cualificada para el puesto, pero lo pasarían por alto; nada como ir bien referenciada. Gabi había vuelto a hacer magia, como cuando te arreglaba antes de una cita y al mirarte en el espejo el gigantesco cráter que había dejado un grano premenstrual ni siquiera se intuía.
Empezaría a trabajar el 7 de julio (San Fermín), momento en el que me explicarían los pormenores de mi trabajo, que al parecer iba a versar sobre reservar restaurantes, organizar agendas, gestionar salas de reuniones y demás.
¿Qué haces cuando se te cae el alma a los pies y a la vez debes sentirte agradecida? Sonríes, pero por dentro esa sonrisa te escuece porque sabes que dice muy poco de ti. Y… te abandonas definitivamente a la desidia. Hasta que algo o alguien te rescata. En mi caso fue… pronto.
2
El momento. Ese momento
Me quedé delante del espejo un buen rato, tratando de reconocerme en la persona que me devolvía el reflejo. Delante de mí había una chica que se me parecía, pero no estaba segura de ser yo; al menos de seguir siendo como era. ¿Sabía realmente cómo era? Bueno, esa pregunta no venía al caso. Seguía teniendo los pómulos cubiertos por unas pocas pecas que el tiempo había disimulado, dos ojos marrones y grandes y una melena ondulada de un color castaño oscuro. Era tirando a alta, con curvas; cuerpo de actriz de los años cincuenta, me decía mi padre, lo que a mí me parecía un enorme eufemismo para pasar por alto que el tamaño de mis caderas no correspondía precisamente a una talla treinta y ocho. En mi cara reinaba una expresión que yo quería pensar que era resabiada, aunque supongo que comunicaba más candidez de la que me gustaría. Labios gruesos. Dientes alineados. Cejas recién repasadas. Sí. Todo estaba igual que el día anterior pero…, vestida con aquel vestido camisero color azul marino, ceñido a la cintura por un cinturón marrón y subida a aquellos zapatos de tacón del mismo color…, no me reconocía. ¿Y mis vaqueros? El hábito no hace al monje, decía siempre mi madre, pero aquel era el uniforme de mi nueva vida, tan diferente a la anterior que tenía que agarrarme a algo tan frívolo como una pieza de ropa para poder mantener el rumbo. Solo un uniforme, me decía, como si fuera una especie de superhéroe que pierde sus poderes al quitarse la capa. Solo era un uniforme para un trabajo eventual. Al quitarme la ropa de oficina volvería a ser Alba, la periodista.
Cogí el bolso de mano, me retoqué el pintalabios en el espejo de la entrada y me marché sin mirar atrás a mi primer día como secretaria. No era un mal trabajo, me decía…, pero no era MI trabajo. Cuando un aspecto de tu vida va mal, los demás deberían alinearse para compensar, ¿no? Ya se sabe: mi vida sentimental es un asco, pero me caso con mi trabajo porque me encanta. O: mi trabajo no me gusta una mierda, pero tengo en casa quien me espere con la cena hecha y la chorra fuera. Yo qué sé.
Sentada en el metro con los auriculares puestos me dejaba agitar levemente por el vaivén del viaje, con la mirada perdida. Eran las siete y media de la mañana y el vagón estaba hasta arriba de gente trajeada que iba al mismo sitio que yo: al centro de negocios de Madrid. Tela gris, asfalto y cristal; ese era el resumen. Respiré hondo. No debía de ser tan diferente a mi anterior trabajo: era dinero al mes. Debía buscar una motivación. ¿Desde cuándo me obcecaba tanto en algo? Lo importante era poder permitirme el lujo de seguir viviendo sola. Lo demás vendría después. El trabajo apasionante y el hombre que me esperara con la polla tiesa en casa. O algo así. Empezó a sonar una canción demasiado melancólica en mi iPod y me apresuré a pasarla. Mejor concentrarse en los ritmos alegres y esperar contagiarme. ¿Algo de salsa? ¿Reggeaton?
