Índice
Portadilla
Dedicatoria
Prólogo del autor
Mink
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Linda
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Flem
Doce
Trece
Catorce
Quince
Dieciséis
Diecisiete
Dieciocho
Notas
Sobre el autor
Créditos
Para Phil Stone
Prólogo del autor
Este libro es la última parte y la recapitulación de una obra concebida y empezada en 1925. Como al autor le gusta creer que el trabajo de toda su vida es parte de una literatura viva, y tiene la esperanza de que así sea, dado que «vida» es «movimiento», y «movimiento» es cambio y transformación, y que, por consiguiente, la única alternativa al movimiento es su falta, es decir, la estasis, la muerte, no duda de que se encontrarán discrepancias y contradicciones en el progreso de esta crónica a lo largo de treinta y cuatro años; el objeto de esta nota es, sencillamente, hacer saber al lector que el autor ha encontrado ya más discrepancias y contradicciones de las que espera que descubra el lector; contradicciones y discrepancias debidas al hecho de que el autor ha aprendido más, al menos eso cree, acerca del corazón humano y de sus dilemas, de lo que sabía hace treinta y cuatro años; y está convencido de que, después de haber vivido con los personajes de esta crónica todo ese tiempo, los conoce mejor que cuando empezó a escribir acerca de ellos.
WILLIAM FAULKNER
Mink
Uno
El jurado dijo «Culpable» y el juez «Cadena perpetua», pero Mink no los oyó. No estaba escuchando. En realidad no había sido capaz de escuchar desde aquel primer día en que el juez golpeó repetidamente con el pequeño mazo de madera la mesa situada sobre el estrado hasta que él, Mink, volvió los ojos, fijos en la puerta más alejada, para ver qué demonios quería aquel individuo, y el otro, el juez, adelantando el cuerpo por encima de la mesa, le gritó: «¡Escúcheme, Snopes! ¿Mató a Jack Houston o no lo mató?» y él, Mink, respondió: «No me moleste ahora. ¿No ve que estoy ocupado?». Luego volvió la vista hacia la puerta del fondo, gritando, él también, hacia, contra, por encima de la pared de insignificantes rostros descoloridos que le rodeaba: «¡Snopes! ¡Flem Snopes! ¡Alguien que vaya a buscar a Flem Snopes y que lo traiga! ¡Le pagaré..., Flem le pagará!».
Porque no había tenido tiempo de escuchar. De hecho, el primer viaje desde la celda hasta el tribunal, que hizo esposado al ayudante del sheriff, no fue más que una estúpida injerencia, de una imbecilidad verdaderamente escandalosa, y una interrupción, como todos los trayectos y traslados posteriores, siempre esposado, a la solución final de los problemas de los dos —los suyos y los de la maldita Justicia—, cuando lo que tenían que hacer era limitarse a esperar un poco y a dejarlo tranquilo: permitirle vigilar, las manos sucias asomando entre los mugrientos intersticios de los barrotes de la ventana, atendiendo, durante los largos meses desde que lo detuvieron hasta el comienzo del juicio, a lo que era su más imperiosa necesidad.
Al principio, durante los primeros días tras los barrotes de la ventana, tan sólo le impacientaba su propia impaciencia y —sí, también lo admitía— su misma estupidez. Mucho antes de que llegara el momento en que tuvo que apuntar y disparar, sabía que su primo Flem, el único miembro de su clan que poseía el poder (y los motivos), o del que al menos se podía esperar que le librara de las consecuencias de su acción, no estaría allí para hacerlo. Sabía incluso por qué Flem tardaría al menos un año en volver; Frenchman’s Bend era demasiado pequeño: todo el mundo estaba al cabo de la calle acerca de todo, y habían comprendido que el viaje a Texas no era más que una excusa, incluso sin la conmoción y los interminables comentarios que la chica de los Varner había causado desde que ella misma (o quienquiera que fuese) descubrió la primera sombra de vello en sus partes, por no hablar de la última primavera y verano, cuando el condenado McCarron localizaba a todos sus rivales y se peleaba con ellos hasta ponerlos en fuga como si fueran machos tras una perra en celo.
Así que mucho antes de que Flem se casara