Luces de bohemia | Divinas palabras

Ramón del Valle-Inclán

Fragmento

cap

Prólogo

Las dos piezas reunidas en este volumen son consideradas unánimemente como las cumbres de la obra dramática de Ramón del Valle-Inclán (1866-1936). Esto equivale a decir que se cuentan entre las cumbres indiscutibles del teatro español del siglo XX, sobre el que han ejercido una poderosa y persistente influencia. Lo son también del teatro europeo de entreguerras, a cuya vanguardia pertenecen.

Las dos piezas fueron escritas con escasa diferencia de tiempo, en unos años (1919-1920) de asombrosa productividad de su autor, con la que ponía fin a una prolongada crisis tanto personal como creativa. Las dos constituyen, de hecho, un punto de inflexión en su trayectoria. Cada una por su lado, suponen la culminación de dos vías literarias que, sirviéndose tanto de la narración como del drama, Valle venía explorando desde mucho atrás, y la desembocadura de ambas en la fórmula estética que poco a poco se fue abriendo paso a través de ellas: el esperpento.

Tanto Divinas palabras (publicada por entregas en 1919 y en forma de libro en 1920) como Luces de bohemia (publicada por entregas en 1920 y como libro en 1924) pueden ser leídas como cierre de una etapa y apertura de otra nueva. Ambas piezas decantan, a su manera tan distinta, la actitud de Valle en relación con los dos ámbitos en que se fraguó su propia conciencia como hombre y como artista: el del campo gallego, con sus reminiscencias de una sociedad arcaica, apegada a viejas tradiciones, y el de la ciudad de Madrid, escenario principal de las tensiones sociales a que daba lugar un país en todavía incipiente y traumático proceso de transformación. El esperpento proveerá de una estética común a los dos cauces en que, dentro de la obra de Valle, encuentra reflejo cada uno de estos ámbitos, para los que el autor no había dejado de ensayar, durante las dos décadas anteriores, diversas estrategias mediante las que expresar —ya fuera con acentos reaccionarios, subversivos o abiertamente críticos, paródicos o satíricos— su visceral rechazo al nuevo orden —social, político y espiritual— derivado de la Restauración.

Divinas palabras

Divinas palabras, presentada como «tragicomedia de aldea», es la versión final que Valle, nacido y criado en Villanueva de Arosa (Pontevedra), ofrece del mundo de su infancia, transcurrida en un entorno semirrural. Recuérdese que la madre del escritor, Dolores Peña Montenegro, provenía de una familia descendiente de mayorazgos campesinos, muy tradicionalista. Don Juan Manuel de Montenegro será, significativamente, el nombre que Valle adjudique al viejo mayorazgo que, junto con sus hijos, protagoniza la trilogía de las «Comedias bárbaras». Estas prefiguran en buena medida el marco en que se desarrolla Divinas palabras, obra a la que hubiera cuadrado bien ese calificativo de «bárbara». De igual manera, a las llamadas con toda ironía «comedias» hubiera convenido también el rótulo de «tragicomedias», que remite inequívocamente a una de las fuentes clásicas de que Valle se nutre a la hora de idear unas y otra: La Celestina.

Las dos primeras «Comedias bárbaras» —Águila de blasón, de 1907, y Romance de lobos, de 1908— fueron escritas por Valle poco después de concluido el ciclo modernista de las Sonatas (1902-1905), con las que establecen un acusado contraste. Pero en ellas se reconocen rasgos apuntados ya en una obra cuya redacción llevó a Valle varios años y no pocos trabajos: Flor de santidad (1904). En esta novelita cuajan por primera vez los intentos de Valle de conseguir un cuadro elocuente de ese entorno casi intemporal, surcado de supersticiones y leyendas, transido de religiosidad, del que él mismo se embebió siendo niño. Alonso Zamora Vicente describía este relato como un «enorme poema en prosa, levantado sobre un contorno de pasiones elementales, vertidas sobre una multitud abigarrada de romeros, pordioseros, tullidos, aldeanos, gentes enloquecidas, masa multiforme a la que Valle-Inclán trasciende arrancándola de lo rutinario y trasladándola a un clima de acendrada poesía». Esa multitud abigarrada es la misma que puebla, quince años después, los escenarios de Divinas palabras, donde ese «clima de acendrada poesía», sin embargo, ha quedado desplazado por un vendaval de furia y violencia en el que unos y otros parecen competir a la hora de revelar facetas a cuál más degradada de una humanidad sin entrañas, entregada a la rapacidad y a los más bajos instintos.

Cabe trazar un hilo rojo que, desde Flor de santidad, conduce hasta Divinas palabras. Se lo puede rastrear en algunas de las piezas recogidas en Jardín umbrío (1914), también en algunos destacados pasajes de las Sonatas y del ciclo de «La guerra carlista» (1908-1910); se lo distingue muy perceptiblemente en el drama El embrujado (1913), y con posterioridad a Divinas palabras aún despunta en Cara de Plata (1923), la última de las «Comedias bárbaras». Siguiendo ese hilo rojo cabe apreciar el progresivo desencanto —por no decir pesimismo— con que Valle contempla ese mundo rural en que a sus ojos se preservaba el antiguo orden.

Apenas perceptible en medio del desfile de atrocidades en que consiste la acción de Divinas palabras, cabe distinguir a un personaje en el que se reconoce un eco remoto de Águeda, la inocente muchacha que protagoniza Flor de santidad. Se lo entrevé fugazmente en una acotación de la segunda jornada, donde se dice que por la carretera «una niña con hábito nazareno conduce un cordero encintado, sonriendo extática entre la pareja de sus padres, dos aldeanos viejos». Esa misma niña aparece poco más adelante en el hostal en que se desarrolla otra escena de la misma jornada, donde ella protagoniza el único gesto de genuina bondad que tiene lugar en toda la pieza, cuando se acerca a la criatura monstruosa por la que disputan los demás personajes y, sonriéndole, le ofrece un pan y un melindre. En medio del drama, e instantes antes de que tenga lugar uno de sus más macabros episodios, Valle introduce este puntual destello de piedad con el evidente propósito de subrayar la tenebrosa y salvaje brutalidad que ha terminado por adueñarse de aquella «masa multiforme» que en Flor de santidad se rendía ingenua y fervorosa al milagro de la fe.

El Valle que en las dos primeras décadas del siglo XX había abrazado el tradicionalismo carlista con voluntad de resistirse a la descomposición de un mundo aún intocado por el progreso, sabía bien, a la hora de ponerse a escribir Divinas palabras (después de su decisiva experiencia como reportero en las trincheras francesas durante la Primera Guerra Mundial, después también de su fracasado intento de vivir en el campo como un hacendado rural), que ese mundo estaba definitivamente condenado, debido entre otras cosas al derrumbe de los dos pilares que lo sostenían: la religión y el señorío. Si las «Comedias bárbaras» tratan de cómo los viejos mayorazgos campesinos son minados por la codicia de sus herederos, desentendidos de la moral de guerreros y patriarcas que los sostuvieron, Divinas palabras, alrededor de un tema tan tradicional como el del adulterio, pinta el goyesco aquelarre de un pueblo desamparado, sin señores y sin Dios, abandonado a sí mismo.

No cabe desatender el hecho de que Pedro Gailo, el marido c

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