En esas estaba cuando sentí un cosquilleo…, esa certeza inequívoca de que alguien te observa. Levanté los ojos y me choqué con la mirada de un hombre moreno, con ojos castaños y labios gruesos. Su mirada era intensa y me recorrió un escalofrío, porque nunca había visto de cerca a nadie como él. Respiré hondo y la electricidad me alcanzó los pulmones. Él dibujó una sonrisa disimulada en la comisura de sus labios y yo volví a mirar mi iPod asustada. Estaba muy cerca. Nuestras rodillas casi se tocaban y sentía su mirada clavada en mí. Era guapo; muy guapo. ¿Tanto? Me aventuré a volver a mirarlo. Allí estaban sus ojos almendrados, rodeados de unas masculinas pestañas negras, como su pelo moreno peinado de manera informal. Esta vez sonrió abiertamente, enseñándome unos dientes perfectos y blancos, y yo… no pude más que contestar con el mismo gesto. Sentí calor sobre mis pómulos y aleteé coqueta las pestañas maquilladas. Con que eso era coqueteo visual, ¿eh? Él desvió la mirada hacia el fondo del vagón y me recreé en la curva de su mandíbula bajo una barba de tres días que, lejos de parecer desaliñada, le daba un aspecto muy sexi. Tenía las piernas largas e iba vestido de traje, sin corbata, con una camisa blanca que se pegaba a su vientre de una manera demencial. Me mordí el labio. Nunca había estado con un hombre como ese. El resto de mi pasarela de sinrazones no se asemejaba en nada a él; ni siquiera parecían de la misma especie. Bajé un poco más la mirada. Cinturón de piel discreto y de buen gusto. Unos centímetros más abajo…, tragué saliva. Ahí estaba, prieto bajo su pantalón, algo hipermasculino y contenido.
Unos dedos martilleando contra su muslo me asustaron y levanté la mirada hacia su cara. Pillada. Sabía con total certeza dónde tenía puestos mis ojos. En su paquete, para más señas. Sonreía descaradamente y a mí el calor de la cara fue contagiándome el resto del cuerpo, de arriba abajo. El hombre se puso de pie. Por Dios. Piernas eternas. Era alto, muy alto. Adoro los hombres altos. Seguro que para besarle tendría que ponerme de puntillas y rodearle el cuello con los brazos (o colgarme de una liana). Nunca había estado con ningún hombre así. Era ese tipo de hombres que parece que harán de ti lo que quieran, que te follarán como en un baile. Un eterno tango en posición horizontal.
Y su paquete a la altura de mis ojos otra vez. Unas gafas 3D no me habrían venido mal.
Cuando se alejó hacia la puerta miré la pantalla de LED del tren y me levanté al ver que anunciaba mi parada. Me agarré a uno de los asideros y esperé a que diera el frenazo final. A mi lado, el desconocido. Uy, qué coincidencia, ¿eh? Un chico me empujó sin querer con una mochila y tropecé con él. ¡Ouh, yeah! Olía a perfume y a sábanas limpias. Dios. Olía a sexo. Lo juro. A sexo descontrolado por la mañana.
—Disculpa —le dije, mientras me arrancaba los auriculares de las orejas y los dejaba colgando de mi cuello.
—Disculpada. —La voz…, por supuesto, le acompañaba.
Me giré y sonrió. Las puertas se abrieron. La gente nos esquivó de camino a la salida y aquel hombre y yo seguimos parados, mirándonos. Cuando fuimos a salir, lo hicimos a la vez, tropezando.
—Tú primero —le pedí.
—No. Ladies first. —Y cada letra era como un caramelo con el centro fundente que se deshacía sobre la lengua.
«Concéntrate, Alba».
Cogí aire y empecé a andar. «Ignóralo», me dije. Me coloqué a la derecha en la escalera mecánica y me agarré al pasamano. Él me adelantó por la izquierda, subiendo los escalones de dos en dos. Una bocanada de aire que provenía de la salida me agitó el pelo y me dio la estúpida sensación de que aminoró el paso para olerme. Loca del coño que estaba hecha, por Dior. Antes de desaparecer me dedicó otra mirada. Y…, joder, definitivamente nunca había tenido a un hombre así. ¿Cómo sería estar con alguien tan deseable? Desde luego no tenía pinta de rascar, como mi última «cita»…
«Concentración», me dije. De pronto me acordé de que iba de camino a mi primer día de trabajo y el agradable cosquilleo de mi estómago se convirtió en náusea. Respiré profundo y anduve con dignidad. Nada de vomitar el primer día de trabajo.
