Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce | Diario de bar

Roberto Bolaño
A. G. Porta

Fragmento

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La escritura a cuatro manos

Invariablemente, desde hace años, cada vez que alguien se interesa por los Consejos, que es como comúnmente Bolaño y yo denominábamos a la novela que escribimos juntos, acaba interrogándome sobre los pormenores de la escritura a cuatro manos, e invariablemente siento surgir en mi interior la duda de si debería responderle con la verdad, o mentir y elaborar una respuesta a la altura de las expectativas que la cuestión ha suscitado. Cuando, todavía en vida de Bolaño, había que responder a la pregunta, la situación era igualmente azarosa porque él nunca daba la misma respuesta. Tengo muy mala memoria, pero es difícil que se me olvide de qué manera escribimos la novela, a distancia, él ya en Gerona y yo en Barcelona. La respuesta más habitual de Bolaño a esa pregunta era que primero uno escribía un capítulo y luego el otro el siguiente, y así hasta el final, dando por zanjado el asunto sin más información. Bueno, al menos era una respuesta; mucho más que nada. Una respuesta que tiene su interés porque anuncia un proceso que se supone complejo y porque sin esa complejidad intuimos que el resultado no pasaría de ser algo más bien extraño, al menos muy distinto de la novela que acabó siendo. Antes de escribir los Consejos ya habíamos probado con guiones de cine, y más tarde lo hicimos con un libro de cuentos; también iniciamos (entre enero y octubre de 1986) un proyecto de novela sobre la División Azul; recuerdo que quisimos escribir una novela policíaca que nos duró media tarde antes de desechar tanto la novela como la idea de escribirla juntos y, ya hacia 1994, Bolaño me propuso que participara en La literatura nazi en América («... apenas acabe daré comienzo a la redacción de la Enciclopedia Abreviada, contigo o sin ti, como decían esos boleros de burdel veracruzano. Que Valle-Inclán me ilumine o nos ilumine. Te mando besos»), pero, siendo indulgente conmigo mismo, diré que me faltaba rodaje y que tampoco podía seguir su ritmo, así que la acabó escribiendo en solitario. Al final, de tanto proyecto en común sólo quedan en pie la novela y el cuento que recoge este volumen. No debe de ser fácil llevar a cabo una obra entre dos, puesto que la realidad así lo confirma. Los impedimentos son numerosos y de distinto orden. A veces, sin embargo, casi sin proponérselo, surge de manera espontánea esa colaboración y entonces todo sucede con una sencillez inusitada. Posiblemente los Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce y Diario de bar sean el resultado de un par de esos buenos momentos. Ocurre que, una vez terminada la obra, el modo en como se haya llevado a cabo el proceso de escritura pierde todo su interés para los autores. Si acaso, y siguiendo la pauta de misterio que nos legó mi amigo, explicaré las tres únicas formas que se me ocurren de escribir a cuatro manos. Dos de ellas, sin embargo, parten de esa explicación de Bolaño, en donde los escritores se reparten la redacción de los capítulos (no importa el orden): la una precisa de una organización previa, esbozos y premisas que compartir, además de un buen pulido y abrillantado final, y la otra simplemente obedece a un planteamiento más parecido al del cadáver exquisito, con desarrollo y final, si hay suerte, sorprendentes. La tercera, por supuesto, es la verdadera, aunque mi tendencia natural me lleve a olvidar si verdaderamente es la verdadera o si no lo fue ninguna y todas a la vez. He leído que Bolaño, en alguna parte, desveló finalmente el secreto: «Es una novela que escribí a dos manos con Toni García Porta. Él hizo un borrador y yo lo acabé. Nos divertimos mucho escribiéndola, sobre todo yo. Fue una época en que trabajaba en una tienda y por las noches dormía allí mismo, no tenía televisión, no tenía radio, no tenía nada, y me ponía a escribir. Fue muy divertido». Tal vez Bolaño, con esas palabras, no pretendiera otra cosa que añadir confusión a las distintas versiones que con anterioridad había ofrecido.

Releer los Consejos después de veinte años ha despertado en mí algunas reacciones contradictorias. Pienso en mi pobre experiencia literaria de entonces, en las ilusiones que se perdieron por el camino y en los buenos momentos de amistad y de escritura compartida. Al cabo del tiempo las vivencias se transforman, pero también los objetos y otras cosas lo hacen, y no digamos ya una novela. Ahora la veo distinta de como la veía entonces, pero lo que me sorprende no es el contenido, sino esa nebulosa de recuerdos que vienen tras ella. Sobre todo, la sensación de haber vivido una aventura sincera y divertida. Tal vez por ello y para acercarme a una realidad menos vaporosa, he tenido que echar mano de algún cuaderno de la época y de la correspondencia que mantuvimos a lo largo de diecisiete años. En el cuaderno descubrí haber escrito una primera versión de cuarenta y cinco holandesas, entre mediados de junio y el 15 de julio de 1979, a treinta y nueve grados de fiebre. De hecho, la primera redacción de la novela se alargó durante los siguientes meses, pasando de mano en mano entre los amigos que aparecían en ella (el mismo Bolaño sigue siendo uno de ellos) y que pedían retoques, tal vez, para morir por causas distintas a las que les habían correspondido en un primer instante. En aquellos días la novela llevaba por título Flores para Morrison, y ahora me parece como si su escritura, de algún modo, se hubiese ido aletargando a lo largo de los años hasta su redacción definitiva en 1983. La correspondencia, sin embargo, es muy explícita en algunos aspectos. En diciembre de 1981, la primera fecha de la que existe constancia escrita, Bolaño proponía una serie de cambios en los protagonistas: «a) fijarlos más en cierto prototipo que nos permita juegos, guiños al lector; b) aclarar —volver más compleja— la escenografía por la que se mueven; por ejemplo, hacerla definitivamente de serie negra; c) trabajar el personaje femenino y añadir tal vez uno o dos protagonistas más; d) enfocar la novela, tú y yo, como si rodáramos una película de aventuras, permitiéndonos todos los cortes, todos los montajes, etc.; e) profundizar la veta joyceana del personaje central; de hecho, hacer de esto uno de los leitmotivs de la obra; de una manera modesta y en policíaco, hacer con Joyce —o con el Ulises de J. J.— lo que éste hizo con Homero y la Odisea. ¡Claro! ¡La diferencia es grande! Pero puede resultar muy interesante, una especie de dripping polloqueano, la traslación de símbolos y obsesiones joyceanas a una novela rápida, violenta, breve». De aquella correspondencia se desprende también que fue Bolaño quien acometió la redacción definitiva, ya que en septiembre de 1982 anunciaba que «Ya voy por el capítulo XI de nuestra novela», y, un mes más tarde, «La novela está terminando ¿felizmente? Voy por el capítulo XXI, de un total de XXIV... Será conveniente que hagas una lectura conmigo, para los últimos detalles antes de mecanografiar». La verdad es que si no fuera por sus cartas, muchos pormenores se me habrían borrado totalmente de la memoria. A Bolaño le faltaba mecanografiar las cincuenta páginas finales en noviembre de 1982, entre «prisas, urgencias, pero sobre todo carencia de dinero (ya sabes, para comprar tiempo)». Y en la postdata advertía: «Me inquieta tu observación sobre los primeros capítulos. Tal vez tengas razón. No quiero pararme a pensarlo demasiado tiempo porque soy capaz de rehacerlos y vete a saber cuándo la acabaría». A mí, aunque he

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