Infiel

Joyce Carol Oates

Fragmento



Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Cita

Primera parte

Au Sable

Fea

Amante

Sudor de verano

Preguntas

Físico

Amor por las armas

Segunda parte

Infiel

El pañuelo

¿Y entonces qué, vida mía?

Secreto

Tercera parte

Idilio en Manhattan

Asesinato en segundo grado

La vigilia

Estábamos preocupados por ti

El acosador

La vampiresa

Tusk

La novia del instituto

La víspera de la ejecución

En *COPLAND*

Agradecimientos

Notas

Sobre la autora

Créditos

Grupo Santillana

00-Dedicatoria

Estas historias son para Alice Turner y Otto Penzler

01-Cita

Cuando no se ama demasiado,

no se ama lo suficiente.

PASCAL

02-Primera parte

Primera parte

03-Au Sable

Au Sable

Agosto, primera hora del atardecer. En la quietud de la casa en la zona residencial, sonó el teléfono. Mitchell dudó sólo un momento antes de levantar el auricular. Y allí estaba el primer tono discordante. La persona que llamaba era el suegro de Mitchell, Otto Behn. Hacía años que Otto no llamaba antes de que la tarifa telefónica reducida entrara en vigor a las once de la noche. Ni siquiera cuando hospitalizaron a Teresa, la esposa de Otto.

El segundo tono discordante. La voz.

—¿Mitch? ¡Hola! Soy yo, Otto.

La voz de Otto sonaba extrañamente aguda, ansiosa, como si se encontrara más lejos de lo habitual y estuviera preocupado por si Mitchell no podía oírle. Y parecía afable, incluso optimista, algo que por entonces le ocurría con poca frecuencia cuando hablaba por teléfono. Lizbeth, la hija de Otto, había llegado a temer sus llamadas a última hora de la noche: en cuanto contestabas el teléfono, Otto soltaba una de sus cantinelas, sus diatribas llenas de quejas, deliberadamente inexpresivas, divertidas, pero subrayadas con una cólera fría al antiguo estilo de Lenny Bruce, a quien Otto había admirado sobremanera a finales de los cincuenta. Ahora, con sus ochenta y tantos años, Otto se había convertido en un hombre enfadado: enfadado por el cáncer de su esposa, enfadado por su «enfermedad crónica», enfadado por sus vecinos de Forest Hills (niños ruidosos, perros que no paraban de ladrar, cortadoras de césped, soplahojas), enfadado por tener que esperar dos horas en «una cámara frigorífica» para su resonancia magnética más reciente, enfadado con los políticos, incluso con aquellos para los que había ayudado a solicitar el voto durante su época de euforia, cuando se jubiló de su puesto de maestro de secundaria quince años antes. Otto estaba enfadado por la vejez, pero ¿quién se lo iba a decir al pobre hombre? No sería su hija, y menos su yerno.

Aquella noche, sin embargo, Otto no estaba enfadado.

Con una voz agradablemente cordial aunque algo forzada, preguntó a Mitchell por su trabajo como arquitecto de espacios comerciales; y por Lizbeth, la única hija de los Behn; y por sus preciosos hijos ya mayores y emancipados, los nietos a quienes Otto adoraba de pequeños, y siguió así durante un rato hasta que por fin Mitchell dijo nervioso:

—Mmm, Otto... Lizbeth ha ido al centro comercial. Volverá a eso de las siete. ¿Le digo que te llame?

Otto soltó una carcajada. Podías imaginarte la saliva brillándole en los labios gruesos y carnosos.

—No quieres hablar con el viejo, ¿eh?

Mitchell también intentó reír.

—Otto, hemos estado hablando.

Otto respondió con más seriedad.

—Mitch, amigo mío, me alegro de que hayas contestado tú en lugar de Bethie. No tengo mucho tiempo para hablar y creo que prefiero hacerlo contigo.

—¿Sí? —Mitchell sintió cierto temor. Nunca, en los treinta años que hacía que se conocían, Otto Behn le había llamado «amigo». Teresa debía de haber empeorado otra vez. ¿Quizá se estuviera muriendo? A Otto le habían diagnosticado Parkinson tres años antes. Aún no era un caso grave. ¿O quizá sí?

Sintiéndose culpable, Mitchell se dio cuenta de que Lizbeth y él no habían visitado a la pareja de ancianos en casi un año, aunque vivían a menos de trescientos cincuenta kilómetros de distancia. Lizbeth cumplía con sus llamadas telefónicas

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