Cuando llegué al edificio, unos conserjes me tuvieron que ayudar a encontrar la recepción. Aún no tenía mi tarjeta de acceso pero me abrieron y la amable señora que reinaba tras el mostrador me anunció que la tendría en un par de días. Y, como una tonta, me senté en un sillón de la recepción a la espera de que la coordinadora de secretarias viniera a por mí. Y debía venir de Sebastopol… porque la espera se me hizo eterna. Para cuando se presentó yo ya llevaba unos cinco minutos entre fantasías culminantes con el desconocido del metro. Y en todas ellas mis bragas terminaban bastante malparadas. Me levanté fingiendo ser una persona mucho más seria de lo que soy y fui a saludarla con dos besos, pero alargó la mano derecha, imponiendo distancia.
—Bienvenida, Alba.
Bienvenida al averno glacial, Alba.
—Muchas gracias, Paloma.
—Esperamos hacerte fácil este periodo de adaptación, así que no dudes pedirnos lo que necesites. Voy a empezar llevándote a tu mesa y después te presentaré a tus compañeros.
Dame cicuta cuando termines; gracias.
Anduvimos sobre la moqueta, que amortiguaba el sonido de nuestros tacones, hasta entrar en una sala dividida por paneles que creaban una especie de cubículos individuales alrededor de las mesas. La luz artificial era lo único que iluminaba la sala y el ambiente resultaba algo triste. Me acordé de la redacción, con sus luminosos ventanales, sus muebles blancos de oficina, sus coloridos carteles por los pasillos. Aquí todo era de un azul horrendo que seguramente alguien eligió pensando en evitar el mayor número posible de suicidios.
Cogí aire y fingí una sonrisa cuando llegamos a mi mesa. Dejé el bolso sobre ella. Había un ordenador portátil plegado con una hoja encima con mis credenciales; a la derecha, un manual.
—Alguien ha ido recopilando información sobre los programas que vas a usar. Parece muy farragoso, pero en una semana te moverás como pez en el agua, ya verás. Ahí tienes una cajonera donde puedes dejar el bolso y…, bueno, hemos dejado unos bolígrafos…
Miré un triste bote negro de plástico con dos míseros bolígrafos, uno rojo y uno azul. Le di las gracias y guardé el bolso en el cajón como ella me había indicado. Después salimos de allí hacia el resto de los compañeros.
—Allí está el baño y al otro lado la cocina, donde hay café, pastas y demás. Para cuando te muevas, tienes un dispositivo móvil que puedes llevarte contigo para no perder llamadas.
Y, dijera lo que dijera, yo asentía sin parar. Se podía haber cagado en toda mi estirpe que a mí me habría parecido fenomenal.
Después empezó a presentarme a gente. Recé por concentrarme un mínimo y recordar algún nombre, pero se me olvidaban en el mismo momento en el que me concentraba en el siguiente. Todos me parecieron simpáticos. La plantilla estaba formada por un montón de hombres de unos cuarenta, agobiados, alopécicos, vestidos con camisa de manga corta con corbata, dispuestos a ser majos con la nueva a la vez que le daban un repaso de arriba abajo. Me vino a la cabeza el comentario que me había hecho mi hermana la noche anterior: «Cuando te presenten a tus compañeros piensa que alguna vez en su vida se la pelarán pensando en ti. Y no lo digo yo. Es la conclusión del estudio de una prestigiosa universidad canadiense». Dios. Lejos de resultarme erótico, me dio repelús. Las mujeres, por su parte, me saludaban con una sonrisa fingida y al girarme me miraban con desdén, seguramente impacientes por que llegara la hora del café y pudieran criticar mi vestido o mis zapatos. Eso o yo era muy mal pensada.
Giramos en un pasillo en forma de ele y siguió presentándome a gente. No eran tantos; apenas veinte o veinticinco, pero me sentía como Alicia en el País de las Maravillas, cayendo a través de la madriguera del conejo. Eran muchos nombres nuevos; me tranquilizó pensar que terminaría memorizándolos, pero por aburrimiento más que por interés. Joder, Albita. Tenía que quitarme de encima aquella desidia.
Paloma, la supervisora de secretarias y guía turística en ese preciso instante, llamó la atención de alguien que llegaba.
—Nicolás…, esta es Alba. Es la nueva secretaria de planta.
