McGlue

Ottessa Moshfegh

Fragmento

libro-2

Zanzíbar

 

 

 

 

 

Me despierto.

Tengo tiesa y babeada de marrón la pechera de la camisa. Me supongo que es sangre seca y que estoy muerto. El aire del océano me convence de que dude, de que gire la cabeza en dos o tres embestidas hacia los pies. Tengo los pies en el suelo. A lo mejor es que me he caído de bruces en el fango. Sea como sea, sigo demasiado borracho como para que me importe.

—¡McGlue!

Una voz colérica grita desde la dirección de la luz del sol, el barco navega con las velas izadas, chirridos de madera y nudos apretados. Siento que se me retuerce el estómago. La cabeza. Justo la primavera pasada me la rompí al saltar de unos vagones en fila, de eso sí que me acuerdo. Me vuelvo a poner de rodillas.

Otra vez:

—¡McGlue!

Este McGlue. Me quiere sonar.

Una mano me agarra de la camisa y se me clava en la espalda, me conduce hasta la pasarela y subo, caminando no sé cómo. El barco está zarpando. Vomito y me agarro al costado de la popa y escupo bilis durante un rato mientras observo cómo pasa el agua corriendo, hasta que la tierra desaparece de la vista. Todo está tranquilo después, durante un rato. Luego, algo dentro de mí parece estar muriéndose. Vuelvo la cabeza y toso. Se me saltan dos dientes de la boca y se desparraman por la cubierta como si fuesen dados.

Al final me meten en la cama bajo cubierta. Me rebusco en los bolsillos a ver si tengo alguna botella y encuentro una.

—McGlue —dice el grumete, el mariquita—, trae esa mierda para acá.

Le vuelvo a dar un trago. Un poco se me derrama por la barbilla y me moja el cuello manchado de la camisa. Dejo caer al suelo la botella vacía.

—Estás sangrando —dice el marica.

—Pues sí, lo estoy —digo, mientras me aparto la mano del cuello. Es sangre oscura, con sabor a ron, la pruebo. Debe de ser mía, pienso. Pienso en el uso que le podré dar si me entra sed luego. Marica parece preocupado. No me importa que me desabroche la camisa, ni siquiera le pego en las manos para apartárselas cuando me gira el cuello para un lado y luego para el otro. Demasiado cansado. Momento de la inspección. Dice que no me encuentra ningún agujero que señalar.

—Ajá —le digo.

Marica tiene en la cara una extraña mueca de desprecio y parece un poco asustado y se cierne sobre mí, con el pelo rojo metido cuidadosamente dentro del gorro de lana y una gota de sudor posada en el trípode del labio superior, justo debajo de su naricita. Me mira a los ojos, diría yo, con algo de miedo.

—Sin tocar —le digo, volviendo a subirme la manta. Es una manta de rayas grises y rojas que huele a leche de cordero. Me tapo la cara con ella mientras Marica sigue a lo suyo. Se está bien aquí debajo de la manta. Veo mi aliento en la oscuridad. Está tan oscuro que casi podría dormirme.

Mi mente viaja por las frías colinas de Perú en las que me perdí una noche. Una mujer gorda me alimentó con leche de su teta y me monté en un perro lanudo para bajar a lo largo de un río hasta llegar a la costa. Johnson estaba allí con el capitán, esperando. Eso significaba problemas. De sopetón el golpe tibio del ron y cierro los ojos.

—¿Qué has hecho? —dice el capitán la siguiente vez que los abro. Me despojan de la manta como con un latigazo. Saunders me quita los zapatos. Oigo crujir el barco. Alguien baja por el pasillo haciendo sonar la campana para la cena. El capitán está de pie junto al catre—. Queremos oírte decirlo —dice el capitán.

Tengo náuseas y estoy cansado. Vuelvo a quedarme dormido.

 

 

Están moviendo las bocas. Saunders y el marica están junto a la puerta. Marica sostiene una botella, Saunders juguetea con unas llaves.

—Dame. —Se me rompe la voz. Puedo respirar, oír. Me pasa la botella.

—Has matado a Johnson —dice Saunders.

Me bajo más de la mitad de la botella y estiro el cuello, echo los hombros hacia atrás. Siento que se me suelta la mandíbula, miro hacia abajo, acordándome de la sangre. Me ha desaparecido la camisa.

—Dónde está mi camisa.

—¿Es verdad que lo has hecho? —dice el marica—. El oficial Pratt dice que te vio. Borracho, en la taberna de la Ciudad de Piedra. Que luego saliste corriendo hacia el muelle justo antes de que lo encontraran en el callejón.

—Qué bazofia, está frío. Todos poseídos hasta que se toman este antiniebla de efecto instantáneo, gracias, maricón —digo. Bebo.

—Lo encontraron muerto de una puñalada en el corazón, amigo —dice Saunders, agarrando las llaves, arrugando las cejas.

—¿Quién está como una cuba, Saunders? Déjalo ya, ahora mismo. Como que me está sacando de quicio. ¿Hay comida? —El marica retira la botella vacía de donde la he dejado yo encima de la manta. Tengo la impresión de estar soñando—. ¿Dónde está la de las pecas, Puck? Te cambio el sitio.

Ya no están hablando conmigo.

—Comida, tío. Joder. —Ya estoy completamente despierto. De un solo vistazo, abarco la habitación: letreros, paredes de madera pintadas de gris, ganchos de alambre, algunas prendas de loneta y jerséis marineros colgados, un espejo gris, con forma de escudo. La luz del sol lo inunda todo, estilo bloque, moteada de polvo blanco. Las sombras de los hombres que están en cubierta recorren las paredes a través de las pequeñas lumbreras rectangulares que hay en lo alto, muy por encima de mi catre. Un catre vacío a cada uno de mis lados. Una queja y un crujido de barco y océano. Anhelo cerveza y una canción. Esta es mi casa: yo abajo, en el corazón del navío a la deriva, esperando, yendo a alguna parte.

Saunders y Marica sueltan palabras y salen y escucho a Saunders cerrar la puerta y protesto.

—Vuelve y sonríe, Saunders. Suéltame la noticia, ¿qué pasa? —Y no pasa nada.

No es la primera vez en este viaje que he estado en el agujero. Me harán trabajar bien la bomba todas las mañanas y zurcir las velas como a una vieja sirvienta en cuanto vuelva a estar recuperado. Pienso en mi madre, me la imagino siempre en el telar a través de las ventanas cerradas a cal y canto de la fábrica, yo un niño pequeñito de puntillas, levantándome con los dedos hasta posar los ojos apenas por encima del horizonte del alféizar de la ventana, observando a mi madre con la espalda encorvada, remilgada, altiva, trabajando, y volviéndola a observar esa noche a la mesa de nuestra casita, llamándonos a mi hermano y a mí «qué niños más buenos», juntando migas, contando monedas y tosiendo, mis hermanas ya en la cama, el pelo pálido de mi madre, hecho polvo, extendido por su espalda. Todas las estrellas fuera, allí puestas sin más. Los fríos reflejos de la noche de Salem después del calor de todo el d

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