Palabras de placer (Trilogía del placer 2)

Elena Montagud

Fragmento

cap-1

1

Estoy viendo a otro hombre.

Tras oír las palabras pronunciadas con esa voz que adoro, vuelvo la cabeza, con la boca entreabierta, y contemplo a la hermosa mujer que ha entrado en mi habitación como una histérica. Tomo asiento en la cama que hemos compartido cada noche durante tanto tiempo y parpadeo, confundido. No debo de haber oído bien. Esas palabras no tienen ningún sentido después de más de seis años. Seis años adorándola día tras día, despertándome a su lado, dibujando huellas de placer y amor en unas sábanas que ahora se me antojan irreales.

—¿Qué? —pregunto con una sonrisa.

Y en ese mismo instante me arrepiento de estar comportándome de esa forma, de ser tan confiado, además de indulgente y altruista. Pienso que quizá lo que a ella le molesta es que, precisamente, le tolere todo.

—Me he acostado con otro hombre, Héctor —repite.

Permanezco en silencio durante unos segundos, tratando de asimilar lo que acaba de decirme. La cojo de la mano, a pesar de que se muestra algo reacia. En ese momento recuerdo todas las veces en las que mi preciosa novia me ha asegurado que únicamente iba a tomar unas copas con unas amigas que no conozco o que tenía que quedarse un par de horas más en el trabajo. Al principio, esas ausencias fueron esporádicas. Sin embargo, poco a poco han ido aumentando y cada vez son más habituales. ¿Y yo qué he hecho? Tan solo callar y alegrarme cuando ella regresa y, de nuevo, se acuesta a mi lado.

—Ha sido un desliz, mi amor. Quizá habías bebido una copa de más, y además hace tiempo que no hacemos nada, por unas cosas o por otras… Mira, hay hombres que no perdonan una infidelidad, sea la que sea, ni siquiera las de una noche por un error, pero yo te quiero demasiado y no estoy dispuesto a perderte por…

Para mi desconcierto, se levanta con un rugido y me deja con la palabra en la boca. Está furiosa. Y tengo claro que soy yo quien le provoca ese sentimiento.

—No ha sido solo una vez, Héctor. —Esa frase atruena en mis oídos. Cierro los ojos y trato de convencerme de que me está gastando una broma o de que estoy inmerso en una pesadilla. Sin embargo, se acerca y me coge de la barbilla, moviéndome el rostro de un lado a otro, obligándome a mirarla—. Han sido muchas. Cada vez que te decía que me quedaba en el trabajo o que había quedado con una amiga, me iba con él. Somos amantes.

Observo esos labios que tanto amo, con su característico carmín anaranjado. Entiendo que cualquier hombre se sienta atraído por ella porque, al fin y al cabo, es preciosa. ¿Cómo he estado tan ciego? ¿Cómo no se me había ocurrido que, alguna vez, podían arrebatármela?

—¿Lo amas?

Ella no responde, por lo que me aferro a ese momento de duda con tal de mantener la esperanza. Continúo convencido de que me quiere a mí, que tan solo ha cometido un error porque se siente perdida, o qué sé yo. Me levanto y alargo los brazos para abrazarla, pero no me lo permite. Se deshace de mí con un gesto de impaciencia.

—Lo superaremos, cariño, en serio. Solo es un bache. Todas las parejas los tienen. Lo olvidaremos y trataremos de ser tan felices como antes.

Y, mientras suelto esas frases, caigo en la cuenta de que no sé cuándo lo fuimos. No consigo recordarlo. Quizá la felicidad jamás estuvo presente en nuestra relación y yo me mentía. Y medito acerca de si, realmente, es una buena idea perdonarla, hacer como si nada hubiera ocurrido y continuar con nuestra relación como hasta ahora. En mi interior algo me avisa de que cavaré mi propia tumba si le pido, por ejemplo, que nos acostemos una vez más, aun sabiendo que otro la ha acariciado poco antes. A lo mejor me promete que no volverá a ocurrir. Y entonces ¿cómo sabré si dice la verdad? Al fin y al cabo, soy consciente de que abandonar aquello que resulta prohibido es muy difícil. ¿Acaso le gusta la adrenalina? ¿La sensación de ser admirada por otros hombres? ¿Sentir que, a diferencia de la nuestra, en otras relaciones ella no tiene el poder? Me asusto de mis propios pensamientos. Se me encoge el estómago al pensar que es muy posible que no le baste con nuestro futuro. Hace mucho tiempo, cuando aún éramos unos críos, me confesó que fantaseaba con un hombre que le dijera palabras sucias, con uno que le prometiese que iba a llevarla a la Luna… pero por placer. Sé que, aunque no me lo demuestre, le encantaría que le metiese la mano bajo la falda cuando hay gente delante, que le hiciese el amor bien duro, sin promesas o te quieros. Pero yo… no soy capaz de darle todo eso.

Intento abrazarla, y de nuevo se esfuma. Y lo hace literalmente. Solo hay vacío frente a mí. Siento un horrible mareo. Cierro los ojos para tranquilizarme, y cuando los abro ya no estamos en la habitación, sino que me veo desde fuera. Hay otro Héctor delante de mí, pero no puede verme. Tampoco la mujer que entra en casa oliendo al perfume de otro hombre. Observo a ese Héctor decaído y se me arruga el corazón. Entonces él se abalanza sobre ella, comienza a desnudarla y le descubre un chupetón en el pecho. Quiero gritarle que no sea tan estúpido, que la deje marchar de una vez por todas, pero no sale ningún sonido de mi boca. Sigo a ese Héctor que vocifera hacia el dormitorio y saca unos cuantos juguetes sexuales que, evidentemente, jamás han usado. Ella se pone a chillar, a echarle en cara cualquier tontería, y él chilla también. El estómago se me encoge al saber que no puedo evitar todo eso, que soy un mero espectador.

Deseo gritar a ese Héctor del pasado que, si no la abandona, la amará pero también la odiará. Que se acostumbrará al dolor y creerá que le gusta vivir con él. Sin embargo, lo único que sucede es que, de nuevo, la escena cambia. Y ahora vuelvo a ser el hombre que está delante de ella. De mi boca salen unas palabras que recuerdo aunque no creo ser capaz de pronunciar.

—Haré lo que sea, Naima… Dime qué quieres. ¿Qué es lo que necesitas en la cama, joder?

Y ella me mira con los ojos muy abiertos, entre aturdida y avergonzada. Pero segundos después, la convicción brilla en sus ojos y habla…

—Quiero…

El brinco que Héctor da en la cama me despierta. Ya entra un poco de luz a través de las rendijas de la persiana, así que supongo que no tardará mucho en sonar el despertador. Vuelvo el rostro para descubrir qué le sucede y, para mi sorpresa, veo que duerme. Sin embargo, no lo hace de manera tranquila, sino que su semblante denota que lo angustia una pesadilla. Está completamente sudado y tiene los labios resecos y entreabiertos, de los cuales brota un murmullo ininteligible.

No es la primera vez que Héctor tiene sueños inquietos. Desde que me mudé a su apartamento, los habrá sufrido en un par de ocasiones más. Puede que parezca que no es mucho, pero en dos meses a mí se me antoja preocupante. En especial porque sé lo que es tener pesadillas; nunca son agradables. La cuestión es que cuando le pregunto al respecto, se muestra sorprendido, como si no se acordara de lo que ha soñado. Y lo achaca al estrés del trabajo, pero no puedo evitar pensar que es probable que su subconsciente le provoque esos sueños terribles sobre su ex novia muerta.

No hemos hablado de ella en todo este tiempo. Es una esp

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