Secretaria…, pensé. «Ni siquiera sé qué significa en realidad», me dije. Pero no me pude concentrar en ese pensamiento, porque se diluyó cuando él se vació los bolsillos sobre la mesa y me miró. No sé explicar lo que sentí…, lo más cerca es decir que fue como si el suelo se hundiera bajo mis pies. Un viaje en el estómago. Una bofetada de calor en las mejillas. Aquel hombre era…, ¿qué coño era? Era un jamelgo de impresión. Tenía unos ojos azules oscuros y fríos que destacaban en un rostro de rasgos algo aniñados. Sexi, morbo, oscuro. Lucía una barba clara de tres o cuatro días; el pelo, a conjunto, desordenado y castaño claro, casi rubio. Pelo de recién follado. Pelo de follador recién follado. Pelo de «mírame, Alba, pero que te cuelgue un poco la baba mientras lo haces».
El corazón empezó a palpitarme con fuerza cuando él me inspeccionó durante unos segundos. ¿Desde cuándo era yo tan impresionable? Alargó la mano hacia mí y nos dimos un apretón formal e impersonal. Tenía las manos suaves y sentí que algo conectaba su tacto con mis bragas, como si él supiera hacer muchas cosas bajo ellas.
—Bienvenida, Alba.
Dije gracias, pero no me escuché. La voz de ese chico era jodidamente sexi. ¿Qué no lo era en él? Llevaba un traje sencillo, de color azul marino y una camisa de color azul pálido con el primer botón desabrochado. Se entreveía la piel de su garganta y seguro que tendría el pecho cubierto de un vello masculino y…
Paloma interrumpió mis fantasías preguntándole algo sobre darme las claves de acceso para el sistema de facturación. Mientras contestaba, Nicolás se quitó la americana en un movimiento de hombros y la colgó del respaldo de su silla. Después, el muy cabrón se entretuvo en doblar las mangas de su camisa hasta los codos ante mi atenta mirada y mis apenas controlables deseos de arrancársela y hacerme un collar con los botones. Tenía los antebrazos perfectos; ese tipo de antebrazos que imaginas sujetando su peso mientras te folla como un animal.
—¿Vale, Alba?
—¿Perdón? —pregunté embobada.
—Decía que si tienes algún problema con el tema de la facturación puedes preguntarle a Nicolás.
—No es mi trabajo —aclaró él con voz grave, dejando claro que no iba a convertirse en mi «ayudante»—, pero se me dan bien los números. Lo resolveremos rápido.
Asentí y le vi repasarme de nuevo con su mirada. Miró mi pelo, mis ojos, mis labios, mis pechos. Sentí calor ardiéndome debajo de la piel. Su mirada siguió resbalando por mi cintura, mis caderas. Era como si pudiera tocarme y desnudarme con el aleteo de sus pestañas. Sentí la piel de las mejillas palpitarme de calor. Y sin embargo seguía sin quedarme claro si le gustaba lo que veía.
—Nicolás suele llevar corbata —comentó Paloma en un tono reprobador.
—Y la llevo. —La sacó del bolsillo interior de su americana de un tirón y levantó el cuello de la camisa para ponérsela—. Lo dicho: bienvenida.
Y con ello, claramente, nos despachaba de aquel rincón: su rincón.
Totalmente turbada me concentré en el golpeteo de mis zapatos sobre el suelo enmoquetado. Dos de los hombres más guapos que había visto en mi vida en la misma mañana… Y Alba, la que ahora iba disfrazada de oficinista, hacía demasiado tiempo que no se sentía ir de verdad entre las manos de un tío. Ya podía concentrarme en el manual porque no me apetecía nada imaginarme a mí misma babeando como una quinceañera mientras él, inclinado en mi mesa, trataba de solucionar rápido mis dudas. Rápido. No tenía pinta de ser rápido para todo…
Paloma volvió a despertarme.
—Tienes suerte, empiezas en horario reducido. Ahora y hasta el 15 de septiembre solo trabajamos por la mañana, con veinte minutos para comer.
—Qué bien —asentí.
—Ahí fuera hay un par de tiendas que preparan comida para llevar. Ensaladas, sándwiches, ya sabes. Ah, mira, aquí está el último. Con él ya terminamos.
Estaba de espaldas, apoyado en la impresora, con la camisa blanca arremangada y maldiciendo. Alto, muy alto; tenía una espalda masculina, ancha y perfecta, de las que imaginas agarrando con uñas y dientes mientras te monta. Cuando se giró, un «mierda» enorme se pintó al óleo en mi cabeza. Las rodillas me temblaron. Moreno, ojos castaños, nariz afilada, labios carnosos, mentón varonil cubierto de barba de tres días y el cuello más perfecto y sexi del mundo. Era…, era el hombre del metro.
—Hugo, esta es Alba, la nueva secretaria.
Lo de secretaria ahora me dio exactamente igual. Me concentré en esa sonrisa descarada que demostraba que también me había reconocido. Perfecto, coqueteando con alguien del trabajo antes incluso de empezar. Me puse nerviosa y me moví tontamente sin saber si darle la mano, como venía siendo la costumbre en esta oficina, o acercarme para darle dos besos (o hacerle una paja, no sé), pero él tomó la iniciativa, acercándose y parando mi baile a lo Chiquito de la Calzada. Mis fosas nasales fueron invadidas por su olor a la vez que mi vientre concentraba un nudo de calor.
—Bienvenida, Alba. —Me dio dos besos apoyando su mano en mi cadera y después se volvió a erguir, con su probable metro noventa—. ¿Qué tal? ¿Te trata bien Paloma?
—Sí. Mucho. —Sonreí.
—No dejes que te agobie ya el primer día con normas y esas cosas. Iremos aprendiéndolo todo juntos, ¿vale?
Y el verbo aprender conjugado por esa boca era lo más jodidamente erótico que había escuchado. Me veía aprendiendo cómo le gustaban a él las mamadas y el café matutino. Pestañeé y me concentré. Demasiado tiempo sin un buen polvo. Aquel no era mi estilo. Coqueteo visual en el metro, turbación al conocer a uno de los compañeros y ahora aquello…
—¿Qué te pasa con la impresora? —le preguntó Paloma.
—Otra vez se engancha. Creo que por las noches alguien juega a fotocopiarse el trasero ahí encima —bromeó, y cuando me miró nos imaginé a los dos encima de aquel maldito cacharro—. ¿Podríais llamar para que la reparen?
—Alba se encargará en cuanto se siente.
Mi primera labor: llamar a mantenimiento. Apasionante.
Me senté a mi mesa y me tranquilicé, asegurándome a mí misma que cruzar dos o tres miradas con alguien en el transporte público no iba a llevarme al infierno. Después decidí concentrarme en instalar todos los bártulos que había traído conmigo. Un calendario. Una taza de Mr. Wonderful con el mensaje «Si puedes soñarlo puedes hacerlo» que en aquel preciso instante solo podía relacionar con que cualquier pesadilla puede hacerse realidad. Pesadilla…, sueños húmedos. Entre tanta camisa de manga corta con corbata, ese tal Nicolás y Hugo eran como un oasis para la vista. Los dos guapos, bien vestidos; uno tan distante y sexi, el otro tan simpático y atractivo.
Saqué también una foto de las chicas y la colgué en una de las paredes con una chincheta que encontré en el primer cajón de mi book. Allí me miraban todas. Mi hermana Eva, con su pinta de no haber roto un plato en su vida, perfecto disfraz para alguien tan travieso como ella; incontrolable, sí, pero por la propia ingenuidad que no le permitía ver que a veces vale la pena ponerse filtro antes de hablar. Isa, con la candidez de una virgen, sonriendo a más no poder, vestida con ese estilo «pan sin sal» que le había inculcado su madre. Diana, con gesto perverso, porque quería ligarse al chico que estaba haciéndonos la foto. Y Gabi, que ya desde una fotografía me reprochaba tener la entrepierna mucho más despierta que el cerebro el primer día de trabajo. Y allí, en el centro, yo, Albita; la noche que nos hicimos aquella foto celebrábamos mi veintisiete cumpleaños y yo creía que tenía todas las puertas del mundo abiertas.
Ya bastaba de pensar. Abrí el ordenador, pulsé las credenciales para meterme en mi sesión y rescaté el cuaderno que había traído conmigo, donde apunté todo lo que se me ocurrió, además de mi usuario y password.
Cuando le eché un ojo al manual me sorprendí muy gratamente porque estaba redactado a conciencia. Clasificado por orden alfabético, era algo así como la biblia de la secretaria eficiente. En la «f» encontré un apartado sobre la fotocopiadora que catalogaba los posibles problemas que podían surgir y a quién llamar en cada caso. Solo descolgué el teléfono, marqué, me identifiqué y en menos de diez minutos el atasco estaba solucionado y pude hacer las primeras pruebas de impresión. Volvía orgullosa hacia mi cubículo cuando me crucé con Hugo, al que informé (sin mirarle mucho) de que ya podía imprimir. Él como contestación dibujó en sus labios una sonrisa tan porno que debería ir acompañada de dos rombos.
—Cuánta eficiencia… —dijo con un tono que me pareció insinuante. Me giré y le eché un vistazo. Dios. Qué sexi…—. Digo que cuánta eficiencia —repitió.
—Pues aún no has visto nada… —contesté.
Después… emprendí la huida. Cuando giré el recodo me quise morir. Pero ¿qué hacía yo jugueteando verbalmente con alguien del trabajo en mi primer día? ¿Era esa la fama que quería tener? ¿Por qué narices no me centraba?
Al volver a mi mesa, un email me avisó de que alguien necesitaba que transcribiera unas notas tomadas a mano y que uno de los directores tenía una reunión con alguien del equipo y un externo y necesitaba que se le sirviera la comida en su despacho a la una y media, por lo que tenía que llamar al catering.
Bendito manual: en la «c» de catering estaba todo.
A las doce y media de la mañana yo seguía tecleando un disparate que alguien había considerado un buen briefing. Era un tostón en el que se hablaba sin parar de los beneficios alcanzados por las empresas de hidrocarburos en el último trimestre del año anterior. El estómago me rugía, pero intenté aplazar el tema de aventurarme a esa cocina que Paloma había señalado para ir en busca de un café.
En medio de un tedioso párrafo sobre resultados antes y después de impuestos, alguien se asomó a mi cubículo, como aparecida de la nada, y me dio un susto de muerte. Era una chica con una espesa melena tirando a rubia, con ojos claros, alta y muy guapa. Me saludó muy sonriente con un gracioso acento y se presentó como Olivia. Me levanté agradecida por la sonrisa y por la atención.
—Perdona el susto. —Se rio.
—Nada —dije sonrojada—. Estaba aquí enfrascada. Creí que me habían presentado a todo el mundo del departamento.
—¡Ah! ¡Claro! Como que no soy de este departamento. Soy la secretaria de la planta de arriba. ¿Te ha gustado el manual?
Miré el que ya consideraba mi mejor amigo en la oficina y después a ella.
—¡¿Este manual es tuyo?!
Asintió con una sonrisa.
—¿A que es una maravilla?
—¡Es una puta pasada! —Me dieron ganas de chocarle la mano pero no la conocía de nada e iba a quedar como una loca, así que me abstuve.
—¿Te apetece un café?
—Pues… sí. Pero… —Miré el teléfono.
Ella se acercó al ordenador, pulsó un par de clics y después me pasó un cruce entre móvil y telefonillo inalámbrico.
—Ya puedes.
La cocina tenía de cocina lo que yo de Gisele Bündchen. Las dos hembras humanas, fin de los puntos en común. Pues igual. Era una habitación con baldosas tan azules y tristes como el resto de la oficina. Tenía dos microondas, una nevera, unos armarios y una cafetera. Olivia se acercó diligente a los armarios y sacó un tarro con un montón de cápsulas de café, un bote de sacarina y una cajita de galletas.
—Bueno, Alba, ¿no? ¿Qué tal el primer día?
—Pues bien…, creo. Gracias a ese manual esto no está resultando un infierno.
—Si te surge alguna duda, buscas mi extensión y me das un toque. Olivia del Amo. Lo que sea, tú llámame.
Se lo agradecí con una sonrisa y ella me pasó uno de los cafés.
—¿Qué tal te han acogido? Parecen un poco rancios así de primeras, pero son buena gente. Te harás con ellos.
—Eso espero. Ya no me acordaba de lo duro que es ser la nueva.
—Habrá quien te lo ponga más fácil, como en todos los sitios. —Suspiró apagando la cafetera y endulzando su café.
—Como tu manual.
—¡Coño mi manual! ¡¡Yo!! —Se rio—. ¡Que no se hizo solo!
Las dos nos echamos a reír y me ofreció una galleta, que acepté y comencé a roer.
—¿Tienes novio? —me preguntó—. ¿O estás casada?
—Soltera y libre como el viento —contesté.
—Y yo. —Sonrió—. Lástima que aquí no encontraremos al hombre de nuestros sueños, me parece a mí. Da gracias si hay alguno que no ha perdido el pelo.
—Donde pongas la olla, ya sabes cómo acaba la frase.
—Leí el otro día en SModa que la mayor parte de las parejas actuales se crean en el ámbito laboral. Me imaginé calzándome a alguien de la planta de arriba y por poco no me dio una apoplejía. ¿Tú has visto a mi jefe? Oh, Dios, ¡¡qué horror!!
—No tengo el gusto. —Sonreí—. Ni siquiera tengo el gusto de haber visto al mío.
—Ni lo verás. En tu puesto es como si no tuvieras. Con la única con la que tienes que tener ojo es con Paloma. El resto…, por mucho que se den aires de grandeza, no son tus jefes.
—Es un alivio. No tengo experiencia en esto y…
—Ahora venimos todas de otros trabajos. La crisis. —Se encogió de hombros—. Yo soy organizadora de eventos. ¿Y tú?
—Periodista —dije con la boquita pequeña.
Cuando estaba a punto de preguntarle más sobre su formación, el aparato infernal que llevaba conmigo se puso a vibrar.
—¿Sí? —contesté. Escuché la voz de la chica de recepción diciéndome que acababa de llegar la comida. Miré el reloj. Era ya la una—. Voy enseguida. Gracias. —Colgué—. Me tengo que ir. Mi jefe, ese que dices que no es mi jefe, tiene una comida en su despacho y tengo que organizarlo.
—¿Quién es?
—No lo sé. El director comercial o algo así.
—Ah. Ya. Le gusta que las servilletas sean de tela y los vasos de cristal. Es de morrete fino. Lo tienes todo en un almacén que está contiguo a recepción. Allí te darán las llaves. Y no dejes que te mangonee mucho. Cuando quiere, es de armas tomar.
La miré de reojo.
—Ya me explicarás tú cómo sabes tanto.
—Ya te lo explicaré yo… —Me guiñó el ojo y me apremió a que me marchara. Ella siguió allí comiéndose una galletita.
Corrí a la recepción y firmé el recibo del mensajero. Después la recepcionista me abrió el pequeño almacén y pude organizarlo todo. Me interrumpieron dos veces con llamadas en el trasto infernal, que me enganché en el cinturón, y, como aún no había mirado en el manual cómo pasar llamadas, tuve que correr por toda la oficina como una palurda para entregar el cacharro en mano a la persona indicada, aunque como no había memorizado bien los nombres nunca fue la persona indicada.
Al final, cuando ya lo tenía todo preparado en un carrito, me di cuenta de que no tenía ni la más remota idea de dónde estaba el despacho. Pregunté en recepción y me dieron unas confusas indicaciones que parecían los pasos para bailar La Yenka (izquierda, derecha, adelante y atrás, un, dos, tres) y me encontré delante de una puerta cerrada en la que ponía: «Hugo Muñoz, director comercial». ¿Hugo no era… el del metro?
Tragué saliva, me llamé imbécil unas doce veces seguidas y después di un par de golpecitos a la puerta. Se escuchó un escueto «Pasa» y yo abrí y entré empujando el carrito.
—Hola. Disculpe, vengo por lo de su comida.
Allí, sentado en su silla y moviéndose a izquierda y derecha, estaba Hugo, algo repantingado, sin corbata, con el botón del cuello desabrochado y en mangas de camisa. En su cara brillaba una sonrisita burlona que aún lo hacía parecer mucho más atractivo. Si alguna vez se me había pasado por la cabeza cualquier fantasía erótica con un hombre trajeado dentro de una oficina… seguro que se parecía demasiado a esta imagen.
—Vienes por lo de mi comida, dices…
Vale, me di cuenta de que sonaba… raro.
—El catering —aclaré.
—Ajá —contestó él.
—¿Dónde quiere que lo monte?
Hugo se tapó los ojos y fingió no estar riéndose.
—Ay, Dios, si te contesto a eso rozaríamos el acoso sexual. Y es tu primer día.
Parpadeé, tragué saliva y señalé una mesa auxiliar que tenía a un lado del despacho con cuatro sillones alrededor.
—¿Ahí le parece bien?
—Sí. Pero no me hables de usted. No debemos de llevarnos muchos años, me parece.
Empecé a dejar bandejas y le miré. Se había puesto de pie y parecía ofuscado mientras trataba de colocarse la corbata. Dios…, qué sexi. Sumémosle la e